Louis Dubroca (1757-183?) fue un autor, profesor de elocuencia y dicción, además de librero, aunque, al parecer, nunca dispuso de licencia para publicar en París. Se cree que procedía de Saint-Sever (Landas) y que debió de fallecer después de 1834, si bien se desconoce la fecha exacta. Utilizó diversos seudónimos y es fácilmente confundido con su hermano Jean-François Dubroca.
Según la información que proporciona la Biblioteca Nacional de Francia, son obras suyas Las mujeres célebres de la Revolución (1802), una Historia de la Lousiana francesa y un texto dirigido a Napoleón titulado Un viejo republicano a Napoleón, sobre el poder de la opinión pública en el gobierno de los Estados (1815), entre otros textos. También se le atribuye el Libro de los padres y las madres durante la primera educación de los niños, publicado en 1825 probablemente por su hija, Mme. Lecomte-Dubroca.
El tratado sobre los Principios del arte de leer interesa porque plantea dos cuestiones importantes: la idea de que la lectura no es un arte mecánico y la necesidad de desarrollar en el lector una sensibilidad por aquello que lee para que pueda transmitir la intención que la literatura contiene. Así en la «Introducción» afirma:
El objetivo de cualquier lectura es transmitir a un oyente, o a varios, las ideas para las que no están preparados, hechos que les son extraños o sentimientos que no existen en su corazón y de los cuales, sin embargo, han de ser partícipes (p. vj).
Desde su punto de vista, el lector, sobre todo cuando se dirige a un auditorio, debe ser capaz de comunicar las pasiones que se encuentran en los héroes literarios, la diversidad de caracteres y la multitud de emociones que cada libro contiene. Por eso, junto con indicaciones de elocuencia, lógica o gramática, se preocupa por enseñar a pronunciar de forma adecuada y a mantener la actitud corporal y gestual que deben acompañar a los actos públicos de lectura.
En función de ello, dedica la primera sección a los medios de acuerdo con los cuales el lector debe llegar al corazón de sus oyentes. Las pasiones son el elemento que, a su juicio, ha de presidir el acto de lectura, de modo que los tropos y las figuras no son sino medios lingüísticos para expresarlos.
En la sección quinta aplica los principios que ha ido desgranando a lo largo de su tratado a la lectura de obras de elocuencia y poesía (pp. 388-518). Le parece transcendente la forma en que se realiza una lectura que tendrá una repercusión política, judicial o instructiva, e igualmente considera que son fundamentales las disposiciones morales e intelectuales para el ejercicio de la declamación.
Respecto de la poesía, señala en primer término la importancia de que el lector sea capaz de recitar el verso con su rima correspondiente y lo ejemplifica con unas estrofas de Rousseau. Continúa con recomendaciones sobre la lectura de las fábulas y apólogos, la poesía pastoril, la didáctica, la épica, la lírica y la dramática, donde incluye unas reflexiones sobre la declamación teatral. A los profesionales de la escena les recomienda gusto, conocimientos y sentido común para que la obra teatral no sea declamada con frialdad o sin inteligencia. La importancia del papel y formación de los actores queda en estas páginas subrayada. Por este motivo, no duda en señalar en la lección XXXVIII las causas de la declamación defectuosa de las obras teatrales.