María Rosa de Gálvez (1768-1806) y Manuel José Quintana (1772-1857) debieron de conocerse en Madrid en los años 90 del siglo XVIII, durante las visitas a la Corte que hizo la poeta con su padre. Del tributo de admiración que le profesó María Rosa son prueba las dos odas que dedicó a Quintana en sus Obras poéticas de 1804. En la denominada «Descripción filosófica del Real Sitio de San Ildefonso. Oda a don Manuel de Quintana»,evoca momentos felices en su compañía y lo considera un guía literario y vital:
Tú con sublime acento
volvieras el verdor al mustio prado;
sensible y sabio, de amistad movido,
mi placer renovaras con tu agrado;
mi ser fortalecido
con tu amistoso trato viviría
y mi voz contra el vicio elevaría.
Parece claro que María Rosa de Gálvez se movía en el círculo de Quintana. Además de los elogios poéticos, de las afinidades literarias e ideológicas, debió de unir a ambos una amistad que iría más allá de la galantería cortesana. Cuando María Rosa dictó testamento en 1799 dejó como tutor de su hija, María Josefa de la Pastora Irisarri y Gálvez, a fray Domingo Benito Quintana, hermano del poeta. Es una decisión que supone una relación de fuerte intimidad con la familia Quintana. No resulta extraño, por tanto, que las Variedades de ciencias, literatura y artes, el periódico editado por Quintana, publicase una amplia reseña de las Obras poéticas de María Rosa de Gálvez cuando estas aparecieron en 1804.
La reseña es interesante por motivos estéticos, ya que revela cómo la poética estaba cambiando hacia la valoración de las emociones intensas más que hacia la perfección formal. Pero es sobre todo una muestra de las contradicciones de los críticos varones en la polémica sobre la capacidad de las mujeres en el desempeño literario que se habían renovado con las afirmaciones de Rousseau en la Carta a D’Alembert. Quintana se define como un defensor de la mujer y a la vez deja caer algunas afirmaciones —hoy resultan sorprendentes y casi ofensivas— que son un ataque frontal contra su dedicación a las artes.
Descripción bibliográfica
Q[uintana], M[anuel] J[osé], «Literatura: Obras poéticas de Doña María Rosa Galvez de Cabrera: tres tomos en octavo. Madrid en la Imprenta Real, año de 1804. Extracto», Variedades de ciencias, literatura y artes. Obra periódica, Año II (1805), T. I, núm. III, pp. 159-164.
382 pp.; 4º. Sign: BHMV 892210425.
Bordiga Grinstein, Julia, La rosa trágica de Málaga: vida y obra de María Rosa Gálvez, Charlottesville: The University of Virginia, 2003 (Anejos de Dieciocho, 3).
Doménech Rico, Fernando, «Introducción», en María Rosa de Gálvez, Tres tragedias. Safo. Blanca de Rossi. Zinda. Edición de Fernando Doménech Rico, Madrid: Cátedra, 2024, pp, 9-159.
La cuestión de si las mujeres deben o no dedicarse a las letras nos ha parecido siempre, demás de maliciosa, en algún modo superflua. Los ejemplos son tan raros, y tienen ellas tantas otras ocupaciones a que atender más agradables y más análogas a su naturaleza y sus costumbres, que no es de temer que el contagio cunda nunca hasta el punto de que falten a las atenciones domésticas a que se hallan destinadas, y de que los hombres tengan que partir con ellas el imperio de la reputación literaria. No se ha manifestado bien hasta ahora qué tenga de perjudicial ni de ridículo el que algunas pocas den al cultivo de su razón y de su espíritu las horas que otras muchas gastan en disipaciones frívolas; y por último, la lista numerosa de las mujeres ilustres que se han distinguido, no solo en las artes y las letras, sino también en las ciencias, responde victoriosamente a los que les niegan abiertamente la posibilidad de sobresalir y les cierran el camino de la gloria.
Tales consideraciones se nos han ocurrido muchas veces al tiempo de leer los tres tomos de poesías que anunciamos ahora al público. Aun cuando no manifestasen más que una aplicación singular, unos conocimientos nada comunes y un modo de pensar noble y elevado, ya harían mucho honor a su autora; pero el caso es que, además de estas prendas recomendables, ofrecen, y en no pocos parajes, señales de un talento distinguido.
La autora confiesa ingenuamente en la advertencia del primer tomo «que no es su ánimo entrar en competencias literarias con los que corren por poetas entre nosotros y reconoce la diferencia que hay entre unos talentos mejorados por el estudio y una imaginación guiada solo por la naturaleza». Mas esta confesión parecerá excesivamente modesta a los que volviendo la hoja se encuentren con la Oda a la campaña de Portugal, y lean en ella estos rasgos que cualquier poeta, por muy preciado que estuviese de su habilidad, adoptaría gustosamente por suyos:
¿A quién aprestas, sanguinario Marte,
el carro del terror? ¿A quién, Belona
tus armas invencibles destinando,
previenes la corona
de laurel inmortal? ¿Será que hollando
los enemigos del hispano suelo
sus guerreros convoque a la campaña,
y que el clarín belígero sonando,
el héroe de la España
para domar al Luso belicoso
marche a su frente impávido y brioso?
[...]
Sonó la tropa, y a su ronco estruendo
la tierra gime, y ruge el océano.
[...]
Demos reposo a la afligida tierra,
y la paz arranquemos a la guerra.
[...]
Así cuando del cielo la hermosura
el hórrido nublado va empeñando,
y el rayo anuncia el pavoroso trueno
al orbe amenazando.
Suele romper su ennegrecido seno
del puro norte el soplo impetuoso,
y lanzándole al Sud, brilla sereno
el sol majestuoso
reflejando su luz los horizontes
del hondo valle a los soberbios montes.
[...]
Benigno el Cielo
de las divinas artes,
vuelve a la España el plácido consuelo.
Paz y salud repiten los ancianos,
los jóvenes, las tímidas doncellas.
Paz y salud al oprimido suelo
mi voz canta con ellas:
Y alborozado el genio que me inspira
acentos de placer presta a mi lira.
Es cierto que no todas las composiciones están escritas en este tono, y que lo que más luce en ellas es un estilo claro y puro y una versificación fácil y fluida. Estas dotes, unidas a imágenes agradables y a pensamientos, si no siempre fuertes y escogidos, por lo menos generalmente dulces, recomiendan las poesías líricas de esta colección.
Pero la mayor parte de ella se compone de obras dramáticas y principalmente de tragedias originales. Al frente de estas hay un discreto prólogo donde se manifiesta la posición poco favorable en que se halla hoy día cualquiera escritor que se dedica a ese género. Son grandes, sin duda alguna, y más de lo que se piensa las dificultades que tiene que vencer el poeta que actualmente se pone a escribir tragedias, pero su enumeración no es de este lugar ni nos corresponde a nosotros. Penetrados debidamente de la entidad y fuerza de estos obstáculos, diremos que las obras dramáticas de nuestra poetisa manifiestan en ella una osadía poco común, una actividad incansable, ingenio para inventar y concebir y facilidad para ejecutar.
Después de reconocer y anunciar estas buenas prendas, sería en nuestra opinión una severidad importuna empeñarse en manifestar uno por uno los defectos y descuidos que pueden hallarse en estas composiciones. Ya, en primer lugar, es un inconveniente para juzgarlas atinadamente la circunstancia de no haberse representado.
Las obras dramáticas tienen mucho de cuadros de perspectiva: si no se las pone en su punto de vista, que es la escena, no se pueden calcular ni su interés ni su efecto; y tal juicio ya en bien, ya en mal, parece concluyente en un estudio que después desaparece en el teatro. Ellas, por otra parte, son producciones de una dama y esta anuncia expresamente que no aspira a las perfecciones que pueden poner en sus obras los ingenios que añaden al talento natural una instrucción que su sexo y sus circunstancias particulares la niegan. ¿Y nosotros nos permitiríamos la pedantería grosera de citarla ante el tribunal de Aristóteles, de Luzán y de Blair, y denunciarla rigurosamente por las faltas cometidas contra las leyes que ellos han dictado?
Solo nos contentaremos con manifestar que el estilo de las tragedias no tiene bastante color, que algunos de los asuntos que ha escogido no se presentan como muy interesantes, y que su facilidad en componer, induciéndola a producir mayor número de obras, ha perjudicado a la perfección particular de cada una. Varias escenas del Amnón, y el acto segundo de la Delirante, manifestando su ingenio y capacidad, hacen sentir que no haya empleado exclusivamente en estas dos obras toda la aplicación y el trabajo que ha esparcido en las demás.
De todos modos nuestra literatura, que entre las mujer que se habían dedicado a componer versos, no contaba sino escritoras de coplas, puede desde ahora darse el parabién de tener un talento que al interés que llama hacia sí su sexo, reúne el mérito de haber producido un buen número de rasgos verdaderamente poéticos, que no solo le harán respetable mientras viva, sino que pasarán su nombre a la posteridad.