Este texto, muy reconocido y utilizado en Europa, constituye la traducción española, realizada por Juan Pablo Forner y Segarra, del original de Burkhard Mencke (1674-1732) titulado De charlataneria eruditorum declamationes (1715).
Por charlatanería cabe entender, según recoge Terreros y Pando en su Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes (1786): «Persuasión artificiosa, sutil y no pocas veces nociva», para aclarar seguidamente que «comúnmente se toma en castellano por lo mismo que cacareo, bachillería» (T. I, p. 413). A su vez, en el Diccionario de sinónimos de la lengua castellana del académico Pedro María de Olive, se dice:
En todo ejercicio y ocupación hay más charlatanes que sabios y sobre todo en las ciencias, en la literatura y en las profesiones que más interesan al hombre. Todo el que pondera y exagera está muy cerca de la charlatanería, si ya no es un verdadero charlatán. Por tal debemos tener al que, con ligeros conocimientos en la literatura, censura y critica a toda obra que cae en sus manos; lo es en política el que, con leer cuatro párrafos de gaceta, intenta gobernar el mundo cuando nada menos; el médico novel, que cura todas las enfermedades y mata a todos los enfermos. Y en este siglo de oropel y de intereses positivos, como se dice, en que se trata de ganar aparentando y deslumbrado, y no de estudiar y de saber sólidamente, ¡cuántos son los charlatanes, atrevidos y locuaces y cuán pocos los verdaderos sabios!. La apariencia y la ilusión son los atributos de estos que llaman felices tiempos (p. 145a) (a).
Gregorio Mayans y Siscar escribió unos comentarios al texto latino que envió al propio Mencke con el que mantenía correspondencia.
Por su parte, Forner realiza una traducción libre de la obra latina en la que elimina aquellos pasajes que le parecen poco apropiados para quienes profesan la religión católica (h. 1r). No obstante, Forner utiliza las autoridades y criterios generales del autor germano evitando nombrar autores nacionales.
Divide su discurso en dos «Declamaciones». Titula la primera «Sobre la charlatanería en general». En ella arremete contra los libros que se publican y las obras que se representan. De los libros dice:
Vengamos, pues, a los títulos de los libros. Todo se puede esperar en ellos, menos legalidad. Magníficos por lo común, y con grandes promesas, materias no sabidas, argumentos sublimes, pero ¡cuántas veces burlan las esperanzas de los inocentes e incautos! (p. 23).
Para continuar diciendo:
Y pues ya hemos empezado a hablar de libros, no será fuera de propósito acordar aquí la ridiculez de aquellos que se creen hombres de provecho porque no dejan pasar mes ni año sin que vea el público alguna novedad de su superfluísimo ingenio. Y es tanto el amor que profesan a estos partos intempestivos que si en los diarios de los doctos no se hace mención de ellos, o no se elogian y recomiendan del modo que ellos presumen, se enojan terriblemente y conciben odios no difíciles de borrar (p. 28).
La segunda declamación se dirige contra la charlatanería en cada ciencia. Comienza por los críticos y los gramáticos griegos. De ellos dice:
Siendo su oficio el de interpretar y poner en claro el verdadero sentido de los escritores, cuando alguno tiene la desventura de caer en sus manos, sea latino, sea griego, no tanto le explican como le despedazan: buscan dificultades en lo evidente, nudos en el junco, acuden a los códices manuscritos, amontonan varias lecciones sin elección ni necesidad, cortan, abrasan, esgrimen la vara censoria, nada dejan intacto. Y Dios os libre de desviaros un átomo de las quisquillas de estos hipercríticos y pantocríticos: la guerra será infalible. Es eneome delito contradecir a un gramáticos. Os harán reo de lesa majestad literaria y sobre cosas de vilísimo valor, cargarán de dicterios al que los contradiga (p. 88).
Los historiadores son los siguientes vilipendiados. Les acusa de desconocer la Historia, de adornarla a su antojo, de presuponer lo acontecido, de citar sin ton ni son archivos y códices de paradero desconocido y de llenar de láminas sus volúmenes, por no hablar de los falsarios que inventaron la existencia de libros jamás escritos (pp. 108-109).
Prosigue con los poetas que pecan de vanidad y ostentación y con los lógicos y metafísicos a los que reclama prudencia:
La prudencia pide que, uniendo la industria de todos los siglos, de todas las sectas, se entresaque de cada una aquello en que acertó y, continuando las investigaciones, sin odios recíprocos, sin partidos vanos, procuren los que se llaman «filósofos» dilatar lsa provincias del entendimiento, en vez de esclavizarlas (pp. 132-133).
Tras ellos se ocupa de los políticos, las ciencias y, en particular, de las Matemáticas, la Aritmética, la Astrología, la Física, la Medicina, el Derecho y la Teología, con la que concluye el tratado.
- Olive, Pedro María de, Diccionario de sinónimos de la lengua castellana, Madrid: Imprenta de Madame de Lacombe, 1852 (2ª edición).