Este volumen complementa los Diálogos sobre la elocuencia en general y sobre la sagrada en particular, traducidos también en 1795, que compusiera el arzobispo de Cambray, conocido como Fénelon (1651-1715) y famoso en toda Europa por su novela Las aventuras de Telémaco.
En esta Carta Fénelon se dirige a su intelocutor para expresar su parecer sobre varios asuntos que conciernen al quehacer de la Academia francesa: concluir el diccionario y los proyectos de elaboración de una gramática, una retórica, una poética, un tratado sobre la tragedia, otro sobre la comedia y otro también dedicado a la Historia. Concluye la exposición con unas objeciones relacionadas con lo expuesto en los epígrafes explicativos de estos proyectos.
La conclusión del Diccionario le parece una tarea necesaria no solo para que los propios franceses puedan recurrir a él para resolver dudas, sino que para que cuando las lenguas muden, puedan entenderse los libros dignos de la posteridad escritos en su tiempo (p. 6). Por una razón muy semejante, cree que es necesario que los extranjeros y los propios hablantes dispongan de una gramática francesa que además debe ser breve y sencilla para resultar útil (p. 10).
Sobre la composición de una Retórica académica considera que constituye un trabajo muy superior a los anteriores y que quien lo emprendiese «debería reunir en ella los mejores preceptos de Aristóteles, de Cicerón, Quintiliano, Luciano, Longino, y de otros célebres escritores. Las autoridades de todos ellos, que citaría, la servirían de ornamento y no tomando sino la flor de la más pura antigüedad, compondría una obra breve, exquisita y deliciosa» (p. 26). No se muestra más partidario de los antiguos que de los modernos, pero asegura que en la oratoria del día apenas encuentra ejemplos de similar autoridad a la que constatan los antiguos, exceptuando a San Agustín a quien se recurre en las citas.
Defiende el valor de la elocuencia pero no por la vanagloria del orador:
Yo busco un hombre que me hable por mi bien, no por el suyo, que solicite mi salud, no su vanagloria. El hombre verdaderamente digno de ser escuchado es aquel que no se sirve de las palabras, sino por los pensamientos y de estos por causa de la verdad y la virtud.
[...]
Yo quisiera que un orador, por lo general, se preparase largo tiempo para adquirir un fondo suficiente de conocimientos y hacerse capaz de componer buenos discursos (pp. 60 y 62).
La necesidad de disponer de una Poética académica constituye, en opinión de Fénelon, tan necesario como en el caso de la Retórica. A su juicio, resulta «más seria y útil que lo que le vulgo piensa» (p. 84). La causa primera que lo explica es que, antes de disponer de las Escrituras, la religión se transmitía a través de cánticos sagrados. A ello añade un segundo motivo que resume del siguiente modo:
[...] La poesía ha dado al mundo las primeras leyes, ha suavizado el carácter de los hombres feroces y salvajes, les ha reunido y sacado de los bosques donde andaban dispersos y errantes, les ha civilizado, ha reglado sus costumbres, ha formado las familias y naciones, ha hecho percibir las dulzuras de la sociedad, ha excitado el uso de la razón, ha cultivado la virtud e inventado las Bellas Artes y ha encendido los ánimos de los guerreros y les ha sosegado en tiempo de paz (pp. 86-87).
El texto, con ejemplos de fray Luis de León y citas de Iriarte en la versión española, expresa la idea de que la poesía es imitación, que la versificación entraña numerosas dificultades para la lengua francesa, a lo que Fénelon añade la convicción de que el poema ha de ser hermoso y agradable o, lo que es lo mismo, sencillo, natural y afectuoso (p. 152).
Respecto de los tratados sobre la poesía dramática, se muestra muy severo con la tragedia. Las que se representan en su tiempo le parece que se dirigen más a mostrar pasiones viciosas que a corregirlas. Así, resulta ser un género imperfecto en el día, cosa que le satisface según explica:
Nuestros poetas les han hecho lánguidos, insulsos y llenos, como las novelas, de galanteos y requiebros.
[...] Sin embargo, me parece que se podrían dar a las tragedias una excelente forma, siguiendo las ideas tan filosóficas de la antigüedad, sin mezclar en ellas el amor mudable y desarreglado que causa tantos estragos (pp. 155-156).
A partir de comentarios de Racine y siguiendo a Boileau, Fénelon da algunos consejos para componer buenas tragedias. No le agrada Plauto pero sí Molière, al que sitúa por encima de Terencio, a pesar de reconocer en él defectos importantes (pp. 190-191). En ambas reflexiones, Fénelon no formula una teoría de los géneros dramáticos mayores, tragedia y comedia, sino que se limita a exponer sus yerros considerando que la mediación de la Academia podría establecer unas exigencias formales y también morales que sirvieran de guía a los dramaturgos.
El proyecto de que la Institución francesa se consagrase a la redacción de un tratado sobre la Historia está más que justificado, ya que juzga que son pocos los historiadores exentos de graves defectos. Rechaza al historiador parcial y al excesivamente erudito. Por el contrario, el buen historiador debe caracterizarse por la sobriedad y discreción:
El gran arte consiste en imponer desde luego al lector en el fondo de las cosas, descubrirle el enlace que tienen entre sí y conducirle con prontitud al desenlace. La historia en esta parte debe parecerse mucho al poema épico (pp. 199-200).
El historiador debe evitar datos superfluos y un discurso demasiado ornamentado. Expondrá con sencillez los hechos, sin incluir sentencias ni juicios valorativos. Por el contrario, ha de ser un buen conocedor de las costumbres y formas de gobierno de cada siglo. De igual modo, el retrato de las naciones que ofrezca, incluso de la propia, ha de atenerse al tiempo y las circunstancias, admitiéndose lo bárbaros que pudieran ser los francos en algún momento del pasado (p. 214).
Como se ha indicado, Fénelon concluye su disertación pronunciándose acerca de la disputa entre antiguos y modernos a favor de estos últimos. Su argumentario se resumen en:
1. Su deseo de que los modernos aventajen a los antiguos
2. Es un capricho juzgar una obra por su fecha
3. La emulación de los modernos no debe confundirse con el desprecio de los antiguos
4. Los autores que se precien de sabios y modestos deben desconfiar de sí mismos y de las alabanzas de sus amigos
5. Le agrada que un escritor procure vencer a los antiguos
6. Las obras antiguas tienen imperfecciones
7. Hasta los escritores antiguos más estimables contienen defectos
8. Los antiguos también aspiraron a aventajar a sus antecesores
9. La desventaja de los antiguos se encuentra en lo relativo a la religión y a la Filosofía.
10. Entre los antiguos hay pocos autores verdaderamente excelentes. En cambio, entre los modernos se encuentran algunas obras preciosas
Tras ello concluye con algunas observaciones críticas y demostrativas sobre los poetas y oradores griegos y latinos. Son interesantes sus comentarios sobre Homero y sobre Ulises, protagonista de su Telémaco, al igual que la relación entre el poema épico y la estructura del discurso histórico.