El 2 de junio de 1756 el Consejo de la Inquisición dictó este auto dirigido específicamente a los comerciantes y libreros, ya que les responsabilizaba de la venta y distribución de libros prohibidos. Esta actividad subvertía la propia esencia del Santo Oficio y quebraba su capacidad de control ideológico, de ahí que la norma articulara medidas en tres frentes. En primer lugar, les exigía la elaboración de un inventario de las obras que custodiaban en sus oficinas y les daba un plazo de dos meses, aunque en los años venideros deberían presentarlo anualmente. Por otro lado, les recordaba que no podían «tener, comprar, vender, prestar o donar» los libros prohibidos por el índice de 1747, que era el que estaba vigente, ni por los edictos posteriores o por lo que en el futuro se pudieran dictar. Por último, los tasadores de bibliotecas también debían elaborar una lista con las obras prohibidas que encontraran en el desempeño de su actividad, e informar para que la Suprema pudiera confiscarlas.
El auto suponía un reconocimiento implícito de la incapacidad de la Inquisición para controlar la circulación de libros prohibidos en la España de mediados del siglo XVIII, razón por la cual necesitaba contar con el auxilio de los comerciantes y libreros en la consecución de sus objetivos. Se trataba sin más de convertirlos en agentes del poder eclesiástico, en copartícipes de sus fines y en una pieza más dentro del engranaje totalizador de la policía del libro. De hecho, el Consejo de Inquisición seguía en esto la senda que había marcado unos años antes el del Castilla con el polémico auto del Juez de Imprentas Juan Curiel, fechado el 22 de noviembre de 1752. Contenía diecinueve reglas que pretendían someter a supervisión y control del poder civil la actividad de los impresores y mercaderes de libros, lo que se acompañaba de elevadas penas por incumplimiento.
En un segundo plano de lectura, este auto también nos desvela algunas de las estrategias que utilizaban los profesionales del libro para retener ejemplares prohibidos. So pretexto de quemarlos, devolverlos a los países de origen o de que retenían los ejemplares que los lectores con licencia no habían pasado a recoger, conservaban los impresos, no los entregaban al Santo Oficio y comerciaban con ellos.