El 11 de abril de 1805 Carlos IV firmaba esta Real Cédula de aprobación de un nuevo reglamento para el funcionamiento del Juzgado de imprentas y librerías. Además, se nombraba a Juan Antonio Melón para el cargo de Juez de imprentas con comisión exclusiva, salario y dependencia orgánica de la Secretaría del Despacho de Gracia y Justica. De hecho, éste era el cambio más radical, ya que el Consejo de Castilla perdía todas las atribuciones que había tenido en materia de censura previa y concesión de licencias de impresión desde el siglo XVI. Dos eran las razones fundamentales que esgrimía el legislador: por un lado, que el Consejo de Castilla tenía muchas competencias y asuntos que atender, lo que le impedía extremar la vigilancia sobre el impreso. Es más, este problema lo tenían también los subdelegados de provincias, cuyas múltiples ocupaciones les empujaban a tener que confiar en el criterio a veces espurio de los subalternos. Por otro lado, los censores no tenían remuneración ni tampoco recibían ningún reconocimiento por su trabajo, lo que les podía impulsar a eludir su responsabilidad o a conchabarse con los propios autores pervirtiendo así el fundamento del sistema de censura previa.

Buena parte de los treinta artículos que tenía el reglamento de 1805 estaban dedicados a atajar las distorsiones y la falta de coordinación, que permitía a los autores conseguir por otros conductos las licencias que les habían sido negadas en otras instancias. Para ello se creaba una oficina de apoyo al Juez con un secretario, un escribano, un oficial y un portero seleccionados por él mismo, y se concentraban todas las competencias en el Juzgado con inhibición del resto de instituciones (academias, cuerpos literarios o secretarías de Estado) o tribunales. El Juzgado también era el encargado de la revisión de los libros importados.

La otra pieza esencial para el funcionamiento adecuado del sistema eran los censores, cuya elección recaía en el Juez. Sin embargo, la norma advertía que el número no debía ser muy elevado precisamente para evitar que formarán una asociación o cuerpo, que pudiera pervertir los informes. Por tanto, cada examinador era responsable individualmente de la censura que realizaba, en la que debía especificar los motivos concretos para la aprobación o denegación. Los autores tenían derecho a solicitar el informe. Por último, cabe señalar que el nuevo reglamento no introducía ninguna novedad en los criterios de censura, ya que se limitaba a explicitar los que se venían aplicando desde el siglo XVIII e incluso antes a la irrenunciable triada histórica (regalías, buenas costumbres y religión) se sumaba la utilidad pública, la pureza del estilo y el lenguaje, y los errores en cuestiones científicas.