Biblioteca de la Lectura en la Ilustración
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Identificación

La mort d'Abel. Tragédie en trois actes et en vers

Gabriel-Marie Legouvé
1793

Resumen

El parisino Gabriel Marie Legouvé (1764-1812) estrenó en 1792 la tragedia La mort d'Abel en la que trataba el tema del fatricidio bíblico. Sigue con ello el famoso poema en prosa La muerte de Abel (1758) del autor suizo Salomon Gessner (1730-1788), conocido en toda Europa por sus idilios pastoriles.

Legouvé defiende, según expresa en el «Prefacio» antepuesto a la edición de 1793, la oportunidad de tratar un tema bíblico en el teatro. Además de su admiración por Gessner, el asunto le parece muy apropiado por los sentimientos y pasiones que expresa y la capacidad intrínseca de generar en el público la conmoción y el terror inherentes al  género trágico. Considera a su vez injustas las críticas recibidas por este motivo, así como por representar en escena la muerte de Abel a manos de su hermano. De algún modo, la tragedia de Abel se presenta como una renovación del género, más sensible y emocional, más patética y moral y, en defintiva, más acorde con los sentimientos públicos tras la Revolución.

La obra fue traducida en España por Antonio Saviñón teniendo también una repercusión notable. 

Descripción bibliográfica

Le Gouvé, [Gabriel-Marie], La mort d'Abel, tragédie, en trois actes et en vers, par le Cityen Le Gouvé. Representé, pour la premiére fois, au Théâtre de la Nation, le 6 Mars 1792, Paris: J. G. Mérigot, 1793.
2 hs., XXIV pp., 64 pp., 8º. Sign: BNF, Tth-12264.

Ejemplares

Biblioteca Nacional de Francia

 http://catalogue.bnf.fr/ark:/12148/cb37239891t
 ark:/12148/bpt6k48309n

Bibliografía

Fortunati, Vittorio, «G.-M. Legouvé, La Mort d’Abel», Studi Francesi [Online], 183 (LXI/3) 2017. Consultado il 07 janvier 2025. URL: http://journals.openedition.org/studifrancesi/10581; DOI: https://doi.org/10.4000/studifrancesi.10581

Peralazzo, Paola, «"Un hermano es un amigo que nos da la naturaleza": Las fraternidades problemáticas de La muerte de Abel de Gabriel Legouvé", en ​​​​​Fièvre et vie du théâtre sous la Révolution française et l'Empire, ed. Julian, Thibaut y Vincenzo De Santis, Garnier, pp. 23-39. 

Cita

Gabriel-Marie Legouvé (1793). La mort d'Abel. Tragédie en trois actes et en vers, en Biblioteca de la Lectura en la Ilustración [<https://bibliotecalectura18.net/d/la-mort-dabel-tragedie-en-trois-actes-et-en-vers> Consulta: 07/02/2025].

Edición

PREFACIO

Son pocas las personas que no conocen el poema La muerte de Abel de Gessner. Esta obra, una de las obras maestras de la literatura alemana [1], y que, con algunas extensiones, sería digna de aparecer con honor en la nuestra por la sabiduría del plan y la elocuente sencillez de la dicción, esta obra, digo, no puede ser leída sin derramar estas encantadoras lágrimas, beneficio de las artes imitativas de la naturaleza. Advertido por las lágrimas que siempre vertía al leerlo, pensé que este poema, puesto en acción, produciría todavía un efecto mayor. La reflexión confirmó mi opinión de que poseía tanto cualidades dramáticas como cualidades épicas, y que podía presentar una tragedia que fuera a la vez nueva y patética. Me atreví a intentarlo y esta fértil mina, a medida que ahondaba en ella, me descubrió nuevos tesoros y me ha hecho sentir todo lo que habría podido extraer una mano más hábil que la mía. 

Este proyecto ha parecido más que osado: las costumbres de los tiempos, los nombres de los personajes que se ponen en ridículo, las tradiciones que envuelven el tema y sobre las que a menudo se bromea, todo nos hizo considerar la muerte de Abel como imposible de ser puesto en escena. Sin duda, este tema presentaba al teatro obstáculos difíciles de vencer y las causas que parecían deber excluirlo, eran peligros reales que solo la habilidad del arte y la magia de la poesía, que sabe embellecerlo todo, podían superar. Pero, por otro lado, ¡qué recursos!, ¡qué ventajas hay para ayudar al talento más débil!, ¡qué materia rica en sentimientos, en imágenes, en situaciones! De hecho, ¿este tema no ofrecía en el personaje de Caín uno de los papeles más enérgicos y brillantes que se puedan dibujar y, en su total oposición con el de Abel, un contraste verdaderamente teatral y del que pocos temas son capaces? ¿No ofreció en la dulzura y la ternura de uno, en el odio y la ferocidad del otro, los caracteres, las pasiones que son el alma de la tragedia, un nudo en los esfuerzos de Adán por reconciliar a sus dos hijos y en la muerte de Abel una catástrofe muy patética, tanto por el interés que inspira un hermano muerto a manos de su hermano, como por el que resulta de la idea tan dolorosa y tan imponente del primer asesinato? ¿No vemos en hechos tan felices los dos grandes motivos de la tragedia, el terror y la piedad?

Con estos dos méritos, este tema reúne ventajas que le son particulares. Quiero decir nuevas costumbres en nuestro teatro, la pintura de la conmovedora sencillez de la naturaleza primitiva y de los objetos que rodearon la infancia del universo, estos cuadros tan sorprendentes de la insignificancia del hombre colocada junto al poder del creador y del duelo de los primeros humanos llorando por la primera víctima de la muerte, en fin, esta antigua ilusión donde a la poesía gusta perderse, donde, remontándose a través de los tiempos, aparece envuelta en su augusta oscuridad como de una nube religiosa, donde su voz parece salir más elocuente y más majestuosa.

Estos complementos, hechos para hacer la acción aún más atractiva y dar religiosidad al estilo, contribuyeron a decidirme. Pensé que los espectadores, hasta hoy transportados por la tragedia a la estancias de los vencedores del mundo o a las cortes de los soberanos, me seguirían con gusto a una nueva dimensión y se verían con más interés junto a la cuna del género humano. Pensé que, sobre todo en este momento en que la libertad debe alejar los espíritus del lujo y de la corrupción para devolverlos a la sencillez y la verdad, preferirían al aparato de la grandeza romana y del poder real, el espectáculo de los detalles rústicos de la vida de nuestros primeros padres, la urbanidad, la elegancia de la moral educada, la franqueza de la moral pastoral, y al lenguaje brillante del heroísmo, los suntuosos impulsos de naturaleza convencional, los movimientos más auténticos de la primera naturaleza, estos afectos originales del corazón humano, estos sentimientos nacidos con nosotros que precedieron a todas las instituciones y que siempre recuperan sus derechos sobre los hombres reunidos. Finalmente pensé que un gran crimen, situado en la época en que comenzaron los siglos y los crímenes, golpearía con más intensidad haciendo que la imaginación, a la que le gusta extenderse, tuviera un espacio más amplio.

Seguí el camino del poema de Gessner, que me sostuvo en el sendero resbaladizo en el que entré por primera vez, incluso lo imité en un gran número de pasajes. Pero hice añadidos considerables, sea para desarrollar los personajes que había menos desarrollados, sea para el diálogo, del que un poema solo puede ofrecer un modelo imperfecto y que tuve que crear casi enteramente. Para adaptar estas adiciones a las imitaciones, para destacar la originalidad al tema y obtener todas las bellezas que pude tomar prestadas de Gessner, adopté una forma de ejecución que quizá cumplí muy débilmente, pero que creo que debo explicar.

He sembrado mi tragedia de detalles religiosos, se entiende fácilmente el motivo. El primer hombre, rodeado de las maravillas de la creación y sin poder morar a su alrededor sin encontrar un objeto que halagara sus sentidos o su alma, debía dar gracias continuamente al creador y, a cada sorpresa, a cada disfrute, a cada sensación de placer o de admiración, sus manos debían elevarse hacia su autor, que parecía haberse complacido en prodigarle sus beneficios. Los detalles religiosos fueron entonces indispensables en la muerte de Abel, pero, como son generalmente poco apreciados, creí darles algún interés fundándolos en la acción, presentándolos como el efecto debido al trato instantáneo que podría existir entre Dios y su criatura, y revistiéndolos de una apariencia análoga a la infancia del mundo. 


En segundo lugar, desarrollé mucho los caracteres y amplié las escenas para amenizar la sencillez de la acción. y en esto obedecí las reglas del arte dramático. Pero, en lugar de las tragedias simples y conmovedoras de nuestros maestros y sus alumnos, se han hecho bosquejos donde todas las escenas están apagadas, todos los personajes perfilados, donde la acción se precipita, donde los combates, los cambios de puñales, los acontecimientos multiplicados, las máquinas se prodigan en lugar del juego de las pasiones y de la pintura del corazón humano, los desarrollos transcurren a lo largo, y es necesario, cuando se utilizan, demostrar la necesidad y sus ventajas. Siempre oigo decir, mientras se desarrolla una obra, que ralentizan la acción. ¿Cómo no sentir, por el contrario, que ellos solos, si son tratados con elocuencia y verdad, la sostienen y elevan llevando a la cumbre el interés? Estos golpes dramáticos, que amenizan una trama complicada y donde los más ingeniosos valen menos y cuestan menos esfuerzo que diez versos de sentimiento o una palabra trágica, estos golpes de teatro, digo, excitan por un momento la curiosidad y nunca la sensibilidad, los ojos se asombran, el espíritu algunas veces queda satisfecho y el efecto no sobrevive al espectáculo.

Pero los personajes dibujados en todos sus rasgos, las pasiones seguidas en sus detalles más delicados, el corazón presentado en sus afectos más secretos, los matices hábilmente manejados, la exacta relación de las situaciones con los personajes, la calidez y naturalidad de los diálogos, la sucesión progresiva de movimientos y escenas, conducen gradualmente al espectador a los términos finales del terror y de la compasión, lo atraen, lo presionan, lo arrastran, traen a su alma todas las sensaciones, todas las tormentas que agitan a los personajes, y dejan allí estas impresiones profundas, estas largas emociones, el verdadero propósito y el triunfo del arte dramático.

En tercer lugar, agregué algunas expresiones familiares en la muerte de Abel. Juzgamos que los pensamientos de los primeros humanos eran muy ingenuos y su lenguaje excesivamente simple. He debido, para hacerles hablar según sus costumbres, acercar mi dicción al lenguaje común tanto como me lo permitía la dignidad y la escrupulosidad de la versificación francesa, y darle un tono diferente al de nuestras tragedias, ya que nadie ha presentado personajes como los míos y localizados en una época tan remota. Así, tuve cuidado de no utilizar metáforas tomadas de las ciencias, ni imágenes relativas a las artes, ni palabras creadas por la civilización, las instituciones sociales, los cambios en las costumbres, nada, en fin, de este lenguaje brillante y ampuloso del que se compone el estilo de los grandes maestros y que, en boca de nuestros primeros padres, habrían supuesto ideas que no podrían tener. Reforcé la expresión única de imágenes y sentimientos primitivos, y se entiende que esta obligación de pintar al hombre en su desnudez moral me llevó necesariamente a cierta ingenuidad en términos y pensamientos, y si queremos pensar sobre el estrecho círculo en el que me circunscribí para asociar esta ingenuidad con la nobleza y calidez que requiere la tragedia, nos daremos cuenta de lo que debió costar escribir la muerte de Abel.

Sin embargo, no debemos concluir que presento a los primeros hombres con la ignorancia en la que quizá se encontraban; no hubiera habido manera entonces de hacerles decir una palabra. Tuve que adaptarlos al escenario en que los situé. En el teatro, la naturaleza es absolutamente elección y el lenguaje, convención. Según este principio, tenía derecho, sin perjudicar las conveniencias del tema, a atribuirle sentimientos e ideas que pudo no tener, pero que la verosimilitud dramática, la única admisible en la escena, me permitía suponerlas, así como tenía derecho a hacerlos hablar en verso, aunque seguramente ni ellos ni ninguno de los personajes trágicos se expresaron jamás así. Creo que no necesito decir más para refutar a quienes me han acusado de no haberme limitado lo suficiente a la gravedad del tema y de haber utilizado expresiones e imágenes inapropiadas.

Finalmente, intenté algunos cuadros que no se han presentado todavía en el teatro para que el espectáculo de esta obra fuera tan nuevo como su moral y sus personajes. Aunque estos guardan relación con el tema, los amplían, están destinados a resaltar los personajes, quizá podrían hace unos años parecer una innovación demasiado audaz, pero hoy en día deben ser vistos de forma más favorable. La revolución, habiendo enseñado a todos los ciudadanos sus derechos y su grandeza, y haciéndoles testigos y actores del acontecimiento más inesperado, les ha inspirado el gusto por las cosas extraordinarias y la necesidad de emociones fuertes. Se necesita dotar de más efecto y energía a la tragedia, a menudo tímida y afeminada, pero, para lograrlo, también debemos darle más libertad; no esta libertad peligrosa, que llevaría monstruosidades a la escena y la retrotaería a su primera barbarie, sino esta libertad sabia, que tiende a rechazar las reglas de la convención, de las que no resulta ninguna belleza, para aumentar el arte según las de la razón, la naturaleza y el genio, a hacer su representación más majestuosa, su carácter más verdadero y elevado, en una palabra, a cumplir el precepto dejado por Voltaire, este gran modelo del interés teatral, de realzar la acción mediante la pompa del espectáculo y de hablar a los ojos para que actúen con más fuerza sobre el alma.


Agradezco a los señores periodistas sus alentadores elogios que su amabilidad me brindó, e incluso su censura. Sin embargo, dos críticas no me han parecido fundadas. Como me parece que atacan más al arte que a mi obra, creo que debo combatirlas. No me propongo más que responder como una duda que someto a jueces ilustrados.

La primera crítica se refiere al asesinato de Abel, que, presentado ante el público, parece un espectáculo más repugnante que conmovedor. Nos gustaría que lo hiciera entre bambalinas. Me parece que esto resultaría un defecto mucho mayor. Caín, al perseguir a su hermano para golpearle, merecería el reproche de haber tenido tiempo para reflexionar y se volvería todavía más odioso que si lo matara en un primer momento. Además, el efecto se atenuaría tanto que no habría más terror y, en consecuencia, tampoco más tragedia: «Esto es demasiado fuerte», dicen. ¡Eh! Son precisamente estas situaciones violentas las que constituyen la tragedia: cuanto más se encoje el alma del espectador y siente impresiones fuertes y desgarradoras, más se cumple el objetivo del arte. Orosmane apuñala a Zaire en el teatro, ¿no parece esta escena el colmo del patetismo? Sin embargo, esta muerte no es más horrible que la de Abel y seguramente un hermano que mata a su hermano no es más repugnante que un amante que apuñala a su amada. Siempre pensé que el momento en que Horacio mata a su hermana produciría un efecto mayor si lo ejecutaba en el escenario. No debemos ocultarlo: es este miedo a mostrar demasiado terror, es este cuidado pusilánime de preservar la sensibilidad de nuestros pequeños maestros y de nuestras pequeñas cobardías lo que ha debilitado la tragedia farncesa y ha dado ventaja a los teatros extranjeros, por lo demás tan inferiores al nuestro, por la fuerza de las situaciones y la energía de los cuadros.


La segunda crítica se refiere a la elección del tema, que se considera sin interé. He aquí como lo sostienen: 

El asesinato de Abel no puede justificarse, pero no podemos estar en desacuerdo con que los celos de Caín están realmente motivados por la ternura de sus padres, inegablemente demasiado desigual. La parcialidad de Dios, en el momento del sacrificio, que es el sello de la reconciliación de los dos hermanos, es tan evidentemente injusta que engañar el espíritu de Caín a través de un sueño que le hace ver en el futuro la degradación de su raza, lo está empujando al crimen para castigarlo por ello y que así hacer morir al justo Abel a manos de un hermano furioso, es una acción tan cruelmente ridícula como condenar al género humano por una manzana. Es, pues, imposible que el alma se aferre a algo que la razón rechaza, que el espíritu no puede creer, y antes de ser tratado, hay que estar persuadido. 

Me parece difícil reunir más errores para defender una mala crítica. Creo poder demostrarlo.

Era necesario, en un tema como la muerte de Abel, donde el hombre está tan cerca de la divinidad, que la divinidad dominara enteramente la obra, y que el hombre, abrumado por su omnipotencia, apareciera allí como instrumento de sus designios eternos. Debe incluso resultar de sumo interés. Nada más propio del teatro que esta influencia celestial y esta serie de acontecimientos sobrenaturales que llevan a un ser, a pesar de todos sus esfuerzos, a la desgracia o al crimen al que su destino lo ha condenado. Nos gusta ver utilizar estas fuerzas irresistibles del destino y desplegar ante nuestros ojos el espectáculo de una de sus víctimas luchando siempre contra su destino y siempre subyugadas por él. Edipo, Orestes son pruebas incontestables. Creemos identificarnos en estos personajes que nos recuerdan estos movimientos secretos, cuya influencia superior nos arrastra hacia lo que nuestra razón nos ordena evitar.

En cuanto a la parcialidad e injusticia de que se acusa a Dios hacia Caín, esta objeción carece de fundamento. El rechazo del sacrificio de Caín está motivado por su ausencia a la oración y sobre todo por admitir él mismo hace después del sacrificio que nunca amó a su hermano.

¡A mí! Vete, si en este lugar dije que te amaba,
Traidor, te engañé, no te he amado jamás. 

¿No es eso suficiente para justificar a Dios?

Pero diré más: este rigor de Dios, sea justo o no, es un hecho escrito y conocido, y eso me basta para haberlo podido llevar al teatro puesto que el resultado es dramático. ¡Eh! ¿Por qué nos sorprendería semejante motivo?. ¿Por qué no prestarnos en escena los hechos que nos proporciona la Biblia cuando admitimos sin esfuerzo las quimeras de la mitología y los dogmas extravagantes de la religión pagana?. ¿Dios, en la muerte de Abel, ofrece la razón y la equidad más que los dioses del paganismo que sin causa conducen al virtuoso Edipo al incesto y al parricidio y que llevan del brazo a Orestes al seno materno, y sobre todo Diana que en Ifigenia ordena a Agamenón que sacrifique a su hija porque accidentalmente mató a una cierva que le estaba consagrada?. Estas fábulas, tan absurdas y tan repugnantes como son, no nos impiden, sin embargo, ver con el mayor interés las obras de que forman parte.

Tales ejemplos prueban hasta qué punto este principio de la crítica «antes de ser tocado, hay que estar convencido» se opone a la experiencia y al conocimiento del corazón humano. De hecho, por el contrario, tan pronto como el alma se conmueve, no permite más que el pensamiento reflexione. No, no venimos al espectáculo a creer, venimos a sentir y nos contentamos con una verosimilitud ideal. La tragedia, sujeta a los efectos de la ilusión, a las impresiones de la imaginación, a los requisitos de la poesía, admite todos los hechos conocidos que le son favorables y, diga lo que diga el crítico, los hechos de la Biblia son de aquellas en que sobre todo se debe buscar, en que el trato inmediato y continuo que establecen entre el hombre y la divinidad habla al alma del espectador y añade una verdadera magia al prestigio de los versos y de la representación. Por tanto, solo desde una perspectiva poética se debe considerar lo religioso en el tema de la muerte de Abel. Pero parece que el crítico tiene una decidida aversión a todo lo santo: se extiende incluso a Polieucte y Atalía, que considera obras «sin encanto y cuyo efecto se pierde porque son propias —dijo—, para mantener pensamientos de superstición y error»¿No daría el crítico motivos para creer que ve en Corneille y Racine casuistas y en sus versos artículos de fe?.

No citaré el éxito que la obra ha obtenido como prueba de todo lo que he expuesto. No niego que se lo debo a la indulgencia que siempre muestra el público ante una primera obra y a la interpretación sublime de los actores. Solo me permito hablar de ello para rendirles homenaje.

Hacía mucho tiempo que no se representaba una tragedia con tanta superioridad y conjunto. El señor Staint Prix mostró en el papel de Caín una verdad, una calidez, una energía, una profundidad, que están por encima de todo elogio. El señor Dupont vertió en el papel de Abel todo ese encanto, ese carácter afable, esa sensibilidad verdadera y penetrante que caracterizan su talento y que hacen de cada espectador menos un admirador que un amigo. El señor Vanhove ha marcado a Adam con el carácter más conmovedor y venerable. La señorita Thénard y la señorita Fleury interpretaron los papeles de Thirza y ​​Mehala lo mejor que pudieron. Pero no hay expresión que pueda expresar la benevolencia con la que la señorita Raucour, sintiendo que su sola presencia sería útil para la obra, aceptó el papel de Eva, su habilidad para señalar la insignificancia de este papel mediante el más bello desarrollo de sus ventajas exteriores y una pantomima muy pintoresca, finalmente el celo entusiasta que mostró en defender constantemente mis intereses, antes y después de la representación. Sus talentos me enseñaron a admirarla, sus acciones me enseñaron a apreciarla.

  1. Salomon Gessner era suizo.