Francisco María de Silva es seudónimo de Pedro Luján y Suárez de Góngora, duque de Almodóvar (1727-1794), diplomático y escritor, que ocupó el cargo Director de la Academia de la Historia. Redacta la Década epistolar para ofrecer al público su parecer respecto del estado de las letras en Francia en los años 1779 y 1780. Comienza en la primera carta por señalar que toma como referente la obra de Antoine Sabatier de Castres (1742-1817), publicada en tres tomos y cuyo título es Les trois siècles de notre littérature, ou Tableau de l'esprit de nos écrivains, depuis de François I, jusqu'en 1772, par ordre alphabetique (Amsterdam: Gueffier y Dehansi, 1772), muy reeditada en su tiempo.
La intención de la obra francesa, más allá de ofrecer un catálogo alfabético de los principales escritores de la nación, fue defender a la literatura de los filósofos y escritores que no se juzgaban representativos del amor a la religión, a la patria, a las letras y al buen gusto, es decir, los filósofos de quienes Sabatier de Castres era enemigo declarado. El autor francés dedica pocas páginas a los hombres de ciencia, pero deja claro que su propósito es declarar cuál es el mérito que verdaderamente corresponde a los autores más renombrados de las letras francesas, particularmente el de sus contemporáneos.
En ese mismo sentido, el Duque de Almodóvar realiza, a través de las sucesivas cartas, una similar interpretación de las letras galas prestando especial atención a los «filósofos literarios», en particular Rousseau y Voltaire y a los enciclopedistas, de los que ofrece algunas traducciones. Su visión constituye en conjunto un interesante panorama del estado de la poesía, el teatro y de las mujeres literatas francesas siempre desde la visión cómplice que encuentra en el abate Sabatier de Castres.
Como consecuencia, muestra en apariencia una actitud tolerante, aunque claramente abomina de los literatos franceses considerados heréticos, los cuales además cuentan con partidos sectarios que aplauden indiscriminadamente sus producciones. A pesar de ello, aprecia algunos de sus valores literarios, si bien no duda en manifestar su animadversión hacia Voltaire por considerarle corruptor del gusto y por entender que gozaba de una admiración excesiva («Epístola segunda»). En cuanto a Rousseau, le parece «el escritor más entero, más profundo y más sublime de este siglo» (p. 51). Ello no impide que deje constancia de sus paradojas. La causa principal que esgrime consiste en que sus pensamientos no se someten a la religión ni a la moral, con lo que el entendimiento no encuentra límites cayendo en la arbitrariedad y el error.
Respecto de D'Alembert, al que dedica la «Epístola cuarta», le censura el «despotismo» con el que dice comportarse como Secretario perpetuo de la Academia francesa. Tampoco evita criticar la compilación que supone, a su juicio, la Encyclopédie. A Diderot, en cambio, le acusa de plagiario y de mediocre (p. 97). Emite a su vez juicios sobre Marmontel, La Harpe, y otros «adustos filósofos modernos» que contrapone al valor de los hombres de letras cristianos dignos de alabanza como Pascal, Charron, Pithou y otras celebridades de los siglos XVI y XVII, así como Malebranche, Abadie, Vernes, Condillac entre los autores más admirados del siglo XVIII.
La Década epistolar fue reeditada en 1792 también por Antonio de Sancha.
Descripción bibliográfica
Silva, Francisco María de, Década epistolar sobre el estado de las Letras en Francia. Su fecha en París. Año de 1780, Madrid: Antonio de Sancha, 1781.
10 hs., 292 pp.; 8º. Sign.: BNE U/3513.
Aymes, Jean-René (ed.), L'image de la France en Espagne pendant la seconde moitié du XVIIIe siècle, París: 1996.
Lafarga, Francisco, «Noticias y opiniones sobre narrativa francesa en la Década epistolar del Duque de Almodóvar», en Carnero, Guiilermo, Ignacio J. López y Enrique Rubio, Ideas en sus paisajes. Homenaje al profesor Russell P. Sebold, Alicante: Universidad de Alicante, 1999, pp. 271-281.
Lafarga, Francisco, «Noticias y opiniones sobre teatro en la Década epistolar del Duque de Almodóvar», en AA. VV., Estudios dieciochistas en homenaje al profesor José Miguel Caso González, Oviedo: Instituto Feijoo de Estudios del Siglo XVIIII, 1995, I, pp. 443-450.
Las buenas letras, las ciencias, las artes tuvieron sus épocas florecientes hasta llegar al sumo grado de perfección que ha podido conocerse. Después padecieron el trastorno general que es bien notorio. Desde su restauración, nacida de aquellas cenizas que se conservaron, han tenido también sus respectivas épocas de auge y declinación. Han viajado por los países más cultos, dejando en ellos más o menos impresión a proporción de las vicisitudes de los mismos estados en que han ido haciendo sus mansiones.
La Italia, y seguidamente la España, fueron los países en donde se hospedaron primero, después pasaron a Flandes, y a Francia, luego se extendieron a Inglaterra, Alemania, etc. La situación de la Francia en el centro de la mejor parte de Europa, las felices circunstancias con que se engrandeció su monarquía, y que han extendido su correcto idioma, son la causa de que de un siglo a esta parte, por una especie de tácito convenio, casi universal, sea París el asiento en que, al modo de decir se han fijado. Es la oficina de donde salen los elaborados trabajos que en general sirven de reclamo y de modelo a las demás naciones, salvo el mérito de cada una y su derecho a sus inventos y adelantamientos particulares.
Nosotros como vecinos y poseedores de aquellos principios que han ilustrado estos dos últimos siglos, tenemos un urgente y vivo interés en saber el estado actual de la literatura francesa para calcular el de la nuestra, conocer la parte de nuestros antiguos derechos, que hemos ido conservando sucesivamente y la que nos falta, acercarnos al nivel de nuestros vecinos o el centro sobre cuyo eje rueda la circulación literaria y buscar los medios de conservar aquella parte, de adquirir estotra y de volver a dar la tensión y fuerza que corresponde a los muelles que tanto se han relajado y son causa de la vergonzosa decadencia que palpamos. Acordémonos de nuestros abuelos y, compendiando los progresos del siglo presente, armemos otra vez la máquina con que vuelva a alzarse el honor de la nación al grado que merece y se ponga en el debido movimiento la reputación que debe recobrar y a que es acreedora.
Esta Década o decena de cartas es como una especie de mostrador. Yo celebraría infinito que tan ligera tarea diese impulso a otra pluma de mejor temple y más desocupada que la mía, para dedicarse a formar una obra que pudiera llamarse maestra, y que, a medida de las proporciones que ya veo tan animadas por el gobierno y los establecimientos que nacen de su protección y vigilancia, se propagase la luz que aun todavía nos alumbra opacamente.
La oscuridad únicamente sirve a aquellos que se hallan bien con ella, por ocultar su ignorancia o poco saber y sus medianos talentos, suficientes solo para usar de la maña que conviene a su amor propio y a la exclusiva que su vanidad y envidia quieren imponer a los otros y atajar el resplandor que les deslumbra y descubre sus viles intenciones, o sus cortas facultades, haciéndoles merced. Estas son verdades y como tales tienen su amargo, pero este es excelente para el estómago moral, igualmente que para el físico. El demasiado dulce le estraga y también empalaga el gusto.
Tengo observado que en España hay más luces y conocimientos de lo que ordinariamente se piensa y aparece. Vivo persuadido que, bien organizadas las proporciones actuales, revivirían nuestras amortiguadas glorias y al atraso sucederían los progresos. No desmayemos, estos se preparan, se fomentan, suceden unos a otros. Consolémonos, demos ensanche a nuestro abatido ánimo, apliquemos nuestro feliz natural ingenio, reglemos nuestra aplicación, elevemos nuestro espíritu, pongamos los ojos en nuestros mayores, distingamos aquellos de estos tiempos, examinemos bien nuestra obligación, cumplamos con ella, aprovechemos nuestras disposiciones, cooperemos al bien común, justo fin de todo buen cristiano, de todo buen patricio.
PARÍS Y ENERO 11 DE 1780
Amigo y Señor: Mucho me pide vuestra merced en pocas palabras. El estado actual de las buenas letras en Francia no es asunto para satisfecho en corto número de renglones. ¿Con una cartita quiere vuestra merced salir de una curiosidad cuyo examen cuesta mucho estudio y un gran tino de crítica y discernimiento? Brava ocasión me daba vuestra merced de lucir si yo me sintiera capaz de desempeñar su encargo y una buena oportunidad de charlatanear si yo tuviera genio de hacer ostentación de mis ociosidades. Pero ni uno ni otro son géneros de mi tienda.
Con poco trabajo mío voy a dar a vuestra merced razón, no solo de lo que me pide, sino de algo más, para que vea como a veces suele ser muy fácil salir con una empresa que tiene apariencias de difícil. Basta el saber hacer buena elección de los medios y poner algún cuidado en darles un buen orden y verificar sus materiales. Me hallo a la mano con una obra de la que le iré traduciendo a vuestra merced algunos capítulos y con solo este trabajo material debe quedar satisfecha la pregunta.
Ya ve vuestra merced que no quiero darme la gloria de autor, ni caer en la flaqueza de plagiario. Me ciño a exponer por mayor el plan del asunto y a acompañarle de las traducciones que le ofrezco. En otro tiempo el que se calificaba de científico solía desdeñar la erudición y el que juzgaba poseerla con alguna amenidad, creía no deber pasar sus límites. Pero ahora son tan hermanas las ciencias y las buenas letras, que no hay ningún hombre docto que no se ejercite en estas, ni erudito que no entre en la elevada carrera de aquellas. El primer ejemplo que quiero dar a vuestra merced de esta aserción mía son los dos célebres patriarcas de la literatura francesa y filosofía moderna, Rousseau y Voltaire, de quienes hablaré a su tiempo.
Las famosas academias y la antigua Universidad de la Sorbona mantienen con los choques literarios un fuego que chispea y brilla en esta gran capital, de suerte que en ninguna otra se ven tan propagados los conocimientos de las letras y tan refinado el buen gusto.
Por una consecuencia de las vicisitudes humanas, se ha introducido en esta clase el abuso y la corrupción, de modo que el ir distinguiendo y separando una cosa de otra debe ser el cuidado del hombre sabio y de talento, cristiandad, aplicación y honradez.
Hay aquí cierta especie de doctos que se llaman «filósofos». Estos han ido tomando un grande ascendiente y se han formado un poderoso partido. Renuevan las ideas, sistemas o, por mejor decir, sectas de los antiguos filósofos, las visten a la moda, las dan lustre con el hermoso y rápido estilo de la cultivada lengua que hablan y tiene recibida toda Europa, adaptan y barnizan las paradojas de algunos impíos de los dos últimos siglos, autores despreciables, y ya olvidados, y procuran por todos los medios avasallar todo el mundo literario a su imperio. Siguen a estos otros semifilósofos de talentos muy medianos que, por vanidad y soberbia, dándose los aires de doctos, entran en su secta y partido, haciendo pueblo para difundir sus máximas y alucinar a los menos cautos. Unos a otros respectivamente se celebran y protejen y en el torbellino de sus máximas quieren envolver el mundo entero.
Contra esta multitud hay otra especie de sabios que, lejos de dejarse llevar de aquellas brillantes apariencias, han procurado descubrirlas y desvanecerlas. Entre estos sabios ha habido algunos poco diestros en el uso de sus fuerzas. Sus ataques han sido fácilmente rechazados y han deslucido por falta de dirección la buena causa de que habían tomado la defensa. Pero otros últimamente han sabido manejar sus armas y no puede justamente negárseles el triunfo. Estos mantienen en su debido decoro la religión, conservan el buen gusto de la literatura, desengañan al público imparcial que no quiere alucinarse y atajan el daño de los filósofos que adulan las pasiones humanas y tienen de su parte la flaqueza de estas, siendo más fácil lisonjearlas que combatirlas.
Sin embargo, en las ciencias cultivadas por los llamados filósofos, hay mucho bueno y en la oposición de los antifilósofos no falta ciencia sublime. No abrigan estos las supersticiones e ignorancias de otros siglos, descubren los errores de este, los distinguen, procuran limpiar la cizaña del trigo y quitar la máscara a los que, preciados de grandes hombres, ocultan sus intenciones y pretenden alzarse con el dominio de la opinión cegándose en su vanagloria y amor propio. Es digno de mucha reflexión el ver los elogios, las estatuas y la locura con que aquí se inciensa a un Voltaire. Yo nunca he podido resolverme a estimarle: le he leído, me han divertido varias cosas suyas, me han gustado otras, me han dado algunas motivo para formar concepto de su grande ingenio, pero muchas me han irritado. En el mismo caso noto que se hallan muchos hombres de juicio. Mejor opinión tengo respectivamente del ginebrino Juan Jacobo Rousseau. Este nació calvinista, aquel católico, y profesó serlo. Véanse las obras de uno y otro en el punto de religión, de que tanto han hablado ambos y obsérvese la vida y la muerte de ellos. Los dos fueron ambiciosos de gloria: pero hay mucha diferiencía entre la moderación de Rousseau y la soberbia de Voltaire, enemigo suyo, y, en cuanto a Filosofía, no tiene comparación la Lógica del uno con la del otro. En fin, Voltaire ha corrompido y escandalizado el mundo en grado supremo.
En la semana próxima remitiré a vuestra merced los dos capítulos sobre él y Rousseau en que verá el concepto que de estos dos patriarcas de la Filosofía moderna se tiene aquí por los que no son sus sectarios. Hago la traducción lo más literalmente que es posible, a costa de caer en algunos galicismos, para que vuestra merced no pierda nada del sentido y espíritu de este juicioso parecer.
Más adelante remitiré a vuestra merced una noticia del concepto que merecen aquí el poeta Juan Baptista Rousseau, el filosofo Maupertuis, el diarista Freron y otros a quienes maltrató el atrabiliario Voltaire, que era cruel contra los que le competían o no se ponían bajo de sus banderas. También daré a vuestra merced una idea de los actuales sucesores suyos D'Alembert, Diderot y de la turba de filósofos sus secuaces, igualmente que de algunos otros que se desdeñan serlo y siguen muy diverso partido. Espero merecer la aprobación de vuestra merced, darle gusto y satisfacer su curiosidad hasta el término a que por ahora alcancen mis fuerzas y me permitan mis ocupaciones y tiempo.