Tras su continuación de La Galatea cervantina, Mis pasatiempos (1804) supone el segundo acercamiento de Cándido María Trigueros (1736-1798) a la narrativa de ficción dieciochesca. Este particular conjunto de novelas cortas, cuentos y «anécdotas», publicado ya de forma póstuma, será el fruto de una ultimísima producción donde se conjugan y entremezclan invención, traducción, adaptación y copia. La suya ha sido una carrera literaria por la innovación y el adelantamiento ilustrados, pero también un espacio fecundo para el juego autorial y la expresión del renovado debate sobre el papel de creadores y público. Introductor en España de la poesía filosófica a la manera de Pope, Trigueros fue también uno de los primeros cultivadores del teatro larmoyante en nuestro país y el más valorado refundidor de las comedias de Lope, siempre consciente de que el proyecto ilustrado de utilidad pública pasaba en lo estético por una mirada más allá de los Pirineos. Esta convicción explica su estrecha relación con la traducción —rara vez sometida en su caso a la fidelidad del texto— y el incansable espíritu observador que siempre mostró hacia las nuevas corrientes filosóficas y literarias, desde Voltaire a Gessner, pasando por Metastasio.
Por todo ello, tampoco le fue ajeno el progresivo auge de la novela, especialmente de la inglesa, a finales de siglo, que ya amenazaba Romanticismo y que irremediablemente iba aparejada a la moda de las traducciones y su venta por entregas en los periódicos. Más allá del ligero desdén que el género podía provocarle como neoclásico, muchos de estos títulos suponían para el escritor toledano la expresión última del mal gusto, la corrupción de las costumbres y el maltrato a que se sometía la lengua castellana y su literatura, presa de las inclinaciones frívolas de su público, a cada lectura más atraído por un anodino y pasional delectare. En suma, un escollo al proyecto ilustrado de utilidad y corrección públicas que, además, desaprovechaba el potencial de la novela para transmitir un mensaje edificante, real, vívido.
Forzado por el brete en que lo sitúa el devenir editorial de los tiempos y a la vez animado por el éxito que pueda obtener de ello, Trigueros presenta su alternativa: un almacén de fruslerías agradables. Diecisiete relatos divididos en dos tomos que en realidad poco esconden su propósito moralizante y en los que afloran unas dosis cuidadas (aunque crecientes) de sentimentalismo. Educación, felicidad, honor, costumbres, amistad, fidelidad e incluso distopía o mundo caballeresco son los grandes temas que vertebran estas piezas de origen dudoso. A consecuencia de la propia libertad de creación que Trigueros reivindica en la obra, ya advertía Aguilar Piñal en su imprescindible biografía de las dificultades que planteaba desentrañar la verdadera fuente de cada relatoa, tarea que desde entonces se han echado a las espaldas, y con resultados reveladores, diversos estudiosb.
Pero no es en la incógnita donde reside el mayor interés de Mis pasatiempos. Su lectura nos sumerge en el último Trigueros, en una senectute literaria de vasto conocimiento estético que no aminora su escrutinio de los géneros y corrientes más hodiernas. Cuando en mayo de 1798 el librero Juan Yuste pide licencia de impresión para la obra, a pocos días de su fallecimientoc. Trigueros es ya un hombre de Corte. Tras más de treinta años plenamente inmerso en la vida cultural e institucional sevillana, ha alcanzado el final de su trayectoria instalado en Madrid, como supernumerario de la Real Academia de la Historia y bibliotecario de los Reales Estudios de San Isidro. Algún que otro desengaño y, sobre todo, una serie de dolencias que aqueja desde hace tiempo le acompañarán en sus últimos años, y es posiblemente esta madurez intelectual, académica y algo irreverente la que observamos en el «Prólogo, desengaño o engañifa» que encabeza el primer tomo. La justificación ético-estética de la obra se enuncia desde una suerte de contra poética donde impera ya la libertad de sus supuestos. La novela, en los mimbres que por lo general la sustentan, le resulta superficial y tediosa, y sus ficciones, salvo escasísimos títulos, alejan de la corrección y el progreso a un aturdido público.
A este perjuicio viene a sumarse una labor de traducción decidida a importar toda novedad foránea en su literalidad, lo que sin duda predispone la mencionada ambigüedad trigueriana en torno a la originalidad de sus creaciones. Pocas informaciones clarifican esta cuestión, como la nota incluida en La erudita, que se revela como un parafraseo de lo que también formulará el prólogo:
Aunque nos hemos esmerado en que toda esta novela sea original y de nuestra invención, en este y los siguientes cuentos hay algunas ideas y cosas que se hallan en otros libros, pero abreviándolo, mudándolo, quitando y añadiendo lo hemos hecho todo nuestrod.
La intrascendencia acordada al verdadero germen de cada relato ha de leerse también desde dicha perspectiva contraria a la literalidad de las malas traducciones y que, muy al contrario, premia un savoir faire de la adaptación. Tanto el ejercicio de la imitatio como el significado mismo de originalidad responden, en una parte, a las concepciones inherentes a su tiempo y, en otra, a las nuevas que los términos están adquiriendo en el periodo de entre siglose, lo que solo acrecienta nuestro interés por conocer en lo posible la que fuera su biblioteca de creaciones, el gabinete del escritor.
Con algo más de 300 páginas, el primer tomo de Mis pasatiempos incluye tres novelas cortas (El criado de su hijo, El casado que lo calla y Cuatro cuentos en un cuento, que a su vez consta de La erudita, El náufrago esclavo, Salerosa y El naturalista en América), una anécdota (La mujer prudente) y un cuento (Adelaida). El segundo tomo, de similar extensión, recoge el cuento arábigo-hispano La hija del visir de Garnat; los «sueños» El mundo sin vicios y El santo Hasan; una anécdota arábigo-española, El juez astuto, la titulada Los dos desesperados y la de El egipcio generoso; El paraíso de Shedad, un cuento árabe; La vida de don Alfonso Pérez de Guzmán el bueno; y la «historia de caballería andante» Bliomberis.
Con todos ellos busca Trigueros servir de contrapeso a tan nocivas modas y de buen abrigo moral a ese lector de gusto extranjero y ávido de entretenimiento. La heterodoxia del otrora beneficiado de Carmona, que con atrevimiento nutrió el grupo de los neoclásicos más aventajados, tiene en lo social los confines mismos que le imponen su fe y los preceptos típicamente ilustrados. A ellos se debe el último trabajo del toledano, que vuelve a apostar por una retórica del bien común, la felicidad y una rigurosa virtud. Más allá de este compromiso, en Mis pasatiempos ha visto la crítica una magnífica oportunidad para asomarse a los debates en torno a la originalidad de la obra artística y su interpretación del mundo. La postura trigueriana se adelanta a los deseos de verosimilitud y realismo que se consolidarán en la ficción de las décadas siguientes y resultan fundamentales para completar una teoría dieciochesca de la novela. Ya sea desde la traducción, la copia o la declarada influencia, esta obra es, además, una ventana abierta a la literatura extranjera de finales del Setecientos.
Véase Aguilar Piñal, Francisco, Un escritor ilustrado: Cándido María Trigueros. Madrid: CSIC, 1987, p. 257.
Véase García Garrosa, María Jesús, «Trigueros traductor de Mercier: sobre el origen de un relato de Mis pasatiempos», en El siglo que llaman ilustrado. Homenaje a Francisco Aguilar Piñal. Coord. por Joaquín Álvarez Barrientos y José Checa Beltrá, Madrid: CSIC, 1996, pp. 391-97; Cantos Casenave, Marieta, «El cuento en el siglo XVIII: una propuesta para el rescate y estudio de un género olvidado», Cuadernos Dieciochistas, 3 (2002), pp. 113-32 [https://revistas.usal.es/dos/index.php/1576-7914/article/view/3792]; Carrasco Urgoiti, María Soledad (2002). «La hija de visir de Garnat (1804) por Cándido María Trigueros (adaptación de un cuento oriental)», en Morada de la palabra: homenaje a Luce y Mercedes López-Baralt. Ed. por William Mejías López, San Juan: Universidad de Puerto Rico, 2002, I, pp. 398-407; Rodríguez Gutiérrez, Borja, «Cuentos morales en los periódicos dieciochescos», Cuadernos de Ilustración y Romanticismo, 9 (2011) pp. 121–34 [https://revistas.uca.es/index.php/cir/article/view/338]; Lorenzo Álvarez, Elena de (2014). «'Alteraré, mudaré, quitaré y añadiré’. Nuevas fuentes de los pasatiempos de Trigueros», Bulletin of Spanish Studies, 91 (2014), 9-10, pp. 187-198 [http://dx.doi.org/10.1080/14753820.2014.962911].
Véase Aguilar Piñal, Francisco, Un escritor ilustrado: Cándido María Trigueros, Madrid: CSIC, 1987, p. 255.
Trigueros, Cándido María, Mis pasatiempos. Almacén de fruslerías agradables, Madrid: Viuda de López, 1804, T. I, p. 106.
Véase Álvarez Barrientos, Joaquín, La novela del siglo XVIII, Madrid: Ediciones Júcar, 1991, p. 342.
Descripción bibliográfica
Trigueros, Cándido María, Mis pasatiempos. Almacén de fruslerías agradables, por el último continuador de La Galatea, don Cándido María Trigueros- Tomo I. Madrid: Viuda de López, 1804.
xxiv + 311 pp.; 8°. Sign.: BNE 3/2492.
Carrasco Urgoiti, María Soledad, «La hija de visir de Garnat (1804) por Cándido María Trigueros (adaptación de un cuento oriental)», en Morada de la palabra: homenaje a Luce y Mercedes López-Baralt, Ed. por William Mejías López, San Juan: Universidad de Puerto Rico, 2002, T. I, pp. 398–407.
García Garrosa, María Jesús, «Trigueros traductor de Mercier: sobre el origen de un relato de Mis pasatiempos», en El siglo que llaman ilustrado. Homenaje a Francisco Aguilar Piñal. Coord. por Joaquín Álvarez Barrientos y José Checa Beltrán, Madrid: CSIC, 1996, pp. 391-97.
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El furor con que acreditan nuestras gentes la futilidad de sus lecciones entregándose a la de las novelas y la experiencia de que, aunque sean tan malas, tan largas, tan pesadas y tan ruinmente escritas como LaCasandra [2],encuentran a millares personas que quieran hacer alarde de su mal gusto dando primera y segunda vez su dinero por ellas. Este furor de los muchos que leen solamente cosas fútiles ha suscitado una plaga de los que se alquilan con nombre de autores para despojar de pesetas, de tiempo y de aprovechamiento a cuantos fueren tan poco cautos que no conozcan la asechanza y que ni aun el lenguaje es a propósito para hacerles olvidar que pierden el tiempo. Al fin se compran y se leen unos inmensos conjuntos de mentiras insulsas, frías, monstruosamente filosóficas y que para nada pueden servir, sino para acabar de apestar las costumbres, que ha largo tiempo que no están muy sanas [3].
Nos inundan por todas partes con novelas, historias, cuentos y anécdotas, y la intolerable persecución de los malos traductores, no contentándose con oprimirnos con toda la apestada pócima de los escritores ultramontanos, nos la presentan por lo común en una jerigonza o idioma tal y tan bueno que, si no los conjuran como a la langosta o los contienen a fuerza de latigazos, Dios haya perdonado la lengua castellana [4].
Pero aún sería menos perniciosa esta plaga si no tuviese otras peores calidades. Tales obras, que por todos respetos son a lo menos despreciables y tal vez abominables, nos intentan persuadir que son el medio más proporcionado para la corrección moral de la sociedad y un sabroso antídoto contra la corruptela [5]. De letra de molde se ha publicado pocos meses ha que, sin otro maestro ni otro libro que ciertas novelas que allí se nombran y son harto triviales, que se puede perfeccionar la gran obra de nuestra educación nacional. ¡Ay de nosotros, si tal disparate creyéramos! Pero a cada instante se esparcen prospectos de obras nacidas en tierras extranjeras que se dicen «vertidas» al castellano (como quien vierte un vaso inmundo en un lugar sucio) [6], y son novelas de muchos tomos, como quien dice de muchas leguas de andadura. Sus anuncios manchan las gacetas y los diarios con los desmesurados y descomunales elogios que en ellos rebosan. Ya se ve, como que son escritos por los interesados, que a nada tienen miedo sino a la falta de venta [7].
Cualquiera de estas obras, si somos tan bobos que los creemos, es la mejor que se ha escrito: unas se proclaman (recíbamelo Dios en descuento de mis pecados) como más dignas de aprecio —por la invención, por la gracia y por la perfección— que la misma historia de Don Quijote de La Mancha; otras, como el modelo de la buena crianza y modales. Todas son el non plus de la perfección y el arte, y no hay una que no pinte con suma verdad y exactitud las acciones y pasiones del hombre sociable. ¡Qué felicidad de novelas! [8].
Humanidad, sentimientos, sensibilidad, principios, formación y toda la restante lista de palabrotes, vertidos o sin verter, de la nueva jerigonza [9] con que los filosofantes aturden inoportunamente los oídos sanos retumba por todas partes y compone la más extravagante loa de estas obras de todos modos intolerables [10]. ¿Puede llegar a más la desvergüenza? ¿Pueden las sanguijuelas literarias hallar rumbo peor de robar a los subscritores? Ofrecen corrección y dan corrupción; excelente estilo y escriben sin estilo bueno ni malo; entendimiento ligero y nos muelen con pesadeces.
¿Es acaso instruirnos y divertirnos el apestarnos con volúmenes sobre volúmenes de un mismo asunto, escritos por lo común en cartas sin invención [11], henchidas de repeticiones donde una sola razón nada entre muchos millares de palabras superfluas y afectadas y que, si en su original están escritas (como sin duda lo están) en buen estilo y lenguaje, en la traducción no pueden leerse sin asco?
Quebrántase el corazón al ver tan maltratada la lengua castellana, y causa bascas [12] el oír un lenguaje empedrado de voces y modismos de tutilimundi, sin conservar ni aun la sintaxis, y más parecido al de los lacayos de los embajadores que al de Mariana, los Leones o Cervantes [13]. Pero lo más doloroso es que, con el favor de tales obras, ha llegado a tanto la sandez que hay quien en alguna de ellas tiene la avilantez de intentar persuadir que cualquiera versión debe oler al lenguaje de su original, como si dijera que el vino no puede ser apreciable si no huele a la pega [14]. Pero tolérese aún esta intolerable corrupción.
¿Es por ventura apartarnos de la corruptela moral el pintar continuamente con los más vivos y aun con los más fastidiosos colores los incansables esfuerzos de la seducción? Las peores costumbres, las costumbres de los hombres más irreligiosos y relajados de París y de Londres ¿serán un buen dechado para corregir las nuestras? Valga la verdad y no dejemos que se engañen los incautos. Los ejemplos virtuosos se admiran, desde luego, se elogian y presto se olvidan; los malos repugnan, se vituperan, pero entretienen, y a la larga se imitan. ¡Tal es la corrupción humana!
Si todas las acciones malas pudieran ocultarse con un velo que hiciese ignorar que las había, serían quizá menos las que afeasen la sociedad, no porque pretenda yo que en estas obras se pinten unos hombres quiméricos y cuales ni han sido ni serán jamás. La verdad de los caracteres es el fundamento en que deben estribar semejantes escritos y nada puede ser bueno si no es verdad o parecido a ella [15], pero deseo que el miramiento y juicio que el público merece haga escoger lo que no pueda ofender, guardar la justa sobriedad en lo aunque sea verdadero no es bueno y que no se escriba de manera que parece no haber otro objeto que complacerse en pintar y refinar la corrupción moral. Sobre todo, que tan monstruosas y perjudiciales pinturas no se vendan como un remedio contra la corrupción.
Para una sola persona que se corrija por la lectura de tales escritos, si es posible que por ellos se corrija alguno, serán a lo menos mil los que se corrompan o empeoren. Tal es la fragilidad del corazón humano. Muéstrennos un solo ejemplo de enmienda originada de la lectura de Pamela [16], que es quizá la mejor doncella que jamás se ha pintado, y será fácil observar muchos de corrupción entre la turbamulta de los señoritos que devoran con ansia la lectura de Lovelace, y quizá no es Lovelace el hombre de novela más pernicioso y diestro en la maldad.
No hablamos en esto de las pocas obras cuyos autores o traductores, menos infestados del filosofismo del siglo y de la asmática pedantería del sentimiento, respetan como es debido la debilidad de los lectores y procuran divertirlos huyendo con precaución de cuanto pueda corromperlos. Que saben tocar y no exceder los lindes de la ternura, de la conmiseración, de la beneficencia, de la gratitud, de la bondad de corazón, que no dan a la asquerosa sensualidad el nombre de sensibilidad [17] y que, no avergonzándose de la caridad, no la disfrazan con el ambiguo y vago título de humanidad. Tales escritos, tales escritores son dignos de toda loa, ¡pero cuán pocos son! Apparent rari nantes in gurgite vasto [18]. No son de esta clase los que nos persiguen y apestan con los elogios de sus obras.
En cuanto a estos, añadamos a todo lo dicho lo interminables que son las más de estas obras, la poca o ninguna invención, y la helada y estéril frialdad de imaginación con que por lo común están adornadas, la multitud e inconexión de los episodios, el sequísimo y monótono estilo de escribirlas en cartas y la impropiedad del lenguaje. Y, si lo reflexionamos todo, no podremos dudar que solo por furor puede haber tantos que las compren y solo porque las compran muchos pueden ser muchos los que las publican.
Novelón ha habido en tales circunstancias cuyo autor confiesa paladinamente no tener mérito ninguno, sino el de ser original. Dios se lo perdone. Ni la invención ni la gracia ni el lenguaje, nada dice que la hace recomendable, sino solamente el no ser inventada fuera de España. ¿Y qué necesidad tenemos de nuevos borrones? Si es verdad lo que dice, como yo lo creo de la sinceridad del autor, peor es para nosotros que se diga invención nuestra que extranjera. El ánimo de quien tal obra publica, conociendo y confesando que no tiene otro mérito que el ser suya, este ánimo, digo, no percibo yo cuál pueda ser. ¿Acaso hacer penitencia de otros escritos con la mortificación que debe sufrir en mortificar a todos? ¿Acaso que pierdan los españoles el crédito que tienen en toda Europa de buenos escritores de tales obras de imaginación? ¡Pobre España! Aun antes que se publique semejante obra, se nos ha amenazado con otra que tal. ¡Incautos lectores! Que un pobrete por comer les venda su talento, su gracia, su buen gusto, su honesta diversión, vaya enhorabuena; pero que quien confiesa, sin preguntárselo, no tener nada de esto se atreva a repetir... Más vale dejarlo, que voy poniéndome de mal humor.
Yo, que conozco todo lo que llevo dicho, no caigo en la flaqueza de intentar persuadir al público que con una nueva colección de tales bagatelas ofrezco una obra útil para asunto ninguno como sea para entretener un rato [19]. Hallo que, si escribiera una obra buena, quizá no me la comprarían, y escribo una mala e inútil porque, ya que la casa se quema, quiero calentarme a ella. No ofrezco una colección admirable, sino un almacénde fruslerías en que se contienen las que he escrito por mero pasatiempo y son apropósito para el de otros.
Pero, aunque mi obra no la crea útil ni la venda por buena, aspiro a que no sea perniciosa, a que sea entretenida y no molesta, a que, a lo menos, no desdiga de nuestra lengua y a que, siendo bastante variada en todas las partes que la constituyen y en todas sus circunstancias, no fastidie a los que la compren.
¿Qué tomos tendrá? No lo sé. Acaso ocho, acaso seis, acaso menos o más [20].
El aprecio o menosprecio del público y la lista de los subscriptores podrán arreglar su extensión. Cada tomo constará de tres cuadernos y cada cuaderno de una, dos, tres o más obritas.
Estas serán sencillas y muy diversas unas de otras. Unas originales, otras tomadas de obras italianas, francesas o inglesas, y quizá algunas serán nuestras, abreviándolas y traduciéndolas del estilo del siglo pasado al presente. Ni me ceñiré á novelas, acaso añadiré vidas o historias verdaderas, acaso tragedias, sueños y qué sé yo qué más cosas.
Cuando traduzca, lo haré libremente y jamás al pie de la letra. Alteraré, mudaré, quitaré y añadiré lo que me pareciere a propósito para mejorar el original, y reformaré hasta el plan y la conducta de la fábula cuando juzgue que así conviene [21].
Algunos escritores se deleitan en presentar casos horrendos, crímenes consumados y desventuradas a las personas que no los han cometido, dejando sin castigo a los criminales. Mi gusto es contrario a este. Lo que es terrible, bien manejado, me agrada muchas veces; lo horrible, nunca. Si algunas obritas hallare con estos que yo tengo por defectos y que por otra parte me parezcan bien, las mudaré a mi modo y las haré originales [22], aprovechando las situaciones, pinturas y expresiones que me parezcan merecerlo.
Aunque el estilo haya de variar según lo exijan los asuntos, los personajes y sus caracteres, el lenguaje, la frase y la sintaxis será siempre una, siempre mía y siempre castellana.
Esto ofrezco, esto procuraré cumplir. Subscriban muchos y acabóse el prólogo, engañifa o desengaño, o como quisieren que se llame.
Engañifa: «Acción o promesa engañosa, con apariencia de verdad, para inducir y atraer a otro a que haga lo que se desea. Es voz familiar» (Dicc. Aut.). En la obra trigueriana, es común encontrar en el prefacio un espacio favorable al diálogo entre autor, público y República Literaria. Desde este prisma del sujeto creador, al margen de una retórica de la falsa modestia, con frecuencia nos topamos con un Trigueros preocupado por su valía y responsabilidad literarias. Este cuestionamiento de su potestad le había llevado años atrás a utilizar todo tipo de máscaras autoriales, a delegar (figuradamente) en otros las labores de prologuista o, en última instancia, a soterrar sus manuscritos. Conforme se despoje el toledano de la duda, lo hará también de la impostura. Su establecimiento definitivo en Madrid en 1785 es un interesante hito en su afirmación literaria, y desde entonces prevalecerá una visión descubierta del autor y su función social, esto es, su compromiso con la utilidad pública. En este marco opera el título mismo del prólogo, con el que se propone exponer los perjuicios que combate su obra, pero también denunciar abiertamente las artimañas de las que otros se sirven. La mentira le preocupa sobremanera en manos de un público inocente, a la deriva de lo que las ficciones quieran hacer pasar por verdades doctas. Cuando la propia trama lo demande, como a él mismo le ocurre en La hija del visir de Garnat, recomendará: «Mintamos si hemos de mentir, pero mintamos sin la presunción y vanidad de que estrenamos mentiras. Reproduzcamos las mentiras ya mentidas y, pues no es posible hallarlas inauditas, escojámoslas por lo menos increíbles» (Mis pasatiempos, Madrid: Viuda de López, 1804, T. II, p. 8). El segundo tomo no incluirá prólogo, pero las páginas iniciales del cuento irremediablemente apelan a este del primero, como un ensayo que profundiza en lo falsario y sus peligros.
Traducidos por Manuel Bellosartes y en edición de Benito Cano, los diez volúmenes de La Casandra de Le Calprenède se publicaron entre 1792 y 1793 con un éxito inusitado en los lectores españoles. Esta novela de corte heroico y ambientada en época de Alejandro Magno es un repetido ejemplo del auténtico «furor» que vivirá en estos años la venta de novelas por suscripción, negocio en que batió todos los récords. Precisamente, en 1798, volverá a ser editada por el impresor madrileño, consolidando en número de ventas el gusto creciente por la novela extranjera (García Garrosa, María Jesús, «Los suscriptores de La Casandra (1792)», Mélanges de la Casa de Velázquezm 46/2 (2016), pp. 219-238 [https://doi.org/10.4000/mcv.7189]).
Además de evidenciar una de las motivaciones de la obra, este primer párrafo reúne en esencia la postura trigueriana ante la novela, por lo general en sintonía con la perspectiva neoclásica imperante. Su rechazo frontal, con pocas salvedades, ha de entenderse en las particularidades que atraviesa el género así en lo literario como en lo comercial, y que inevitablemente entroncan con la evolución que en ambos espectros sufren términos como «verosimilitud» y «público». El lector, constituido en ente social, se eleva como destinatario y soberano de los intereses de una prensa en eclosión y de un mercado editorial cada vez más especializado en sus actores. Impresores, libreros y también escritores ya no solo compiten en un parnaso aislado. Pero el problema no reside en la literatura como consumible ni tampoco estrictamente en que la novela se oriente de forma decidida al entretenimiento, aspecto que parece deseable, sino en la extensión de unas ficciones nada asumibles a su realidad y cuyas moralejas poco o nada sustentan un camino virtuoso, si no lo contradicen. Frente a ello, Trigueros demandará para la novela que, si bien desde el deleite, esta sea una herramienta del bien común. El propósito pasa obligadamente por una auténtica pintura de la realidad, de la que encuentra distanciadas a estas populares historias y, por ende, del compromiso social que el escritor ha de contraer con su mundo. Entre otros aspectos, la solución reside para Trigueros en la preeminencia de un relato corto, preciso, sencillo y de poca floritura, y en este sentido ha de entenderse su rechazo a un filosofismo en la novela, que no considera espacio de digresiones o reflexiones de insoportable futilidad. Todas ellas son premisas, especialmente las ligadas a la claridad y la espontaneidad, que buscará hacer prevalecer en sus relatos.
Junto a la denuncia de una novela perniciosa, el rechazo a las malas traducciones es el otro gran motor de este prólogo y del conjunto Mis pasatiempos. La postura del toledano deriva de la experiencia de primera mano desarrollada como traductor de Homero, Virgilio, Teócrito o Anacreonte, entre los clásicos, y de Metastasio, Voltaire, Crébillon, Racine o Molière, entre los modernos. El latín fue su segunda lengua, se desempeñó con erudición en el griego y el hebreo, y manejó de forma notable el italiano, el francés y el inglés, si acaso con ayuda del diccionario (Aguilar Piñal, Francisco, La biblioteca y el monetario del académico Cándido María Trigueros, Sevilla: Universidad, 1999, p. 43). Como explicitará también en líneas sucesivas, entender por traducción la traslación fiel del texto origen supone para nuestro escritor un pésimo ejercicio, que en nada favorece a la historia y en mucho pervierte el resultado en castellano. Nótese la jocosidad de la metáfora sobre la conjuración de la langosta, toda una suerte de rituales y encomiendas muy popularizados desde el siglo XVI que, buscando proteger al campo de esta plaga, recurrían a oraciones, ofrendas o a la famosa agua de San Gregorio Ostiense.
En los orígenes de la discusión en torno a la novela estaba su sobresaliente disposición para reflejar la sociedad, aspecto en que residía buena parte de su atractivo. Para Trigueros, esta y sus capacidades para la evasión eran ventajas que podían explotarse sin que el género tuviera que abandonar su compromiso con una enseñanza moral. Sobre esta base excusaban muchas novelas su abundante representación de personajes y actos desprovistos de la corrección ilustrada, apoyándose en la teoría de que precisamente retratarlos alejaría al lector de ellos. La estrategia no convencía en absoluto al toledano.
El subrayado presente en vertidas y vierte, así como el resto de los que figuran en esta edición, pertenece a Trigueros. La comparación, en una imagen de notable fuerza, vuelve sobre el tratamiento dado a la lengua en las traducciones que inundan la prensa, de las que resulta una mancha que el contenido de estas ficciones solo puede agravar. En cuanto a la postura ante el texto origen, en las adaptaciones o imitaciones a partir de obras extranjeras —molde que en gran medida adoptaron sus traducciones— su libertad de ejercicio supone casi una obligación a la hora de justificar la obra. Atiéndase, por ejemplo, al prólogo de Don Amador, redactada a partir de uno de los éxitos de Voltaire: «No puedo dejar de advertir que el autor de Zaida y Alzira me dio la primer idea en esta comedia. La suya, L’Indiscret, y mi D. Amador son una misma. Como este célebre escritor es uno de los más libres de preocupaciones nacionales y de quien más propiamente se puede decir que escribe para el género humano, tuve poquísimo que hacer para españolizar este drama. […] una comedia que es en parte imitación, en parte paráfrasis» (Trigueros, Cándido María, 1768. Don Amador. Comedia de …, de la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla. Biblioteca Colombina de Sevilla, ms. 84-4-35, f. 91r.). Con mayor o menor ahínco, el tratamiento queda siempre especificado, como ocurre en su continuación de La Galatea, casi coincidente en fecha con Mis pasatiempos, donde afirma: «He seguido el plan y método del caballero de Florian, extiendo su misma fábula, aunque sin ceñirme a una rigurosa traducción» (Trigueros, Cándido María, Los enamorados o Galatea y sus bodas, Madrid: Imprenta Real, 1798, T. I, p. xxvi). En páginas posteriores, añade: «De este modo, con los materiales ajenos, agregando algunos pocos que no se hallan ni en el original ni en la imitación, he procurado levantar un edificio nuevo, que sea en algún modo original y mío propio; esto es, otra imitación que tenga algo nuevo» (pp. xxx-xxxi). Quien sí reivindicó como tal su traducción a la obra de Florian fue Casiano Pellicer, en cuya introducción solicita —con una crítica muy cercana a la de Trigueros— no se le confunda con «las traducciones de a docena donde el estilo es frío, oscuro, sin gracia, sin armonía, con mil expresiones impropias, extravagantes, inusitadas y estropeada sobre todo la lengua castellana» (La Galatea de Miguel de Cervantes imitada, compendiada, concluida por Mr. Florian. Traducida por.... Madrid: Viuda de Ibarra, 1797, p. xxiii).
A la crítica de estas traducciones vertidas se acompaña otra frontal contra el negocio que las propulsa. En los anuncios para su suscripción, pensados en términos semejantes al marketing actual, Trigueros rechaza una clara orientación mercantilista. Reseñas falseadas o encarecidas, cuyo inapropiado lenguaje y el ingente número con que aparecen en la prensa instan al beneficiado de Carmona a advertir en ellas un modelo predispuesto a la venta en todos sus mimbres.
En la ironía, además de una baja calidad artística, Trigueros señala la absoluta falta de colaboración con el principio ilustrado de felicidad que observa en estas obras. Como medio y objetivo último del progreso de los pueblos, la felicidad juega un rol transversal en el conjunto de su obra, así en lo literario como en lo político y filosófico. Es uno de los principales temas que subyace tras El criado de su hijo y El casado que lo calla, pero ya había ocupado un lugar primordial en el marco de sus labores como miembro de la Sociedad Patriótica Sevillana y en la elaboración de su poesía épica ilustrada, esencialmente en Los amigos del País Bético, El templo de la felicidad o La Paz en la guerra (Martínez Torres, Cristina Rosario, 2021, «La Paz en la guerra de Cándido María Trigueros: edición y estudio», Cuadernos de Ilustración y Romanticismo, 27 (2021), pp. 91 -115.[https://doi.org/10.25267/Cuad_Ilus_romant.2021.i27.06]).
Jerigonza: «Se llama, por extensión, todo aquello que está obscuro y dificultoso de percebir o entender» (Dicc. Aut.).
El sentimentalismo presente en estas ficciones, si cabe, debe ir ataviado de un exemplum o moraleja edificante. Problema asociado a este es el que le supone a nuestro autor un filosofismo exagerado, inapropiado para los márgenes de la ficción y lastrado de una peligrosa sensualidad (consecuencia, puede que contemple, del sensismo extranjero). El desprecio por la irrupción de la filosofía en el género y los conceptos que incorpora, sin embargo, no tiene por qué corresponderse con un giro copernicano del introductor de Pope en España, sino más bien con una protección del espacio y público que pertenecen a la filosofía y de la valía que atesora un verdadero filósofo. En este sentido, resulta interesante el paralelismo que encontramos en el prólogo de Francisco de Tójar a su Filósofa por amor, de 1799: «La filosofía, cuyo nombre se ha hecho tan común en este siglo, se ha introducido mañosamente en los romances [entiéndase, novelas]. No hay autor que no se precie de hacer de un romance una obra filosófica; no hay autor, por muy mezquino que sea, que no se jacte de ser filósofo. Cualquiera que tiene o cree tener ideas singulares se juzga filósofo. No pensar como el común de los hombres, decir que ha sacudido el yugo de las preocupaciones y no creer nada, esto es lo que se llama filósofo. Aquel que tiene la desgracia de formar dos o tres malas reflexiones, hijas tal vez de un sueño, juzga al despertar que está ilustrado por el espíritu de Platón o de Aristóteles. Si a esto agrega un poco de imaginación, algunos conocimientos y la facilidad de escribir, inmediatamente se presenta un romance filosófico, sale a luz y perece muchas veces en sus principios», (La filósofa por amor. Ed. Joaquín Álvarez Barrientos, Cádiz: Universidad, 2007, pp. 83-84).
Muchas de las novelas que provocan el rechazo de Trigueros adoptaban la forma de la carta, modelo fuertemente importado gracias a la actualización de la novela epistolar que emprenderá Samuel Richardson y que acabó por convertirse en parte de su reclamo. No obstante, es el contenido y un abuso disparatado de estas estructuras lo que le genera problema.
«Si no se conoce que eres teólogo sin que tú lo digas, solo un pobre mentecato creerá que lo eres sobre tu palabra. Esos regüeldos podrán alucinar a los páparos, pero causarán bascas a todo hombre advertido y de razón» (Isla, José Francisco de, Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes. Ed. José Jurado. Madrid: Gredos, 1992, p. 680).
Juan de Mariana, fray Luis de León y Miguel de Cervantes son los únicos nombres que merecerán la loa directa de Trigueros en este prólogo. En ellos se personaliza el uso espléndido de la lengua española, en oposición a los que ya ha señalado por inundar de neologismos y extranjerismos innecesarios sus publicaciones. De su admiración por el autor del Quijote no solo dan constancia sus acercamientos literarios, también sus aportaciones críticas, en línea con la prioridad que el siglo otorgó a la recuperación de la vida y obra cervantinas. Bajo el seudónimo de Crispín Caramillo redactó en 1785 una crítica satírica del teatro anterior (Trigueros, Cándido María, Teatro Español Burlesco o Quijote de los Teatros. Ed. María José Rodríguez Sánchez de León, Salamanca: Plaza Universitaria, 2001) y todavía de mayor calado había sido su pionera comparación entre el Telémaco y el Quijote en un ensayo de 1761, siendo uno de los primeros en defender a Cervantes como creador de la novela moderna y realista en términos muy semejantes a los actuales (Aguilar Piñal, Francisco, «Un comentario inédito del Quijote en el siglo XVIII», Anales Cervantinos, 8 (1959), pp. 307-319).
Nueva imagen sobre el mal uso de la lengua propiciado por las traducciones y que participa de forma excelente en la escalada del tono reprobatorio del prólogo. Al espanto que le provoca toda constricción ante el texto origen se suma la relevancia que Trigueros otorgó al decoro de sus personajes, elemento clave para los nuevos objetivos de realismo. En este sentido, uno de los casos mejor trabajados por el autor lo encontramos en Cuatro cuentos en un cuento,gracias al cuidado lenguaje de sus protagonistas gitanos.
Si existe un canon filosófico-estético para la novela, este es el de la verdad. No ya la de una verdad aristotélica, sino la de otra anclada en la verosimilitud, en la mímesis de un mundo donde el lector pueda encontrarse, reconocerse y, entonces, escoger los modelos más apropiados. La mentira se ha demostrado del todo inútil en el ocaso que experimentan los libros de caballerías: «La imitación es el alma de todas las obras de invención. Si los modelos son diversos de las imitaciones, es decir, si se proponen cosas que no se parecen a sus originales, si no existen tales originales o si los que existen son absolutamente diversos en lo más substancial, no pueden agradar estas invenciones llamadas copias, porque son más bien bamboches que retratos», (Trigueros, Mis pasatiempos, T.II, p. 221). Al demandar una imitación que no se limite a actualizar la naturaleza ideal soñada en la literatura anterior, Trigueros supera los marcos estrictamente neoclásicos e indiscutiblemente se adelanta al posterior consenso realista (Álvarez Barrientos, Joaquín, La novela del siglo XVIII, pp. 160 y 342). Así las cosas, los equivocados derroteros de la novela solo empeoran con los discursos grandilocuentes que pretenden venderla como provechosa, cuando, en realidad, su parecido con lo asumible es lo que la sitúa, afirma, «entre la Historia y la poesía» (Aguilar Piñal, Francisco, Un escritor ilustrado..., p. 313. Por ello la biografía es un espacio cómodo para su desarrollo, como respalda con su Vida de don Alfonso Pérez de Guzmán el Bueno.
El empuje de la novela extranjera en el último tercio del siglo es lo que ha alimentado las «malas traducciones». Las obras de Samuel Richardson son el mejor ejemplo de este boom. Con Pamela or virtue rewarded (1740) propuso una narrativa sentimental, amorosa, pero ante todo de exploración, de indagación experiencial en la interioridad humana. Junto a las siguientes, Clarissa or the history of a young lady (1747) y Sir Charles Grandison (1753) —que ahondaban en la psicología de los personajes ampliando las cartas y sus remitentes—, puso la educación y la virtuosidad de la conducta femenina en el centro del relato, logrando una incontestable influencia en el panorama literario español, francés y alemán. Las traducciones a sus obras, realizadas por José Marcos Gutiérrez e Ignacio García Malo, aparecieron en España en los mismos años de Mis pasatiempos y debieron pasar por las manos de Trigueros como también lo habían hecho por las de Jovellanos. En su censura de 1785 para la Real Academia de la Historia sobre Les confidences d’une joliefemme encontramos los mismos temores que los de este prólogo, pues a ninguno convence que las virtudes de las protagonistas puedan de verdad eclipsar los vicios de, por ejemplo, Robert Lovelace, villano de Clarissa: «No hay duda en que, si tales escritos estuviesen trabajados con mejor doctrina y con más sana intención, podrían servir muy bien para la instrucción pública, porque, según un sabio de nuestro siglo, los pueblos corrompidos han menester novelas, así como teatros las ciudades populosas. Pero ¿dónde están las novelas que se pueden presentar como un remedio contra la corrupción de las costumbres? Algunas que se han escrito con esta idea, particularmente por los ingleses, merecerían tal vez nuestra aprobación, si se purgasen de tales cuales proposiciones y sentencias que no convienen a nuestra moral ni a nuestra constitución. Tales son, por ejemplo, La virtud recompensada, La historia de la señora Clarisa Harlow y la del caballero Grandison. Pero, como quiera que sea, la que tenemos a la vista no es ciertamente de este mérito ni de esta clase. Por lo mismo somos de sentir que no conviene permitir su introducción ni su venta en el reino» (Jovellanos, Obras completas, XII. Escritos sobre literatura, p. 110).
El estupor que las connotaciones sensuales provocan en Trigueros, consecuencia de una cerrazón cristiana en estos asuntos, llevan al toledano, según Aguilar Piñal, a apostar por posiciones de corte jansenista y a olvidar «la postura ilustrada de la sensibilidad como virtud social, que hace a los hombres virtuosos, complacientes y generosos con sus semejantes» (Aguilar Piñal, Francisco, Un escritor ilustrado..., p. 315).
«En el vasto abismo, solo unos pocos aparecen nadando». El conocido verso de la Eneida (I, 118) refiere los escasos hombres que sobrevivieron a la tempestad solicitada por Juno para destruir una de las naves de Eneas. Además de un erudito de los estudios clásicos, Trigueros también se acercó a las obras de Virgilio u Horacio desde la traducción. Entre otros textos, así lo hizo con la Eneida, que hubo de rehacer tras perder los cuatro primeros libros en un incendio (Aguilar Piñal, Francisco, Un escritor ilustrado..., p. 127). En este sentido, resulta interesante señalar que, en Mis pasatiempos, el tomo I lleva en portada la cita Qui minores hominum multorum vidit et vobis, mientras que en la del tomo II figura Qui mores hominum multorum vidit et urbes, que Iriarte había traducido de la Epístola a los Pisones por «y tanta muchedumbre / vio de extrañas costumbres y naciones» (Horacio; Tomás de Iriarte, 1777. El Arte poética de Horacio, en Biblioteca de la Lectura en la Ilustración [https://bibliotecalectura18.net/d/el-arte-poetica-de-horacio], vv. 311-312).
Expuestas las razones que forzosamente motivan una novelística diferente, comienza la presentación propiamente dicha de Mis pasatiempos y busca excusarse su autor por participar de una moda de comprobados beneficios económicos. Entre las cesiones, sin duda, destaca la renuncia a que la obra sea de alguna utilidad, ni siquiera a que sea buena (bastará con que no sea perjudicial o descuidada y sí castamente entretenida). Por ello mismo, tampoco se propone venderla como lo que no es, tomando de nuevo sentido el rótulo «desengaño».
Su muerte, como sabemos, limitará este propósito a dos tomos. En que estos no fuesen publicados hasta seis años después, en 1804, pudieron influir el repentino fallecimiento y la sanción de 1799 que prohibió la venta de novelas (Álvarez Barrientos, Joaquín, La novela del siglo XVIII, pp. 213-220).
En la que sin duda es la afirmación más citada de este prólogo, Lorenzo Álvarez ha observado «una de las más claras y concisas poéticas de la traducción dieciochesca» (“‘Alteraré, mudaré, quitaré y añadiré’... p. 188 [http://dx.doi.org/10.1080/14753820.2014.962911]). Esta apología de la libertad del traductor —adaptador al fin— vendrá avalada por un propósito de mejora, de la adecuación mucho más allá del plano de la lengua (que será siempre suya) y de una concepción sobre la originalidad con pocas limitaciones, lo que también explica cómo el auge de las traducciones dieciochescas se convirtió en realidad en una eclosión de la creación literaria (Álvarez Barrientos, Joaquín, 1991. La novela del siglo XVIII. Madrid: Ediciones Júcar, p. 212). La invención, que por lo común supone para Trigueros transitar por donde otros ya lo han hecho, no es algo que merezca demasiada estima si su objetivo no es el de perfeccionamiento, donde sí reside el verdadero logro.
Sumado a lo anterior, el alegato que se desliza entre estas líneas finales es el de la traducción como una obra nueva, original, en manos de quien hace el texto suyo y lo adapta a sus modos. La premisa resulta del todo relevante tanto para la lectura de sus pasatiempos como para revisitar aquellos títulos del autor en los que optó por ocultar su autoría. Prueba de ello la encontramos en las poesías de su poeta filósofo: «Yo digo como puedo lo que pienso, y no me desdeño de usar de los pensamientos y expresiones que me acuerdo haber leído en otros cuando coinciden con mis ideas y no hallo modo mejor de expresarlas. […] Por esto, aunque yo no lo advierta, no dude usted que son ajenos los pensamientos que halle en estos poemas y haya visto en otros. Pero repare usted si se quedan ajenos o si sé hacerlos míos. Vea usted si lo que se dice es bueno y, si lo es, sea de quien fuere. Nada hay en el mundo nuevo: solo puede ser nuevo el modo y el conjunto o sistema» (Trigueros, Cándido María, El poeta filósofo o poesías filosóficas en verso pentámetro, Sevilla:Manuel Nicolás Vázquez y compañía, 1774-1778, s.p.).