El presbítero navarro José Goya y Muniain (1756-1807), reconocido helenista, formó parte del cuerpo de la Real Biblioteca desde 1784, por iniciativa de su protector, Francisco Pérez Bayer. En 1798 vio la luz su traducción a la Poética de Aristóteles, como texto fundacional de la preceptiva literaria, que Goya y Muniain presenta en su mejor forma en castellano hasta entonces conocida.
La traducción fue un encargo del ministro y embajador José Nicolás de Azara quien, desde Roma, solicitó a la Real Biblioteca que se elaboraran ediciones de mérito de los autores de la antigüedad clásica. El bibliotecario mayor eligió al reconocido helenista para desempeñar esta tarea. Una vez finalizada «se remitió original a examen de inteligentes en Roma» donde, tal y como menciona Menéndez Pelayo, pudo ser revisada por el exjesuita Esteban de Arteaga y, con toda seguridad, por el propio Azara.
La dedicatoria a Gaspar Melchor de Jovellanos inaugura la sucesión de elementos que identifican a esta poética con el reformismo estético desarrollado durante todo el siglo e intensificado en su segunda mitad. Es propio, sostiene, de una nación culta contar con una buena edición de la Poética de Aristóteles, para que su producción literaria no ceda a los excesos de la imaginación ni se aboque al descuido de la norma. Por tal motivo, incorpora en sus notas menciones constantes a autoridades antiguas, modernas y contemporáneas canalizadoras de la estética clásica como es Horacio, pasando por Castelvetro, el Pinciano o Boileau hasta alcanzar a Batteux, Montiano y Luyando, Luis José Velázquez o el propio Ignacio de Luzán. Esta deriva clasicista no permite relacionar el proceder estético de Goya y Muniain con un dogma establecido, puesto que también participa de la reivindicación de corte nacionalista de la poesía castellana, máximo exponente del buen gusto causado, según el traductor, por el conocimiento y la imitación de los autores antiguos, especialmente, de autores griegos. Resulta perceptible, además, la cercanía con la sensibilidad decimonónica en su reivindicación de los textos en prosa (p. 109), en su amable opinión de La Celestina (pp. 108-109; 113) y en su defensa del teatro siglodoresco español (Calderón pp. 111 y 115, Lope p. 124), aspectos, como ha señalado Checa Beltrán, alejados de un clasicismo ortodoxo.
La traducción consta de cinco partes: la dedicatoria a Jovellanos, una introducción con el título «Al que leyere» (pp. I-VIII), un retrato de Aristóteles procedente de la Historia de la vida de Marco Tulio Cicerón, traducida por Azara a partir de la obra de Middleton, el texto de la poética en griego, siguiendo la edición de Roberto Foulis dada a luz en la ciudad de Glasgow en 1745, la más fiel reconocida hasta entonces, junto a la traducción castellana (pp. 2-95) y, por último, un aparato de notas con el título «Notas para la mejor inteligencia de la Poética de Aristóteles» (pp. 97-138).
Los paratextos incorporados a la presente obra constatan el intento por hacer llegar al mayor público posible la «inteligencia» de Aristóteles. Por ello, Goya y Muniain no se limita a reproducir el texto de los anteriores traductores del Estagirita; reconoce haber seguido de cerca la traducción de Ordoñez das Seixas, publicada originalmente en 1625, y reeditada en 1778 con enmiendas y notas de Casimiro Florez Canseco. Asimismo, admite haber podido seguir de cerca la traducción de Vicente Mariner, alabada como la más veraz, aunque con un estilo menos suelto y agradable que la de Goya y Muniain. Reconoce también haber dejado de lado problemas de interpretación para lo que propone compensar dando a conocer la controversia entre Carlos Sigonio y Francesco Robortello sobre algunos pasajes oscuros del texto aristotélico. Todo lo anterior se encuentra acompañado de un rico cuerpo de notas al final del texto.
García Yebra ratifica el éxito de la traducción de Goya y Muniain que pervivió en las ediciones de la Poética hasta los años 70 del siglo XX.