Biblioteca de la Lectura en la Ilustración
Proyecto Admin
Identificación

Vida de Miguel de Cervantes Saavedra

Gregorio Mayans y Siscar
1738

Resumen

En 1736 Benjamin Keene, embajador de Gran Bretaña, le encomendó al erudito español Gregorio Mayans y Siscar redactar una biografía de Miguel de Cervantes que encabezase la costosa edición del Quijote promovida por Lord Carteret y publicada por J. y R. Tonson en 1737. Mayans, que por aquel entonces ostentaba el cargo de Bibliotecario Real, no contaba con documentos sobre los que asentar sus pesquisas, por lo que sus indagaciones sobre la vida del alcalaíno nacen de la lectura de su dilatado corpus literario.

Sin embargo, más que por sus investigaciones en torno a la biografía cervantina, el texto de Mayans es especialmente relevante por ofrecer el primer juicio razonado y sistematizado sobre la obra del alcalaíno. Como se sabe, la Vida de Cervantes estableció los parámetros teórico-literarios en función de los cuales un examen del Quijote se constituía como tal. En efecto, Mayans delineó una suerte de discurso crítico oficial sobre el Quijote, que más tarde consolidarían Vicente de los Ríos, Pellicer y Quintana en los estudios preliminares a las ediciones quijotescas más importantes de la centuria. Aunque estos textos matizan y amplían las observaciones de Mayans, lo harán dentro del marco teórico configurado por su antecesor. Este marco teórico, inmutable durante todo el siglo XVIII, puede reducirse a tres principios básicos.

En primer lugar, en lo que respecta a la cuestión genológica, el Quijote era concebido como una fábula heroica en prosa a imitación de la Ilíada. De hecho, a partir de la publicación de la biografía de Mayans, la comparación entre Homero y Cervantes se convertirá en un lugar común de la crítica cervantina del siglo XVIII.

En segundo lugar, en el plano de la ficción y la dicción, la lectura de Mayans supone un esfuerzo por acomodar el Quijote a las exigencias de la preceptiva neoclásica, lo que le llevará juzgar la novela como el fruto del equilibrio entre el ingenium del alacalaíno y la correcta aplicación del ars.

Por último, en lo que respecta a la finalidad de la novela, a partir de la Vida de Cervantes el Quijote será vindicado, sobre todo, como una sátira dirigida contra los libros de caballerías. Sátira literaria, en efecto, pero también moral, pues, para la exégesis dieciochesca, Cervantes no solo se propuso censurar los fingidos desvaríos de los ciclos caballerescos, sino que, al mismo tiempo, pretendía reprehender a los lectores de tales libros, de quienes se temía confundiesen la ficción literaria con la verdad histórico.

Descripción bibliográfica

Mayans y Siscar, Gregorio, «Vida de Miguel de Cervantes Saavedra», en Vida y hechos del ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha; compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, Londres: J. y R. Tonson, 1738. 4 vols.
[Volumen I] 2 hs., iv, viii, vi, 2 hs., 103, xx, 4 hs., 296 pp., 17 hs. de lám.; 4º. Sign.: BNE R/32603-R/32606  R/32603 V.1 - R/32606 V.4.

Ejemplares

Biblioteca Nacional de España

PID bdh0000022657

Bibliografía

Álvarez Faedo, María José, «Lord Carteret y Cervantes: análisis del contexto socio-histórico que propició la primera iniciativa inglesa de editar el Quijote en español y ofrecer una biografía de su autor», en Cervantes y el Quijote. Actas del Coloquio Internacional, Oviedo: Universidad de Oviedo, 2004, pp. 227-238.

Mayans y Siscar, Gregorio, «Vida de Miguel de Cervantes Saavedra», ed. de A. Mestre Sanchís, Obras Completas, Valencia: Ayuntamiento de Oliva, II, pp 209-312.

Mestre, Antonio, «Prólogo», Vida de Miguel de Cervantes Saavedra de Gregorio Mayans y Siscar, Madrid: Espasa Calpe, 1972, pp. vii-xciii.

Schmidt, R., Critical Images: The Canonization of Don Quixote through Illustrated Editions of the Eighteenth Century, Kingston: McGill-Queen's University Press, 1999.

Cita

Gregorio Mayans y Siscar (1738). Vida de Miguel de Cervantes Saavedra, en Biblioteca de la Lectura en la Ilustración [<https://bibliotecalectura18.net/d/vida-de-miguel-de-cervantes-saavedra-1738> Consulta: 03/12/2024].

Edición

Una cosa noté algunos años ha y la repito ahora por ser propia del asunto [1] y es que el estilo de La Galatea tiene la colocación perturbada, y por eso es algo afectado. Las voces de que usa son muy propias; su construcción violenta, por ser desordenada y contraria al común estilo de hablar. Imitó en esto los antiguos libros de caballerías: se conoce que de industria y por el deseo que tenía de la novedad, pues su dedicatoria y prólogo tienen la colocación más natural y las obras que publicó después mucho más, de suerte que son una manifiesta retractación de su antiguo error. En La Galatea hay coplas de arte menor, de suma discreción y dulzura por la delicadeza de los pensamientos y suavidad del estilo. Sus composiciones de arte mayor son inferiores, pero hay en ellas muchos versos que pueden competir con los mejores de cualquier poeta.

Pero no es esta la obra por la cual debe medirse la grandeza del ingenio, maravillosa invención, pureza y suavidad del estilo de Miguel de Cervantes Saavedra. Todo esto se admira más en los libros que compuso de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Este fue su principal asunto y el desapasionado examen de esta obra lo será también de mi pluma en estos mis apuntamientos de su vida, la cual escribo con mucho gusto, por obedecer a los preceptos de un gran honrador de la buena y feliz memoria de Miguel de Cervantes Saavedra, que cuando no tuviera, como tiene, una fama universal, la conseguiría ahora por el favor de tan ilustre protector [2].

Es la lectura de los libros malos una de las cosas que corrompen más las costumbres y de todo punto destruyen las repúblicas. Y si tanto daño causan los libros que solamente refieren los malos ejemplos, ¿qué no harán los que se siguen de propósito para introducir en los ánimos incautos el veneno almibarado con la dulzura del estilo? Tales son las fábulas milesias, llamadas así porque se introdujeron en Mileto, ciudad de Jonia, provincia infamemente aplicada a todo género de delicias, como también los sibaritas en Italia, de donde tomaron nombre las fábulas sibaríticas. El asunto de estas fábulas (hablo ahora solamente de las malas) suele ser destruir la religión, embravecer los ánimos, afeminarlos o instruirlos en todo género de maldades.

Escribieron los hebreos las desvariadas Fábulas de la cábala y el Thalmud para sostener los desatinos de su incredulidad con la crédula persuasión de las mentiras más ridículas, enormes y despreciables que se pueden imaginar y para no dar asenso a la verdad de la religión cristiana, más visible al mundo que la luz del sol. Y es tal su afición a las patrañas que en la misma verdad desconocieron la verdad, llegando a persuadirse sin otro fundamento que su afición a las fábulas, que el Libro de Job es una mera parábola. Diéronles fe los anabaptistas y arrojada y temerariamente dijeron que la historia de Esther y de Judith también eran parábolas compuestas por los hebreos para diversión del pueblo. Así abusan ellos de sus fábulas para confirmar su secta y de sus propias invenciones para destruir la verdad de las historias más auténticas que tiene el mundo, y como tales nos las conservaron sus propios mayores.

Con este mismo intento de destruir la verdadera religión, está escrito también El Alcorán de Mahoma, el cual, según observó el doctísimo maestro Alexio Vegas:

Contiene una sexta cuarteada, cuyo principal cuarto es la vida porcuna, que dicen epicúrea. El segundo es tejido de ceremonias judaicas vacías del significado que solían tener antes del advenimiento de Cristo. El tercero cuarto, de las herejías, arriana y nestórea. El cuarto cuarto es la letra del Evangelio, torcida y mal entendida, conforme a su desvariado propósito. También son fábulas a este jaez La Cuna y Jara, que urdieron los moros en su Iglesia de Malignantes.

El otro designio de los perversos libros milesios es afeminar los ánimos, representando con viveza las cosas del amor y excitando con las imágenes pensamientos y deseos amorosos. En este género de escritos mucho mejor es no citar ejemplos y cuando se alegue alguno, sea El asno de Apuleyo para que el mismo ejemplo sea recuerdo de que la torpeza transforma los hombres en bestias.

Afeminan los ánimos por una parte y por otra los embravecen, ciertos libros que llamamos «de caballerías», porque en ellos se describen las monstruosas hazañas de unos caballeros imaginarios, que tenían sus damas y por ellas hacían mil locuras hasta llegar a hacerles oración, invocándolas en sus peligros con ciertas fórmulas, como si fuesen abogadas de las lides y peleas y por su respeto emprendían y hacían mil locuras [3]. La lectura, pues, de estos libros incitaba los ánimos a unas acciones bárbaras por el imaginario punto de defender las mujeres aun por causas deshonestas. Y esto llegó a tal extremo que las mismas leyes lo juzgaron digno de reprensión y como tal lo refieren entre los abusos diciendo: «E aún porque esforzasen más tenían por cosa guisada que los que hubiesen amigas, que las nombrasen en las lides, porque les creciesen más los corazones y hubiesen mayor vergüenza de errar» [4].

El último género de perniciosas novelas es el que, con el pretexto de cautelas de la vida pícara, la enseña. De cuya composición tenemos en España tanto número de ejemplos, que sería cosa ociosa citar algunos.

De todos estos libros, los que malearon las costumbres públicas fueron los «caballerescos». Las causas de su introducción fueron estas.

Las naciones septentrionales se apoderaron de toda Europa. Los habitadores de ellas arrojaron las plumas y empuñaron las armas. El que más podía, más valía. Pudo más la barbarie y salió vencedora y triunfante, quedaron abatidas las letras, perdido el conocimiento de la antigüedad y aniquilado el buen gusto. Pero, como donde no se hallan estas cosas la necesidad las echa menos, sucedieron, en su lugar, la falsa doctrina y depravado gusto. Escribieron historias que fueron fabulosas, porque se perdió o no sabía buscarse la memoria de los sucesos pasados. Unos hombres que de repente querían ser los maestros de la vida, mal podían enseñar a los lectores lo que nunca habían aprendido. Tal fue Telefino Helio, escritor inglés, que cerca del año seiscientos cuarenta, reinando Artús en Bretaña, escribió los hechos del rey fabulosamente. Imitóle Melquino Avalonio, que en tiempo del rey Vortiporio, cerca del año seiscientos cincuenta escribió la historia de Bretaña mezclando los cuentos del rey Artús y de la tabla redonda. La historia publicada en nombre de Gildas, por renombre «el Sabio», monje que fue de Gales, es del mismo jaez. Refiere las maravillosas hazañas del rey Artús, de Parceval, de Lanzarote. El libro de Hunibaldo Franco, reducido a compendio por el Abad Trithemio, es un montón de mentiras neciamente fingidas. El otro libro falsamente atribuido al Arzobispo Turpin, siendo posterior a él más de doscientos años, trata de las hazañas de Carlo Magno, llenas de patrañas y se fingió en Francia, no en España, como alguno dijo solo porque quiso. Con esos libros se deben adocenar las fabulosas historias falsamente prohijadas a Hancon Forteman y Salcan Forteman, a Sivardo el Sabio, a Juan Abgil-lo, hijo de un rey de Frisia, y a Adel Adelingo, descendiente de los reyes de la misma nación: todos los cuales se dicen que fueron Frisios, y se finge que vivieron en tiempo de Carlo Magno, cuyas cosas escribieron.


También fue fabulosa la Historia de los orígenes de Frisia, atribuida a Occon Escarlense, nieto, según fingen, de una hermana de Salcon Forteman y coetáneo de Othon el Grande. Ni merece mayor crédito la Historia de Gaufredo Monumetense, bretón, donde están escritas las hazañas del rey Artús, y del sabio Merlín, por más que se diga que las sacó de memorias antiguas.

Estas eran las historias que tanto se aplaudían entre las naciones que entonces eran menos rudas. Había hombres neciamente ocupados en fingir y publicar tan extravagantes caprichos porque había lectores más necios que los leían y aplaudían, y tal vez los creían.

Los trovadores también, quiero decir los poetas, que en tiempo de Ludovico Pío empezaron a cultivar «la gaya ciencia», esto es, la poesía, como si dijésemos «la ciencia festiva», se aplicaron a reducir al metro aquellas mismas patrañas y cantándolas todos, se hicieron vulgares.

En España, el uso de la poesía vulgar es mucho más antiguo. No trató de los tiempos más apartados del nuestro y por eso no me valgo del testimonio de Estrabón. Hablo solo de la poesía vulgar, que llamamos rítmica. No hay memoria de ella en toda Europa antes de la entrada de los árabes en España. Ellos solos tienen mayor número de poetas y poesías que todos los europeos. Pegaron esta afición, o confirmaron más en la que ya tenían, a los españoles, los cuales componían rimas con todo el primor que requiere el arte: como lo refiere con prolija curiosidad Álvaro Cordobés, quejándose de ello ciento treinta años después de la pérdida de España [5]. Si algunas, o muchas de aquellas poesías árabes que refiere Álvaro, eran especie de novelas, no me atreveré a afirmarlo. Las hazañas de su Buhalul tan celebradas de ellos en prosa y verso sin duda lo son. Lo cierto es que la tradición aún hoy conserva en España ciertas hablillas, que llamamos «cuentos de viejas», llenos de encantamientos, de donde viene a tantos la credulidad de estos. Por eso Cervantes, hablando con la propiedad que suele, llamó cuentos a sus novelas [6]. Bien que Lope de Vega quiso distinguir los cuentos de las novelas, cuando escribiendo a la señora María Leonarda, dijo así: «Mándame vuestra merced escriba una novela. Ha sido novedad para mí que, aunque es verdad que en La Arcadia y Peregrino hay alguna parte de este género y estilo más usado de italianos y franceses que de españoles, con todo es grande la diferencia y más humilde el modo. En tiempo menos discreto que el de ahora, aunque de más hombres sabios, llamaban a las novelas, cuentos. Estos se sabían de memoria, y nunca, que yo me acuerde, los vi escritos» [7].

Yo soy de sentir que, entre cuento y novela, no hay más diferencia, si es que hay alguna, que lo dudo, que ser aquel más breve. Como quiera que sea, los cuentos suelen llamarse novelas, y las novelas, cuentos; y estos y aquellas, fábulas. Los que pretenden hablar con distinción, aún añaden otra especie de fábulas, que llaman caballerías. Por eso, Lope de Vega, continuando en referir las costumbres de los españoles en lo que toca a la afición de relaciones fingidas, inmediatamente añadió: «Porque se reducían sus fábulas a una manera de libros que parecían historias y se llamaban en lenguaje castellano caballerías, como si dijésemos 'hechos grandes de caballeros valerosos'». Fueron en esto los españoles ingeniosísimos, porque en la invención ninguna nación del mundo les ha hecho ventaja, como se ve en tantos Esplandianes, Febos, Palmerines, Lisuartes, Floranbelos, Esferamundos, y el celebrado Amadís, padre de toda esta máquina que compuso una dama portuguesa». Al leer esto último, me detuvo la novedad, porque en el tiempo en que se publicó la fingida historia de Amadís, no sé yo que hubiese en el reino de Portugal dama capaz de escribir libro de tanta invención y novedad.

El erudito y juicioso autor del Diálogo de las lenguas, que escribió en tiempo de Carlos V y examinó esta obra muy de propósito, siempre habla suponiendo que el autor fue hombre y no mujer. El sabio arzobispo de Tarragona, don Antonio Agustín dice hablando del Amadís de Gaula: «El cual dicen los portugueses que lo compuso Vasco Lobera». Y uno de los interlocutores añade luego: «Ese es otro secreto que pocos lo saben». Manuel de Faria y Sousa en el erudito prólogo que hizo a su Fuente de Aganipe, publicó un soneto, que dice que escribió el infante don Pedro de Portugal, hijo del rey don Juan el Primero, en alabanza de Vasco de Lobera, por haber escrito el Amadís. Yo he observado que Amadís de Gaula, es anagrama puro de La vida de Gama. De donde mis amigos portugueses podrán inferir otras muchas y muy probables conjeturas.


Como quiera que sea (que semejantes cosas después de tanto tiempo no son fáciles de averiguar) siendo nuestro libro de caballerías más antiguo cerca de cien años posterior a los que tratan de Tristán y Lanzarote, esto dio motivo a que el eruditísimo Huet, siguiendo a Juan Bautista Giraldo, dijese que los españoles recibieron de los franceses el arte de novelar [8]. En lo que toca al asunto de caballerías lo creeré sin repugnancia. Pero la misma arte que recibieron los españoles ruda y desaliñada, la pulieron y hermosearon tanto, que pasó el atavío a descompostura. Empezaron los españoles de la misma suerte que los extranjeros. La ignorancia de las historias verdaderas, puestos en ocasión de haber escribirlas, los obligó a llenarlas de mentiras, particularmente tratando de cosas pasadas que raras veces fue tan grande el atrevimiento y descaro que se atreviesen a mentir a las claras escribiendo de las presentes. Pero como el tiempo presente se hace pasado, la libertad de fingir confundía de tal suerte la verdad con la mentira que no se podía distinguir la una de la otra. Así veremos que los cantares fabulosos o, por hablar más claro, los romances, en mi opinión así llamados de roman, palabra francesa que significa «novela», vemos, digo, que los cantares, o romances mentirosos que al principio solo eran entretenimientos del vulgo ignorante, después llegaron a autorizarse tanto, repitiéndose de boca de los demás, que con facilidad pasaron a ser texto, entretejidas sus ficciones en la Crónica general de España, que fue compilada por autoridad real. Pernicioso ejemplo, cuya imitación llegó a poner nuestras historias en tan infeliz estado, que se atrevió a decir un historiador nuestro reputado por uno de los más discretos de su tiempo, que «fuera de las letras divinas no hay que afirmar ni que negar ninguna de ellas». Y, ¿quién era este hombre que desterraba la verdad de la historia, siendo esta el testigo más abonado y casi único de los tiempos pasados? Dígalo él mismo que derechamente se lo reprehendió el eruditísimo bachiller Pedro Rhúa, profesor de letras humanas, el cual, escribiéndole le dice así: «Es en vuestra señoría en sangre Guevara, es en oficio coronista, es en profesión teólogo, es en dignidad y méritos obispo, de todos estos renombres es amar la verdad, escribir la verdad, predicar la verdad, vivir en la verdad y morir por ella. Así holgará oír verdad y ser avisado de ella». Y más adelante:

Escribí a vuestra señoría, que entre otras cosas que en sus obras culpan los lectores, es una la más fea e intolerable que puede caer en escritor de autoridad como vuestra señora lo es, y es que da fábulas por historias y ficciones propias por narraciones ajenas, y alegra autores que no lo dicen, o lo dicen de otra manera, o son tales que no los hallarán sino in aphanis, como dijeron los crotoniatas a los sibaritas, en lo cual vuestra señora pierde su autoridad y el lector, si es idiota, es engañado, y si es diligente, pierde el tiempo: cuando busca a do cantan los gallos de Nibas, como dice el refrán griego.

De esta falsa opinión que tenía el obispo de Mondoñedo de la libertad de fingir historias nació el persuadirse que, pues otros muchos habían escrito lo que se les había antojado, podía él imitarlos, licencia que se tomó tan atrevidamente que no solo fingió sucesos y autores en cuyos nombres los confirmaba, sino también leyes. Y aludiendo a esto Rodrigo Dosma en el Catálogo de los obispos de esta ciudad, que se halla al fin de sus Discursos patrios, hablando del rey don Alfonso XI de León, dijo: «Pobló la ciudad, y le dio fueros, llamados de Badajoz, que yo tengo ciertos, no los fingidos de Guevara». Como tales los tenía el doctísimo Aldrete, pero por su gran modestia no se atrevió a manifestar del todo su juicio. «Lo mismo es —dice— en los fueros de Badajoz, si son ciertos, que yo en esto no quiero determinar. Por el autor que los puso corre riesgo su incertidumbre, por la poca que tienen las cosas que escribe» [9]. Harto hizo señalando con el dedo al Obispo de Mondoñedo, de quien dijo tales cosas don Antonio Agustín, aunque tan modesto que, por la autoridad de quien las refiere, más quiero yo que se lean en sus Diálogos que no copiadas aquí. No es mi ánimo infamar la memoria de un varón de tan delicada conciencia que, habiendo sido cronista del emperador Carlos V y escrito sus crónicas hasta que vino de Túnez,  mandó en su testamento que se restituyese a su majestad el salario de un año porque en él no había escrito cosa alguna, considerando, como debía, que este y semejantes salarios no se dan en remuneración de servicios pasados, sino en recompensa del trabajo que se debe poner, satisfaciendo a la obligación del propio empleo, la cual es indispensable porque se debe a toda república, que es lo mismo que decir que son acreedores legítimos los que son y serán miembros suyos, esto es, los ciudadanos preferentes y venideros. Solo he referido tan memorable ejemplo para que se considere lo que pueda la costumbre de las ficciones contrarias a la verdad, si aquella se extiende, pues aún a los hombres buenos, naturalmente discretos, y muy estudiosos, como fue el obispo Guevara, llega a pervertir el juicio, y miserablemente pervirtió los de la mayor parte de los españoles solo porque se dejaban llevar del pernicioso halago de los libros de caballerías.

Acostumbrados, pues, los entendimientos a la maravilla que causaban las extravagantes hazañas entretejidas en las historias, se atrevieron a escribir unos libros enteramente fabulosos, lo cual sería mucho más tolerable, y aún digno de alabanza, si fingiendo con verosimilitud representasen la idea de unos grandes héroes, en quienes se viese premiada la virtud, y castigado el vicio en la gente ruin. Pero, ¿de qué manera se escriben aquellos libros? Dígalo el juicioso autor del Diálogo de las lenguas: «Cuanto a las cosas, —dice— siendo esto así, que los que escriben mentiras las deben escribir de suerte que se alleguen cuanto fuere posible a la verdad, de tal manera que puedan vender sus mentiras por verdades. Nuestro autor de Amadís (que fue el primero y el que mejor escribió los libros de caballerías) una vez por descuido, y otras no sé por qué, dice cosas tan a la clara mentirosas que en ninguna menta las podéis tener por verdaderas».


Lo cual confirma con varios ejemplos. Esto mismo reprehendía el sabio Luis Vives con aquella gravedad y peso de razones que le hizo el más severo crítico de su tiempo [10]:

La erudición —decía— no se ha de esperar de unos hombres que ni aún vieron la sombra de la erudición. Pues cuando cuentan algo, ¿qué gusto puede haber en unas cosas que fingen tan abierta y neciamente? Este hombre solo mató a veinte juntos, aquel a treinta, el otro traspasado con seiscientas heridas y dejado ya por muerto se levanta luego, y el día siguiente, restituido ya a su salud y fuerzas, mata en un desafío a dos gigantes y sale de allí cargado de oro, plata, sedas, piedras preciosas, con tanta abundancia que ni una nave de carga las podría llevar. ¿Qué locura es dejarle llevar y detenerse en semejantes despropósitos? Fuera de esto no hay cosa dicha con agudeza, sino es que se cuenten como tales algunas palabras que sacaron de los más ocultos escondrijos de Venus, las cuales se dicen muy a propósito para mover y sacar de sus quicios a la que dicen que aman, si por ventura en ella hay alguna constancia en resistirse. Si por esto se leen estos libros, menos mal será leer aquellos que tratan (permitid, lectores, el término) de alcahuetería. Porque en los demás, ¿qué discreciones pueden decir unos escritores faltos de toda buena doctrina y arte? Yo nunca he oído a hombre que dijese agradarle tales libros, exceptuando solo a los que nunca tocaron en sus manos libro bueno y confieso mi pecado, que también los he leído alguna vez, pero no hallé rastro alguno o de buena intención, o de mejor ingenio. A aquellos, pues, que los alaban, de los cuales conozco algunos, entonces les daré crédito, cuando digan eso después de haber gustado a Séneca, o a Cicerón, o a San Gerónimo, o a la Sagrada Escritura, y cuando sus costumbres también no sean del todo estragadísimas, porque las más veces la causa de aprobar tales libros es contemplar en ellos sus costumbres, representadas como en un espejo y regocijarse de verlas aprobadas. Finalmente, aunque lo que dicen fuese muy agudo y agradable, yo nunca querría un deleite emponzoñado y que mi mujer se ingeniase para hacerme traición.

A este tenor prosigue el sabio Vives, el cual en otra parte refiere entre las causas de la corrupción de las artes la leyenda de los libros de caballerías:

Quieren —dice— leer unos libros manifiestamente mentirosos y llenos de meras bagatelas, por cierto halago del estilo, como Amadís y Florian, españoles; Lanzarote y la tabla redonda, franceses; Rolando, italiano; los cuales libros fingieron unos hombres ociosos y los llenaron de un género de mentiras, que no conducen algo para saber, ni para juzgar bien de las cosas, ni para vivir, sino solamente para hacer cosquillas a la concupiscencia. Y aun por ello los leen unos hombres de unos ingenios corrompidos con el ocio y condescendencia de su propio amor, no de otra suerte que algunos estómagos delicados que se lisonjean mucho, solo se sustentan con ciertas confituras de azúcar y miel, desechando toda comida sólida.

No era solo Vives el que se quejaba de esto. Pero Megía, cronista de Carlos V y discreto historiador de aquellos tiempos, se lamentó de lo mismo con gran sentimiento, tanto que el Inca Garcilaso por solo su testimonio nunca quiso leer tan desatinados libros [11]. El maestro Venegas, con su acostumbrado juicio, dijo: «En nuestros tiempos, con detrimento de las doncellas recogidas, se escriben los libros desaforados de caballerías, que no sirven sino de ser unos sermonarios del diablo con que en los rincones caza los ánimos tiernos de las doncellas» [12]. Omitiendo el testimonio de otros gravísimos autores, uno de los españoles de mayor juicio, y el mayor teólogo que hubo en el Concilio de Trento (visto es que hablo del obispo Cano), nos dejó escrito lo siguiente:

Nuestra edad ha visto un sacerdote que estaba muy persuadido a que cosa que una vez se hubiese impreso, de ningún modo era falsa. Porque, según decía, los ministros de la república no habían de cometer tan gran maldad que no solo permitiesen que se divulgasen mentiras, sino que también las autorizasen con su privilegio para que más seguramente se esparciesen por los entendimientos de los hombres, y movido de este argumento llegó a creer que Amadís y Clarian verdaderamente obraron aquellas cosas que se cuentan en sus libros patrañeros. Cuanto peso tenga el motivo de aquel (aunque sencillo sacerdote) contra los ministros de la república, no es propio de este lugar y tiempo disputarlo. Yo, ciertamente, por lo que a mi me toca, con grande sentimiento y dolor de mi alma, digo que, con gran daño y ruina de la Iglesia, solo se cautela en la publicación de los libros que no estén rociados de errores contra la fe, sin cuidar que no los haya dañosos a las costumbres. Y, principalmente, no me inquieto por esas novelas que poco ha nombré, aunque escritas sin erudición, y tales que nada nada conducen, no digo para vivir bien y dichosamente, pero ni aun para formar buen juicio de las cosas humanas. Porque, ¿qué pueden aprovechar unas meras y vanas frioleras fingidas por unos hombres ociosos, y manoseadas de unos ingenios corrompidos con los vicios? Sino que mi dolor, etc.

Palabras dignas de escribirse en letras de oro por las cuales se conoce cuanto apreciaba el obispo Cano los dictámenes de Vives, a quien frecuentemente copiaba, aunque tal vez le zahirió injustamente por las ocultas causas que yo me sé y que, si Vives viviera, hubiera sabido vindicar. Pero Vives vivirá en la memoria de los hombres, y algún tiempo habrá algún aficionado suyo que, juntando la autoridad al saber, deshará el agravio que se hizo y aun hoy se tolera contra tan piadoso varón.


Entre tanto basten las quejas referidas para hacer juicio del daño que hacían los libros de caballerías, los cuales estaban tan encastillados en los ánimos de la mayor parte de los lectores, que las quejas, invectivas y sermones de los hombres más juiciosos, sabios y celosos de la nación no bastaban a desterrarlos. Ni se logró conseguir tan inmortal hazaña hasta que quiso Dios, que Miguel de Cervantes Saavedra escribiese (como él mismo lo dice en boca de un amigo suyo): «Una invectiva contra los libros de caballerías, publicando la Historia de don Quijote de la Mancha, la cual no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías» [13]. Consideraba Cervantes que un clavo saca a otro, y que supuesta la inclinación de la mayor parte de los ociosos a semejantes libros, no era el medio mejor para apartarlos de tal lectura la fuerza de la razón, que solo suele mover a los ánimos considerados, sino un libro de semejante inventiva y de honesto entretenimiento, que excediendo a todos los demás en lo deleitable de su lectura, atrajese a si a todo género de gentes, discretos y tontos. Para cuyo fin no era necesario gran fondo de doctrina, sino tal discreción y gracia en el decir que se llevasen toda la atención. Por eso Cervantes en aquel su discretísimo Prólogo, en que tan agudamente satirizó la vanidad de los malos escritores, después de un graciosísimo coloquio entre él y un amigo suyo, hace que este le proponga la idea que debe seguir, la cual es esta:

Si bien caigo en la cuenta, este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de aquellas que vos decís que le falta, porque todo en él es una invectiva contra los libros de caballerías, de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón, ni caen debajo de la cuenta de sus fabulosos disparates las puntualidades de la verdad, ni las observaciones de la astrología, ni le son de importancia las medidas geométricas, ni la confutación de los argumentos, de quien se sirve la retórica, ni tiene para qué predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino, que es un género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento. Solo tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo, que cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo que escribiere. Y pues esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la divina escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas, y bien colocadas, salga vuestra oración y periodo sonoro y festivo, pintando en todo lo que alcanzáredes y fuere posible vuestra intención, dando a entender vuestros conceptos sin intrincarlos y escurecerlos. Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla. En efecto llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada de estos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más, que, si esto alcanzáredes, no habríades alcanzado poco.

Estando, pues, Cervantes tan bien instruido, veamos ahora sin pasión si fue capaz de ejecutarlo.

En tres cosas consiste la perfección de un libro: en la buena invención, debida disposición y lenguaje proporcionado al asunto que se trata.


La invención de Cervantes es conforme al carácter de un hidalgo de harto buen juicio que, habiéndole ilustrado con la letra de los libros, le perdió desvelándose en los de caballerías, y dando en la manía de imitar aquellas locas hazañas que había leído, eligió por escudero un labrador sencillo y gracioso, y, por no estar sin dama, se la figuró en su imaginación según la medida de su corazón platónicamente enamorado. Y con el pensamiento de probar aventuras, él en su caballo, a quien llamó Rocinante, y después en su segunda y tercera salida, con su escudero Sancho Panza, muy sobre su asno, llamado Rucio, salió en busca de la buena suerte.

La idea, pues, de Miguel de Cervantes Saavedra y el sentido de ella, a lo que yo alcanzo, son como se siguen. Alonso Quijano, hidalgo manchego, se dio enteramente a la lección de los libros de caballerías, vicio muy general en la gente ociosa y mal entretenida. La demasiada aplicación a los libros caballerescos le secó el cerebro y volvió el juicio, como al otro famoso rústico conocido por el nombre de Paladín. Lo cual significa que aquella vana lectura trastornaba los juicios haciendo a los lectores atrevidos y temerarios, como si hubiesen de tratar con hombres meramente fantásticos. El infeliz manchego creyó ser verdaderas aquellas hazañas prodigiosas que había leído y le pareció necesaria en el mundo la profesión de los caballeros andantes para deshacer y enderezar tuertos, como él decía. Quiso, pues, entrar en tan honrosa cofradía y emplearse en unos ejercicios tan saludables al género humano. Condición muy propia de hombres presumidos de valientes que con insolente atrevimiento todo lo quieren remediar, sin ser de su obligación. Alonso Quijada tomó para si el nombre de don Quijote de la Mancha y se dejó armar caballero de un ventero. Los que salen de su esfera luego se tienen por unos Guzmanes, suelen variar los apellidos y, si se llega a esto alguna exterior marca de honor, piensan que solo se lee aquel sobrescrito y que en el mundo político no hay zahoríes que miren, noten y registren los más interior.

Don Quijote se llamó con el ribete de la Mancha y su dama imaginaria, Dulcinea del Toboso, lugar de la Mancha, porque, según he oído decir, Miguel de Cervantes fue allá con una comisión y por ella le capitularon los del Toboso y dieron con él en una cárcel. Y en agradecimiento de esto (que no la hemos de llamar venganza habiendo resultado en tanta gloria de la Mancha) hizo Cervantes manchegos a su caballero andante y a su dama. Que Cervantes (cual otro Nevio, que escribió en la cárcel sus dos comedias El hariolo y Leonte) compusiese esta historia encarcelado también, lo confesó él mismo, diciendo: «¿Qué podrá engendrar el esteril y mal cultivado ingenio mío sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno? Bien, como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación» [14].

Veamos ahora qué es lo que hace Don Quijote, el cual ya sale de su casa en un caballo flaco, símbolo de la debilidad de su empresa, siguiéndole en su segunda y tercera salida Sancho Panza en su rucio, jeroglífico de la simplicidad.


En Don Quijote se nos representa un valiente maniático que, pareciéndole muchas cosas de las que ve semejantes a las que leyó, sigue los engaños de su imaginación y acomete empresas, en su opinión, hazañosas, en la de los demás, disparatadas, cuales son las que los antiguos libros caballerescos refieren de sus héroes imaginarios, para cuya imitación bien se echa de ver cuánta erudición caballeresca era necesaria en un autor que a cada paso había de aludir a los hechos de aquella innumerable caterva de caballeros andantes. La lectura de Cervantes en este género de historias fabulosas fue sin igual, como lo manifiesta en muchísimas partes [15].

Fuera de sus manías habla Don Quijote como hombre cuerdo y son sus discursos muy conformes a razón. Son muy dignos de leerse los que hizo sobre el Siglo de Oro o primera edad del mundo, poéticamente descrita, sobre la manera de vivir de los estudiantes y soldados [16], sobre las distinciones que hay de caballeros y linajes [17], sobre el uso de la poesía [18] y las dos instrucciones [19], una política y otra económica [20], las cuales dio a Sancho Panza, cuando iba a ser gobernador de la Ínsula Barataria, son tales que se pueden dar a los gobernadores verdaderos y ciertamente deben ponerlas en práctica [21].

En Sancho Panza se representa la simplicidad del vulgo que, aunque conozca los errores, ciegamente los sigue. Pero para que la simplicidad de Sancho no sea enfadosa a los lectores, la hace Cervantes naturalmente graciosa. Nadie definió mejor a Sancho Panza que su amo Don Quijote cuando, hablando con una Duquesa, dijo: «Vuestra grandeza imagine que no tuvo caballero andante en el mundo escudero más hablador ni más gracioso que yo tengo» [22]. Y en otra ocasión: «Quiero que entiendan vuestras señorías que Sancho Panza es uno de los más graciosos escuderos que jamás sirvió a caballero andante. Tiene a veces unas simplicidades tan agudas que el pensar si es simple o agudo causa no pequeño contento. Tiene malicias que le condenan por bellaco y descuidos que le confirman por bobo. Duda de todo y cree todo. Cuando pienso que se va a despeñar de tonto, sale con unas discreciones que le levantan al cielo. Finalmente, yo no le trocaría con otro escudero aunque me diesen de añadidura una ciudad». En prueba de la sencillez y gracia de Sancho Panza, léase solo el cuento del rebuzno [23].

Siendo tales los principales personajes de esta historia, viene a suceder lo que en ajena persona dijo Cervantes: «Que los sucesos de Don Quijote, o se han de celebrar con admiración o con risa» [24], y que Sancho es tal «a cuyas gracias no hay ningunas que se le igualen» [25]. Y sin hablarnos por boca de otros, dijo en el fin de su prólogo: «Yo no quiero encarecerte el servicio que te hago en darte a conocer tan noble y tan honrado caballero, pero quiero que me agradezcas el conocimiento que tendrás del famoso Sancho Panza, su escudero, en quien a mi parecer te doy cifradas todas las gracias escuderiles, que en la caterva de los libros vanos de caballerías están esparcidas».


Para que la historia de un caballero andante no enfadase a los lectores con la uniformidad o semejanza de los sucesos, lo cual acontecería, si únicamente se tratase de locas aventuras, injirió Cervantes muchos episodios donde los sucesos son frecuentes, nuevos y verosímiles; los razonamientos artificiosos, claros y eficaces; los enredos, maravillosamente enmarañados; las salidas de ellos fáciles, naturales y, sobre todo, tan agradables que dejan el ánimo sosegado, quedando muy quietos y pacíficos aquellos afectos que con singular industria y artificio se habían alborotado. Y lo que más admira a los perspicaces lectores es que todos estos episodios menos dos, las novelas, digo, del Cautivo y del Curioso impertinente, están entretejidos en el principal asunto de la fábula tan ingeniosamente que, cual hermoso tapiz, forman con ella una misma tela y hacen una labor muy amena y agradable.

Cuando es muy hábil el artífice nadie conoce mejor que él la perfección de sus obras. Por eso decía el mismo Cervantes, hablando de su historia: «los cuentos y episodios de ella, en parte no son menos agradables y artificiosos y verdaderos que la misma historia» [26]

Para hacer Cervantes su invención mucho más verosímil y plausible, fingió haber sido el autor de ella Cide Hamete Ben-Angeli, historiador arábigo natural de la Mancha [27]. Fingióle manchego para suponerle bien informado de las cosas de Don Quijote. Es cosa muy graciosa ver como celebra Cervantes la escrupulosa puntualidad de Cide Hamete en la relación de las cosas aún más mínimas, como cuando hablando de Sancho Panza, maltratado a garrotazos, dijo: «Despidiendo treinta ayes y sesenta suspiros y ciento veinte pestes y reniegos de quien allí le había traído, se levantó» [28]. Y cuando dice de otro:

Era uno de los ricos arrieros de Arévalo, según lo dice el autor de esta historia, que de este arriero hace particular mención porque le conocía muy bien, y aún quieren decir que era algo pariente suyo. Fuera de que Cide Hamete Benengeli fue historiador muy curioso y muy puntual en todas las cosas, y échase bien de ver, pues las que quedan referidas, con ser tan mínimas y tan rateras, no las quiso pasar en silencio. De donde podrán tomar ejemplo los historiadores graves que nos cuentan las acciones tan corta y sucintamente que apenas nos llegan a los labios, dejándose en el tintero, ya por descuido, ya por malicia o ignorancia lo más sustancial de la obra. ¡Bien haya mil veces el autor de Tablante, de Ricamonte, y aquel del otro libro donde se cuentan los hechos del conde Tomillas, y con qué puntualidad lo escriben todo! [29].

No habló más discretamente Luciano en sus dos libros De la verdadera historia.

En otra parte, poniendo en práctica esta misma puntualidad en referir las cosas muy por menor, dice Cervantes en boca de Ben-Engeli:

Entraron a Don Quijote en una sala, desarmóle Sancho, quedó en valones y en jubón de camuza, todo bisunto con la mugre de las armas: el cuello era valona a lo estudiantil sin almidón y sin randas, los borceguíes eran datilados y encerados los zapatos, ciñóse su buena espada, que pendía de un tahalí de lobos marinos, que es opinión de que muchos años fue enfermo de los riñones, cubrióse un herreruelo de buen paño pardo, pero, antes de todo, con cinco calderos o seis de agua, que en la cantidad de los calderos hay alguna diferencia, se lavó la cabeza y rostro [30].


¡Nimiedad sencilla y graciosa! ¡Verosimilitud admirable y sin igual! Exclame, pues, Cervantes con razón:

Real y verdaderamente todos los que gustan de semejantes historias como esta deben de mostrarse agradecidos a Cide Hamete, su autor primero, por la curiosidad que tuvo en contarnos las semínimas de ella, sin dejar cosa por menuda que fuese que no la sacase a la luz distintamente. Pinta los pensamientos, descubre las imaginaciones, responde a las tácitas, aclara las dudas, resuelve los argumentos, finalmente, los átomos del más curioso deseo manifiesta. ¡Oh, autor celebérrimo! ¡Oh, Don Quijote dichoso! ¡Oh, Dulcinea famosa! ¡Oh, Sancho Panza gracioso! Todos juntos, y cada uno de por sí, viváis siglos infinitos para gusto y general pasatiempo de los vivientes [31].

Fingió Cervantes que el autor de esta historia fue arábigo, aludiendo en esto a lo que muchos piensan que los árabes pegaron a los españoles la acción de novelar [32]. Es cierto que Aristóteles [33], Cornuto [34] y Prisciano [35] hicieron mención de las fábulas líbicas. Luciano añade que entre los árabes había hombres empleados en explicar las fábulas [36]. Locman, a quien celebra el Alcorán de Mahoma, es opinión muy válida que fue Esopo, fabulero insigne. Tomás Erpenio fue el primero que tradujo sus fábulas en latín, año 1625. Bien cierto es que las de Esopo están acomodadas al genio de cada nación: Aun las que están en griego no son las mismas que escribió Esopo. Fedro, que las tradujo en latín, confiesa que las interpoló [37]. Yo las tengo en español, impresas en Sevilla por Juan Cronberger, año 1533, y están interpoladas y añadidas extrañamente. No es maravilla, pues, que los árabeslas hayan acomodado a su genio. Y, ¿qué mayor fábula que el Alcorán de Mahoma? Este se escribió a manera de novela para que se aprendiese con más facilidad y se olvidase menos. Las vidas de los patriarcas, profetas y apóstoles que tienen escritas los mahometanos están llenas de fábulas. Algunos de sus filósofos que intentaron explicar los soñados misterios de su doctrina, formaron unos libros a manera de novelas. De este género es la historia de Hayo, hijo de Yocdán, de quien contó Avicena grandísimas patrañas. León Africano y Luis del Mármol, como testigos de vista, dicen que los árabes tienen tanta afición a las novelas que celebran las hazañas de su Buhalul en prosa y verso, como los nuestros las de Reinaldos de Montalván y Rolando el Enamorado. Y sin salir de España, los que llamamos cuentos de viejas, que de ordinario son encantamientos y apariciones de horribilísimos negros para causar espanto a los niños, haciéndolos así vilmente medrosos, están manifestando ser invención arábiga.

Prueba de estos es también que los primeros libros de caballerías se escribieron en España en tiempo en que los árabes aún estaban en ella. Y así entiendo que escribía trascordado Lope de Vega cuando dijo: «Llamaban a las novelas, cuentos. Estos se sabían de memoria y nunca, que yo me acuerde, los vi escritos» [38]. Haylos escritos y los había leído Lope en los mismos libros de caballerías, pero no se acordaba, quizá porque los que le habrían contado no serían los mismos. Aunque yo no niego que muchos están hoy únicamente encomendados a la tradición de los ociosos habladores.


Tenemos, manchego y árabe, al autor de esta historia escrita en arábigo. Añade Cervantes, siguiendo el hilo de su ficción, que mandó traducirla de Arábigo en castellano a un morisco aljamiado [39]. Aludiendo a esto, introdujo al bachiller Sansón Carrasco que, hablando con Don Quijote, le dijo así: «Bien haya Cide Hamete Benengeli, que la historia de vuestras grandezas dejó escrita, y rebién haya el curioso [40] que tuvo cuidado de hacerlas traducir de arábigo en nuestro vulgar castellano para universal entendimiento de las gentes» [41].

Y para que se entendiese que el traductor también hacía sus críticas, en abono suyo añadió esto Cervantes: «Llegando a escribir el traductor de esta historia este quinto capítulo dice que le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con otro estilo del que se podía prometer de su corto ingenio, y dice cosas tan sutiles que no tiene por posible que él las supiese, pero que no quiso dejar de traducirlo por cumplir con lo que a su oficio debía, y así prosiguió, diciendo» [42]. Gran documento para los traductores que no saben que su oficio es como el de los retratistas, que no hacen su deber si sacan un retrato más perfecto que el original. Hablo de las cosas que, en lo que toca al estilo, cada cual usa sus colores y estos deben ser proporcionados a los que se quiere representar. Siendo esto así no sé cómo disculpar a Cervantes, el cual hace que en otra parte falte el traductor a su acostumbrada puntualidad diciendo así: «Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Diego, pintándonos en ellas lo que contiene una casa de un caballero labrador y rico, pero al traductor de esta historia le pareció pasar estas y otras semejantes menudencias en silencio, porque no venían bien con el propósito principal de la historia, la cual más tiene su fuerza en la verdad que en las frías digresiones» [43]. ¿Por ventura diremos que, lo que es reprehensión del traductor, es tácita alabanza de la puntualidad de Cervantes? ¿O que con esto quiso reprobar la enfadosa prolijidad de muchos escritores que, desviándose de su principal asunto, se paran en hacer descripciones de palacios y de semejantes cosas? Uno y otro es posible. Lo cierto es que la Novela del verdadero y perfecto amor, atribuida a Atenágoras, es desagradable por las frecuentes descripciones de palacios como artífice, no como novelita. De donde infirió el sagacísimo Huet, que el autor de aquella novela no fue Atenágoras como se supone, sino Guillermo Filandro, ilustrador insigne de Marco Vitrubio, el cual quiso en aquella obra lisonjear el genio de su gran favorecedor, el cardenal Gregorio Armanac, muy amigo de la arquitectura. Ni podía Atenágoras pintar tan al vivo como pinta las costumbres modernas. Y no fue difícil persuadir a Fumeo, publicador de la Novela, que el original griego que le enseñaron era verdadero, pero debía el haberle examinado mejor para que no creyésemos que su traducción es superflua. Fumeo se portó muy al contrario de aquellos que, cuando publican algunos libros que saben de ser falsos, ponen gran conato en persuadir su legitimidad, diciendo haberlos sacado de manuscritos muy antiguos de letra apenas legible, carcomidos del tiempo y que estaban en esta o en la otra librería (donde nadie los vio), que pudieron lograrlos por medio de uno que ya no vive. Y estos y semejantes artificios son los que engañan a los sencillos lectores y los que nos representa Cervantes fingiendo que el autor de esta obra du historiador arábigo y manchego, el traductor morisco y la continuación de la historia por buena dicha hallada y comprada de un muchacho que vendía unos cartapacios y papeles viejos en el alcaná de Toledo [44]. Pudo ser arbitrario fingir en Toledo tal hallazgo. Pero a tiempo que Cervantes decía esto, corría muy válido entre la gente crédula haber en Toledo quien tenía una Historia universal, donde todos hallaban lo que buscaban y aún lo que querían. El autor de ella se suponía gravísimo. Y, en efecto, aquella historia que trataba de todas las cosas y otras muchas más, esto es, de cuanto querían los que preguntaban algo al que suponían tesorero de la erudición eclesiástica, era una fábula preñada de muchas fábulas que con toda propiedad se llamaría en francés con el nombre de roman y en buen romance cuento de cuentos, los cuales fueron tan bien recibidos que salieron varias continuaciones, no menos aplaudidas que las de los libros de Amadís, y lo que es mucho peor, más leídas y más creídas y aún no desterradas, reservando Dios esta gloria a quien se digne dar tantas fuerzas e industria que sea capaz de envestir y vencer a todo el vulgo de una nación. Pero este no es asunto propio de este lugar. Lo será de otro, y en otra ocasión, si Dios quiere.

Últimamente, por no incurrir Cervantes en lo mismo que reprendía de la vanidad de los libros caballerescos y acordándose del fin que se había propuesto de hacer despreciables aquellas patrañas, hizo que Don Quijote de la Mancha, que como loco había sido llevado a su casa encerrado en una carreta como si fuese en una jaula, volviese luego a su juicio y confesase llana y cristianamente haber sido disparate todo cuanto hizo y obró por el deseo de imitar aquellos caballeros andantes puramente imaginarios.

Según lo dicho, ya se ve cuán admirable es la invención de esta grande obra. No lo es menos la disposición de ella, pues las imágenes de las personas de que se trata tienen la debida proporción y cada una ocupa el lugar que le toca, los sucesos están enlazados con tanto artificio que los unos llaman a los otros y todos llevan suspensa y gustosamente entretenida la atención del lector.


En orden al estilo, ojalá que el que hoy se usa en los asuntos más graves fuese tal. En él se ven bien distinguidos y apropiados los géneros de hablar. Solo se valió Cervantes de voces antiguas para representar mejor las cosas antiguas. Son muy pocas las que introdujo nuevamente pidiéndolo la necesidad. Hizo ver que la lengua española no necesita de mendigar voces extranjeras para explicarse cualquiera en el trato común. En suma, el estilo de Cervantes en esta es puro, natural, bien colocado, suave y tan enmendado que en poquísimos escritores españoles se hallará tan exacto. De suerte que es uno de los mejores textos de la lengua española. Bien satisfecho de esto estaba el mismo Cervantes, pues dirigiendo el tomo segundo de la Historia de don Quijote al Conde de Lemos, don Pedro Fernández de Castro, con inimitable gracia con la cual supo encubrir las propias alabanzas, le dijo así:

Enviado a V. Excelencia los días pasados mis comedias antes impresas que representadas, si bien me acuerdo dije que Don Quijote quedaba calzadas las espuelas para ir a besar las manos a V. Excelencia, y ahora digo que se las ha calzado y se ha puesto en camino, y si él allá llega, me parece, que habré hecho algún servicio a V. Excelencia, porque es mucha la priesa que de infinitas partes me dan a que le envíe, para quitar el amago y la náusea que ha causado otro Don Quijote que, con nombre de segunda parte, se ha disfrazado y corrido por el orbe. Y el que más ha mostrado desearle ha sido el grande emperador de China, pues en lengua chinesca habrá un mes que me escribió una carta con un propio pidiéndome o, por mejor decir, suplicándome se le enviase porque quería fundar un colegio donde se leyese la lengua castellana y quería que el libro que se leyese fuese el de la historia de Don Quijote. Juntamente con esto me decía que fuese yo a ser el rector del tal colegio. Preguntéle al portador si su majestad le había dado para mi alguna ayuda de costa. Respondióme que ni por pensamiento. Pues, hermano, le respondí yo, vos no podéis volver a vuestra China a las diez, o a las veinte, o a las que venís despachando porque yo no estoy con salud para ponerme en tan largo viaje. Además, que sobre estar enfermo, estoy muy sin dineros y emperador por emperador, y monarca por monarca, en Nápoles tengo al gran Conde de Lemos que sin tantos titulillos de colegios ni rectorías me sustenta, me ampara, y hace más merced que la que yo acierto a desear. Con esto le despedí y con esto me despido, etc. De Madrid, último de octubre de mil seiscientos y quince.

Examinada ya por sus partes la perfección de esta obra y vista también la buena distribución y enlace de todas ellas, fácilmente puede pensarse cuán bien recibida debió ser esta insigne obra. Pero como salió en dos volúmenes y cada uno de ellos en diferente tiempo, veamos como se recibieron, qué centurias padecieron y cuál es la que merecen.

El primer tomo salió en Madrid, impreso por Juan de la Cuesta, año 1605, en 4, dirigido al Duque de Béjar, de cuya protección se congratuló Cervantes en unos versos que escribió al libro de Don Quijote de la mancha Urganda la desconocida.

Una de las mayores pruebas de la celebridad de algún libro es el fácil despacho de él. Fue tal el que tuvo el primer tomo de esta Historia de don Quijote que, antes que Cervantes publicase el segundo, dijo en boca de Sansón Carrasco: «Tengo para mi que el día de hoy están impresos más de doce mil libros de la tal Historia. Si no, dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso. Y aún hay fama que se está imprimiendo en Amberes y a mí se me trasluce que no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzca» [45]. Así ha sucedido, por cierto: de suerte que solamente de las traducciones se pudiera formar una larga relación. En otra parte introduce a Don Quijote exagerando el número de los libros impresos de su historia de esta suerte: «He merecido andar ya en estampa en casi todas, o las más naciones del mundo. Treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia y lleva camino de imprimirse treinta mil veces de millares si el cielo no lo remedia» [46]. En otra parte, la Duquesa (cuyos estados hasta ahora no se han podido averiguar cuáles son) ha hablado de la Historia de Don Quijote, dice: «De pocos días a esta parte ha salido a la luz del mundo con general aplauso de las gentes» [47]. Mucho mejor se explicó el bachiller Sansón Carrasco, hablando de esta historia con el mismo Don Quijote:

Es tan clara (dijo) que no hay cosa que dificultar en ella. Los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran, y, finalmente, es tan trillada y tan leída y tan sabida de todo género de gentes que apenas han visto algún rocín flaco cuando dicen «allí va Rocinante». Y los que más se han dado a su lectura son los pajes. No hay antecámara de señor donde no se halle un Don Quijote. Unos le toman si otros le dejan, estos le envisten y aquellos le piden. Finalmente, la tal historia es del más gustoso y menos perjudicial entretenimiento que hasta ahora se haya visto, porque en toda ella no se descubre ni por semejas una palabra deshonesta ni un pensamiento menos que católico [48].


Mucha razón, pues, tuvo Sancho Panza para hacer esta profecía: «Yo apostaré, dijo Sancho, que antes de mucho tiempo no ha de haber bodegón, venta ni mesón o tienda de barbero donde no ande pintada la historia de vuestras hazañas» [49]. Así vemos que sucede, y mucho más, pues no solo en los mesones y casas particulares se hallan los libros de Don Quijote, sino en las más elogiadas librerías, haciendo sus dueños una grande ostentación de esta historia, si por ventura lograran tenerla de las primeras impresiones. Los más diestros burilistas, pintores, tapiceros y escultores están empleados en representar esta historia para adornar con sus figuras las casas y palacios de los grandes señores y mayores príncipes. Aún viviendo Cervantes, consiguió la gloria de que su obra tuviese la aceptación real. Estaba el rey don Felipe, tercero de este nombre, en un balcón de su palacio de Madrid y, espaciando la vista, observó que un estudiante junto al río Manzanares leía un libro y, de cuando en cuando, interrumpía la lección y se daba en la frente grandes palmadas, acompañadas de extraordinarios movimientos de placer y alegría, y dijo el rey: «Aquel estudiante o está fuera de si o lee la historia de Don Quijote». Y luego se supo que la leía, porque los palaciegos suelen interesarse mucho en ganar las albricias de los aciertos de sus amos en lo que poco importa. Más ninguno de ellos solicitó a Cervantes una moderada pensión para que con ella pudiese entretener su vida. Y por eso no sé yo como entienda aquella parábola del emperador de la China. Lo cierto es que Cervantes, mientras vivió, debió mucho a los extranjeros y muy poco a los españoles. Aquellos le alabaron y honraron sin talla ni medida. Estos le despreciaron y aún le ajaron con sátiras privadas y públicas.

Porque no quede esta verdad a la mera cortesía de los lectores, produzcamos las pruebas. El licenciado Márquez Torres en la aprobación que dio al segundo tomo de la Historia de Don Quijote, después de una justísima censura contra los perversos libros de su tiempo, dice así:

Bien diferente han sentido de los escritos de Miguel de Cervantes, así nuestra nación como la extrañas, pues como a milagro desean ver el autor de libros que con general aplauso, así por su decoro y decencia como por la suavidad y blandura de sus discursos han recibido España, Francia, Italia, Alemania y Flandes. Certifico con verdad que en veinticinco de febrero de este año de seiscientos quince, habiendo ido el ilustrísimo señor don Bernardo de Sandoval y Rojas, cardenal, arzobispo de Toledo, mi señor, a pagar la visita que a su ilustrísima hizo el embajador de Francia que vino a tratar cosas tocantes a los casamientos de sus príncipes y los de España, muchos caballeros franceses de los que vinieron acompañando al embajador, tan corteses como entendidos y amigos de las buenas letras, se llegaron a mí y a otros capellanes del cardenal mi señor, deseosos de saber que libros de ingenio andaban más validos y, tocando acaso en este que yo estaba censurando, apenas oyeron el nombre de Miguel de Cervantes cuando se comenzaron a hacer lenguas, encareciendo la estimación en que, así en Francia como en los reinos sus confinantes, se tenían sus obras la Galatea, que alguno de ellos tiene casi de memoria, la primera parte de esta y las Novelas. Fueron tantos sus encantamientos que me ofrecí a llevarlos a que viesen el autor de ellas, que estimaron con mil demostraciones de vivos deseos. Preguntáronme muy por menor su edad, su profesión, calidad y cantidad. Halléme obligado a decir que era viejo, soldado, hidalgo y pobre. A que uno respondió estas formales palabras: «¿Pues a tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario público?» Acudió otro de aquellos caballeros con este pensamiento y con mucha agudeza y dijo: «Si necesidad le ha de obligar a escribir, plega a Dios que nunca tenga abundancia para que con sus obras, siendo pobre, haga rico a todo el mundo. Bien creo que esta (para censura un poco larga) alguno dirá que toca los límites del lisonjero elogio, mas la verdad de lo que cortamente digo deshace en el crítico la sospecha y en mi el cuidado. Además, que al día de hoy no se lisonjea a quien no tiene con qué cebar el pico del adulador que, aunque afectuoso y falsamente dice de burlas, pretende ser remunerado de veras».


Pensará el lector que quien dijo esto fue el licenciado Francisco Márquez Torres; no fue sino el mismo Miguel de Cervantes Saavedra, porque el estilo del licenciado Márquez Torres es metafórico, afectadillo y pedantesco, como lo manifiestan los Discursos consolatorios que escribió a don Cristóbal de Sandoval y Rojas, duque de Uceda en la muerte de don Bernardo Sandoval y Rojas, su hijo, primer Marqués de Belmonte. Y, al contrario, el estilo de la aprobación es puro, natural y cortesano, y tan parecido en todo al de Cervantes que no hay cosa en él que le distinga. El licenciado Márquez era capellán y maestro de pajes de don Bernardo Sandoval y Rojas, cardenal, arzobispo de Toledo, inquisidor general y Cervantes era muy favorecido del mismo. Con que ciertamente eran entrambos amigos [50].

Supuesta la amistad, no era mucho que usase Cervantes de semejante libertad. Conténtese, pues, el licenciado Márquez Torres con que Cervantes le hizo partícipe de la gloria de su estilo. Y veamos que movió Cervantes a querer hablar, como dicen, por boca de ganso. No fue otro su designio, sino manifestar la idea de su obra, la estimación de ella y de su autor en las naciones extrañas y su desvalimiento en la propia.

Ya hemos visto estas dos últimas cosas, veamos ahora cuál dice que es el fin de su obra, cómo dice que está escrita y cómo no está, que todo esto contiene a aprobación de este libro igual en todo al primero, atendida la dificultad que tiene la continuación de una ficción, tan perfecta, que ya pudiera tenerse por felizmente acabada:

No hallo (dice) en él cosa indigna de un cristiano celoso, ni que disuene de la decencia debida a buen ejemplo, ni virtudes morales; antes mucha erudición y aprovechamiento, así en la continencia de su bien seguido asunto para extirpar los vanos y mentirosos libros de caballerías, cuyo contagio había cundido más de lo que fuera justo, como en la lisura de lenguaje castellano, no adulterado con enfado y estudiada afectación (vicio con razón aborrecido de hombres cuerdos) y en la corrección de vicios que generalmente toca ocasionando de sus agudos discursos, guarda con tanta cordura las leyes de la reprehensión cristiana que aquel que fuere tocado de la enfermedad que pretende curar, en lo dulce y sabroso de sus medicinas, gustosamente habrá bebido (cuando menos lo imagine) sin empacho ni asco alguno lo provechoso de la detestación de su vicio, con que se hallará (que es lo más difícil de conseguirse) gustoso y reprehendido. Ha habido muchos que, por no haber sabido templar ni mezclar a propósito lo útil con lo dulce, han dado con todo su molesto trabajo en tierra, pues, no pudiendo imitar a Diógenes en lo filósofo y docto, atrevida (por no decir licenciosa y desalumbradamente) le pretenden imitar en los cínico, entregándose a maldicientes, inventando cosas que no pasaron para hacer capaz al vicio que tocan de su áspera reprehensión y, por ventura, descubren caminos para seguirle hasta entonces ignorados, con que viene a quedar, si no reprensores, a lo menos maestros de él. Hácense odiosos a los bien entendidos, con el pueblo pierden el crédito (si alguno tuvieron) por admitir sus escritos, y los vicios que, arrojada e imprudentemente quisieron corregir, quedan en muy peor estado que antes, que no todas las postemas a un mismo tiempo están dispuestas para admitir las recetas o cauterios, antes algunos mucho mejor reciben las blandas y suaves medicinas con cuya aplicación el atentado y docto médico consigue el fin de resolverlas, término que muchas veces es mejor que no el que se alcanza con el rigor del hierro.

Censura digna, por cierto, del buen juicio y de la moderación de ánimo de Miguel de Cervantes.


Muy diferentes eran las que se hacían sus contrarios, dejándole llevar de su dañada intención y maledicencia. Unas, como dije, fueron privadas, otras públicas. Pero tales que el mismo contra quien se dirigieron hizo alarde de contarlas:

Estando yo (dice) en Valladolid, llevaron una carta a mi casa para mí con un real de porte, recibióla y pagó el porte una sobrina mía que nunca ella le pagara, pero dióme por disculpa que muchas veces me había oído decir que en tres cosas era bien gastado el dinero: en dar limosna, en pagar al buen médico, y en el porte de las cartas, ora sean de amigos o de enemigos, que las de los amigos habían y de las de los enemigos se puede tomar algún indicio de sus pensamientos. Diéronmela y venía en ella un soneto malo, desmayado, sin garbo ni agudeza alguna, diciendo mal de Don Quijote y de lo que me pesó fue del real, y propuse desde entonces de no tomar carta con porte [51].

Más sentido se manifestó Cervantes con otro enemigo de su Don Quijote, pues le describió tan al vivo que bien se echa de ver la fuerza de su indignación. Solo se sabe que era fraile, pero no quien ni de qué religión, y así bien podemos copiar aquí su pintura: «La Duquesa y el Duque salieron a la puesta de la sala a recibir (a Don Quijote), y con ellos un grave eclesiástico de estos que gobiernan las casas de los príncipes, de estos que, como no nacen príncipes, no aciertan a enseñar como lo han de ser los que lo son, de estos que quieren que la grandeza de los grandes se mida con la estrechez de sus ánimos, de estos que, queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a ser limitado, los hacen ser miserables. De estos tales, digo, que debía de ser el grave religioso que con los Duques salió a recibir a Don Quijote» [52].


Publicado como queda dicho, tan bien recibido y diversas veces impreso el primer tomo de la Historia de Don Quijote de la Mancha, no faltó en España quien, envidioso de la gloria de Miguel de Cervantes Saavedra, y codicioso de la ganancia de sus libros, aún viviendo él, se atrevió a escribir y publicar una continuación de aquella historia inimitable. El título que dio a su obra fue este:

Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que contiene su tercera salida y es la quinta parte de sus aventuras, compuesto por el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de la Villa de Tordesillas. Al alcalde, regidores e hidalgos de la noble villa del Argamasilla, patria feliz del hidalgo caballero don Quijote de la Mancha. Con licencia, en Tarragona en casa de Felipe Roberto, año 1614. En 8.

Ni el autor de esta obra se llamaba Alonso Fernández de Avellaneda, ni fue natural de Tordesillas, célebre villa de Castilla la Vieja, sino que fue aragonés, pues Miguel de Cervantes Saavedra, a quien debemos suponer bien informado, así le nombró en varias ocasiones. En una llamó a esta continuación Historia del aragonés recién impresa [53]En otra, hablando de ella, dijo: «Esta es la Segunda parte de Don Quijote de la Mancha, no compuesta por Cide Hamete su primer autor, sino por un aragonés que él dice ser natural de Tordesillas» [54]. Aunque Cervantes, pues, en alguna parte le llamó «autor tordesillano», solo fue por hablar en suposición de la ficción de su patria, y quizá para tratarle con apodo equivoco a Rocín Tordillo, como si dijera «autor arrocinado». En suposición, pues, de que la obra se finge haberse escrito en Tordesillas y de haberse impreso en Tarragona, como lo manifiestan la aprobación del libro y licencia para imprimirle, se entenderá fácilmente lo que dijo Cervantes en el principio de su discretísimo prólogo del segundo tomo, aludiendo a la ficción de la patria y realidad de la impresión en Tarragona. Sus palabras son estas: «Válgame Dios, y con cuanta gana debes de estar esperando ahora, lector ilustre (o cualquier plebeyo) este prólogo creyendo hallar en él venganzas, riñas y vituperios del autor del segundo Don Quijote, digo de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona, pues en verdad que no te he de dar este contento que, puesto que los agravios despiertan la cólera en los más humildes pechos, en el mío ha de padecer excepción esta regla. Quisieras tú que lo diera del asno, del mentecato y del atrevido, pero no me pasa por el pensamiento. Castíguele su pecado, con su pan se lo coma y allá se lo haya». Y poco más adelante: «Paréceme que me dices que ando muy limitado y que me contengo mucho en los términos de mi modestia, sabiendo que no se ha de añadir aflicción al afligido y que la que debe de tener este señor sin duda es grande, pues no osa parecer a campo abierto y al cielo claro, encubriendo su nombre, fingiendo su patria como si hubiera hecho alguna tradición de lesa majestad». A aquellas palabras señor y grande, son misteriosas para mí, y, sea lo que fuere, yo estoy persuadido a que el enemigo de Cervantes era muy poderoso, cuando un escritor, soldado, animoso y diestro en el manejo de la pluma y de la espada, no se atrevió a nombrarle. Si ya no es que fuese hombre tan vil y despreciable, que ni aun quiso que se supiese su nombre para que con la misma infamia no lograse alguna fama.

Don Nicolás Antonio juzgó que este autor no tenía genio para continuar tal obra. Esto es poco. Ni tenía genio ni ingenio para tan difícil empresa. No tenía genio porque este supone ingenio, pues como decía la Duquesa que tanto honró a Don Quijote: «las gracias y los donaires no asientan sobre ingenios torpes» [55]. Y tal era el del autor aragonés, cuya leyenda es indigna de cualquier lector que se tenga por honesto. Escribir, pues, con gracia pide un natural muy agudo y muy discreto de que estaba muy ajeno el dicho aragonés. Ni aun le tenía para inventar con alguna apariencia de verosimilitud pues, habiendo intentado continuar la historia de Don Quijote, debía haber imitado el carácter de las personas que fingió Cervantes guardando siempre el decoro, que es la mayor perfección del arte. Últimamente su doctrina es pedantesca y su estilo lleno de impropiedades, solecismos y barbarismos, duro y desapacible y, en suma, digno del desprecio que ha tenido, pues se ha consumido en usos viles y únicamente el haber llegado a ser raro pudo darle estimación, pues habiéndose reimpreso en Madrid después de ciento dieciocho años, esto es en el de 1732, no hay hombre de buen gusto que haga aprecio de él. El año 1704 se imprimió en París una que se llama traducción de esta obra en lengua francesa pero se observa el orden invertido, muchas cosas quitadas y muchas más añadidas, y estas han podido granjear algún crédito a su primer autor.

Este supo ocultar su nombre pero no su maledicencia y codicia, pues se atrevió a hablar en su prólogo con tanta insolencia como esta: «Se prosigue (esta Historia de Don Quijote de la Mancha) con la autoridad que él (Miguel de Cervantes Saavedra) la comenzó y con la copia de fieles relaciones que a su mano llegaron (y digo mano, pues confiesa de si que tiene sola una, y hablando tanto de todos hemos de decir del que, como soldado tan viejo en años, cuanto mozo en bríos, tiene más lengua que manos) pero quéjese de mi trabajo por la ganancia que le quito de su segunda parte». No hagamos caso de la gramática de este escritorcillo digno de la férula. Oigamos otra reprehensión de la inculpable vejez de Miguel de Cervantes, de su condición, pobreza y persecuciones, y tengan paciencia los lectores en sufrir las necias habladurías de un ridículo pedante, que por tal juzgo al que dijo esto:

Y pues Miguel de Cervantes es ya de viejo, como el castillo de San Cervantes, y por los años tan mal contentadizo que todo y todos le enfadan y por ello está tan falto de amigos, que cuando quiera adornar sus libros con sonetos campanudos había de abijarlos (como él dice) al preste Juan de las Indias o al emperador de Trapisonda, por no hallar título quizás en España que no se ofendiera de que tomara su nombre en la boca, con permitir tantos, bajan los suyos en los principios de los libros del autor, de quien murmura y plegue a Dios aun deje ahora que se ha acogido a la iglesia y sagrado. Conténtese con su Galatea y comedias en prosa, que eso son las más de sus novelas. No nos canse. Santo Tomás en la 2.2.q.36. enseña que la envidia es tristeza del bien y aumento ajeno. Doctrina que la tomó de san Juan Damasceno. A este vicio da por hijos de san Gregorio en el lib. 31, cap. 31. de la exposición moral que hizo a la historia del santo Job, aludio, susurración, detracción del prójimo, gozo de sus pesares y pesar de sus buenas dichas y bien se llama este pecado envidia a non videndo, quia invidus non potest videre bona aliorum, efectos todos tan infernales como su causa y tan contrarios a los de la caridad cristiana, de quien dijo san Pablo, I Conrin. 13. Charitas patiens est, benigna est, non aemulatur, non agit perperam: non inflatur, non est ambitiosa, congaudet veriati, etc. Pero disculpan los hierros de su primera parte en esta materia el haberse escrito entre los de una cárcel. Y así no pudo dejar de salir tiznada de ellos, ni salir menos que quejosa, murmuradora, impaciente y colérica, cual lo están los encarcelados.


Si preguntamos a este hombre qué le movió a decir tan grandes desvergüenzas, en todo su prólogo no hallaremos otra causa sino que él y Lope de Vega fueron reprehendidos en la historia de Don Quijote:

No podrá por lo menos dejar de confesar tenemos ambos en fin que es desterrar la perniciosa lección de los vanos libros de caballerías, tan ordinaria en gente rústica y ociosa, si bien en los medios diferenciamos, pues él tomó por tales el ofender a mí y, particularmente a quien tan justamente celebran las naciones más extranjeras (este es Lope de Vega), y la nuestra debe tanto por haber entretenido honestísima y fecundamente tantos años los teatros de España con estupendas e innumerables comedias, con el rigor del arte que pide el mundo, y con la seguridad y limpieza que de un ministro del santo oficio se debe esperar [56].

Fue Lope de Vega familiar del Santo Oficio.

Es muy propio de ignorantes cuando se ven reprehendidos fundar el agravio que imaginan haberles hecho reprendiéndolos en la censura hecha a otros grandes hombres, para que los apasionados a estos se irriten contra el censor. Lope de Vega era, en su tiempo y aún el día de hoy, el príncipe de la cómica española. Censurar un escritor tan célebre era como poner las manos en un hombre sacrosanto.

Pero Lope, que sabía que era de carne y hueso como los demás escritores, como cuerdo agradecía las censuras hechas con verdad y buena intención y procuraba aprovecharse del conocimiento de sus errores. En prueba de esto baste el mismo suceso que dio ocasión a que el indiscreto autor aragonés se quejase tan fuera de propósito y maldijese tanto.

Reprehendieron muchos a Lope de Vega porque componía comedias no ajustadas a los preceptos del arte. Tengo por cierto que Cervantes fue uno de sus más fuertes censores. Procuraría Lope disculparse como mejor podía, quiero decir, atribuyendo muchos de sus descuidos a la condescendencia del vulgo y, viéndose estrechado, llegó a decir que las nuevas circunstancias del tiempo pedían nuevo género de comedias, como si la naturaleza de las cosas fuese mudable por cualquiera accidente. La controversia se puso en términos de que la Academia Poética de Madrid mandase a Lope de Vega que alejase por su parte lo que tuviese que decir. Entonces compuso el razonamiento que intituló Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo. Como hombre ingenuo hubo de confesar sus yerros, dorándolos como mejor pudo de esta suerte:

Mandarme ingenios nobles, flor de España
[…]
que un arte de comedias os escriba
que al estilo del vulgo se reciba.
Fácil parece este sujeto, y fácil
fuera para cualquiera de vosotros
que ha escrito menos de ellas, y más sabe
del arte de escribirlas, y de todo,
que lo que a mi me daña en esta parte,
es haberlas escrito sin el arte.
No porque yo ignorase los preceptos,
gracias a Dios, que ya tirón gramático
pasé los libros que trataban de esto.
Antes que hubiese visto al sol diez veces
discurrí de este el Aries a los peces.
Más porque en fin hallé que las comedias
estaban en España en aquel tiempo,
no como sus primeros inventores
pensaron que en el mundo se escribieran,
más como las trataron muchos bárbaros,
que enseñaron el vulgo a sus rudezas.
Y así se introdujeron de tal modo,
que quien con arte ahora las escribe,
muere sin fama y galardón, que puede
entre los que carecen de su lumbre
más que razón y fuerza, la costumbre.
Verdad es que yo he escrito algunas veces
siguiendo el arte que conocen pocos,
mas luego que salir por otra parte
veo los monstruos de apariencias llenos
adonde acude el vulgo, y las mujeres
que este triste ejercicio canonizan,
a aquel hábito bárbaro me vuelvo,
y cuando he de escribir una comedia,
encierro los preceptos con seis llaves
saco a Terencio y Plauto de mi estudio
para que no me den voces, que suele
dar gritos la verdad en libros muchos.
Y escribo por el arte que inventaron
los que el vulgar aplauso pretendieron,
porque, como las paga el vulgo, es justo
hablarle en necio para darle gusto.

Más adelante dice:

Creed que ha sido fuerza que os trujese
a la memoria algunas cosas de estas,
porque veáis que me pedís que escriba
arte de hacer comedias en España,
donde quanto se escribe es contra el arte,
y que decir como serán ahora
contra el antiguo, y que en razón se funda,
es pedir parecer a mi experiencia,
no el arte, porque el arte verdad dice,
que del ignorante vulgo contradice.

Lo mismo confiesa poco después:

Mas pues del arte vamos tan remotos,
y en España le hacemos mil agravios,
cierren los doctos esta vez los labios.


Y este mismo que por los más juiciosos y leídos es tenido por príncipe de la cómica española (porque don Pedro Calderón de la Barca, ni en la invención ni en el estilo es comparable con él) concluye su arte de este modo:

Mas ninguno de todos llamar puedo
más bárbaro que yo, pues contra el arte
me atrevo a dar preceptos, y me dejo
llevar de la vulgar corriente adonde
me llamen ignorante, Italia y Francia.
Pero, ¿qué puedo hacer, si tengo escritas
con una que he acabado esta semana
cuatrocientas ochenta y tres comedias? [57]
Porque fuera de seis, las demás todas
pecaron contra el arte gravemente.
Sustento, en fin, lo que escribí, y conozco
que, aunque fueran mejor de otra manera,
no tuvieran el gusto que han tenido,
porque a veces lo que es contra lo justo
por la misma razón deleita el gusto.

Tenemos reo confeso a Lope de Vega antes del año 1602, pues en él se imprimió esta arte, si merece tal nombre un razonamiento académico tan contrario a ella. Reflexionemos ahora cuán justa y cuán moderada fue la censura de Cervantes, dirigida a los malos cómicos de su tiempo no a Lope de Vega, de quien hizo el debido aprecio, contestándole solo con reprehender (sin nombrarle) lo mismo que él públicamente había confesado. El discurso de Cervantes, en mi juicio, es el más feliz que escribió, y así débame el lector que le repita el gusto de volver a leerlo. Supongo que Miguel de Cervantes Saavedra se revistió de la persona de un Canónigo de Toledo y, en nombre de este, habló de esta suerte con el célebre cura, Pero Pérez [58]:

He tenido cierta tentación de hacer un libro de caballerías, guardando en él todos los puntos que he significado y, si he de confesar la verdad, tengo escritas más de cien hojas y, para hacer la experiencia de si correspondían a mi estimación, las he comunicado con hombres apasionados de esta leyenda, doctos y discretos y con otros ignorantes que solo atienden al gusto de oír disparates y de todos he hallado una agradable aprobación. Pero con todo esto no he proseguido adelante, así por parecerme que hago cosa ajena de mi profesión, como por ver que es más el número de los simples que de los prudentes, y que puesto es mejor ser loado de los pocos sabios que burlado de los muchos necios, no quiero sujetarme al confuso juicio del desvanecido vulgo, a quien por la mayor parte toca leer semejantes libros. Pero lo que más me lo quitó de las manos, y aun del pensamiento de acabarle, fue un argumento que hice conmigo mesmo, sacado de las comedias que ahora se representan, diciendo: «Si estas que ahora se usan, así las imaginadas como las de la historias, todas, o las más, son conocidos disparates y cosas que no llevan pies ni cabeza, y con todo eso el vulgo las oye con gusto y las tiene y las aprueba por buenas estando tan lejos de serlo y los autores que las componen y los actores que las representan, dicen, que así han de ser, porque así las quiere el vulgo y no de otra manera, y que las que llevan traza y siguen la fábula como el arte pide no sirven sino para cuatro discretos que las entienden y todos los demás se quedan ayunos de entender su artificio, y que a ellos les está mejor ganar de comer con los muchos, que no opinión con los pocos». De este modo vendrá a ser un libro al cabo de haberme quemado las cejas por guardar los preceptos referidos y vendré a ser el sastre del cantillo. Y aunque algunas veces he procurado persuadir a los actores que se engañan en tener la opinión que tienen y que más gente atraerán, y más fama cobrarán representando comedias que haga el arte, que no con las disparatadas, están tan asidos y incorporados en su parecer que no hay razón ni evidencia que de él los saque. Acuérdome que un día dije a uno de estos pertinaces: «Decidme. ¿No os acordáis que ha pocos años que se representaron en España tres tragedias que compuso un famoso poeta de estos reinos, las cuales fueron tales que admiraron, alegraron y suspendieron a todos cuantos las oyeron, así simples como prudentes, así del vulgo como de los escogidos, y dieron más dineros a los representantes ellas tres solas que treinta de las mejores que después acá se han hecho? Sin duda, respondió el autor que digo, que debe de decir V. M. por la Isabela, la Filis y la Alejandra».

Por esas digo, le repliqué yo:

Y mirad si guardaban bien los preceptos del arte y, si por guardarlos dejaron de parecer lo que eran y de agradar a todo el mundo. Así que no está la falta en el vulgo que pide disparates, sino en aquellos que no saben representar otra cosa. Si, que fue disparate La ingratitud vengada, ni le tuvo La Numancia, ni se le halló en la del Mercader amante, ni menos en La enemiga favorable [59], ni en otras algunas que de algunos entendidos poetas han sido compuestas para fama y renombre suyo, y para ganancia de los que les han representado.

Y otras cosas añadí a estas, con que a mi parecer le dejé algo confuso, pero no satisfecho ni convencido para sacarle de su errado pensamiento.

En materia ha tocado V. M., señor canónigo, —dijo a esta sazón el cura— que ha despertado en mi un antiguo rencor que tengo con las comedias que ahora se usan, tal, que iguala al que tengo con los libros de caballerías porque, habiendo de ser la comedia, según le parece a Tulio, espejo de la vida humana, ejemplo de las costumbres y la imagen de la verdad, las que ahora se representan son espejos de disparates, ejemplos de necedades e imágenes de lascivia. Porque, ¿qué mayor disparate puede ser en el sujeto que tratamos que salir un niño en mantillas en la primera escena del primer actor y en la segunda salir ya hecho hombre barbado? ¿Y qué mayor que pintarnos un viejo valiente y un mozo cobarde, un lacayo retórico, un paje consejero, un rey ganapán y una princesa fregona? ¿Qué diré, pues, de la observancia que guardan en los tiempos en que pueden o podían suceder las acciones que representan, sino que he visto comedias que la primera jornada comenzó en Europa, la segunda en Asia, la tercera se acabó en África y, aún si fuera de cuatro jornadas, la cuarta acabará en América y así se hubiera hecho en todas las cuatro partes del mundo? Y si es que la imitación es lo principal que ha de tener la comedia, ¿cómo es posible que satisfaga a ningún mediano entendimiento? Que fingiendo una acción que pasa en tiempo del rey Pepino y Carlo Magno, al mismo que en ella hace la persona principal, le atribuyan que fue el emperador Eraclio que entró con la cruz en Jerusalén y el que ganó la casa santa, como Godofré de Bullon, habiendo infinitos años de lo uno a lo otro y fundándose la comedia sobre cosa fingida, atribuirle verdaders de historia y mezclarle pedazos de otras, sucedidas a diferentes personas y tiempos, y esto no con trazas verisímiles, sino con patentes errores de todo punto inexcusables. Y esto es lo malo, que hay ignorantes que digan que esto es lo perfecto y que lo demás es buscar gullurías. ¿Pues qué si venimos a las comedias divinas? ¿Qué de milagros falsos fingen en ellas? ¿Qué de coas apócrifas y mal entendidas? Atribuyendo a un santo los milagros de otro, y aún en las humanas se atreven a hacer milagros, sin más respeto ni consideración que parecerles que allí estará bien el tal milagro y apariencia, como ellos llaman, para que gente ignorante se admire y venga a la comedia, que todo esto es en perjuicio de la verdad y en menoscabo de las historias y aun en oprobio de los ingenios españoles, porque lo extranjeros que con mucha puntualidad guardan las leyes de la comedia nos tienen por bárbaros e ignorantes, viendo los absurdos y disparates de las que hacemos. Y no sería bastante disculpa de esto decir que el principal intento que las repúblicas bien ordenadas tienen permitiendo que se hagan públicas comedias es para entretener la comunidad con alguna honesta recreación y divertirla a veces de los malos humores que suele engendrar la ociosidad y que, pues este se consigue con cualquier comedia buena o mala, no hay para que poner leyes ni estrechar a los que las componen y representan a que las hagan como debían hacerse, pues, como he dicho, con cualquiera se consigue lo que con ellas se pretende. A lo cual respondería yo que este fin se conseguiría mucho mejor sin comparación alguna con las comedias buenas, que con las no tales. Porque de haber oído la comedia artificiosa y bien ordenada, saldría el oyente alegre con las burlas, enseñado con las veras, admirado de los sucesos, discreto con las razones, advertido con los embustes, sagaz con los ejemplos, airado contra el vicio y enamorado de la virtud, que todos estos efectos ha de despertar la buena comedia en el ánimo del que la escuchare, por rústico y torpe que sea. Y de toda imposibilidad es imposible dejar de alegrar y entretener, satisfacer y contentar, la comedia que todas estas partes tuviere, mucho más que aquella que careciese de ellas, como por la mayor parte carecen estas que de ordinario ahora se representan. Y no tienen la culpa de esto los poetas que las componen, porque algunos si de ellos que conocen muy bien en lo que yerran, y saben extremadamente lo que deben hacer [60]. Pero como las comedias se han hecho mercadería vendible, dicen, y dicen verdad, que los representantes no se las comprarían, si no fuesen de aquel jaez [61]. Y así el poeta procura acomodarse con lo que el representante que le ha de pagar su obra, le pide. Y que esto sea verdad, véase por muchas e infinitas comedias que ha compuesto un felicísimo ingenio de estos reinos, con tanta gala, con tanto donaire, con tan elegante verso, con tan buenas razones, con tan graves sentencias, finalmente tan llenas de elocución y alteza de estilo que tiene lleno el mundo de su fama. Y por querer acomodarse al gusto de los representantes, no han llegado todas, como han llegado algunas al punto de la perfección que requieren [62]. Otros las componen tan sin mirar lo que hacen que después de representadas tienen necesidad los recitantes de huirse y ausentarse, temerosos de ser castigados, como lo han sido muchas veces, por haber representado cosas en perjuicio de algunos reyes y en deshonra de algunos linajes. Y todos estos inconvenientes cesarían, y aun otros muchos más que no digo, con que hubiese en la corte una persona inteligente y discreta que examinase todas las comedias antes que se representasen, no solo aquellas que se hiciesen en la corte, sino todas las que se quisiesen representar en España, sin la cual aprobación, sello y firma, ninguna justicia en su lugar dejase representar comedia alguna, y de esta manera los comediantes tendrías cuidado de enviar las comedias a la corte, y con seguridad podrían representarlas, y aquellos que las componen, mirarían con más cuidado y estudio lo que hacían, temerosos de haber de pasar sus obras por el riguroso examen de quien lo entiende. Y de esta manera se harían buenas comedias y se conseguiría felicísimamente lo que en ellas se pretende, así el entretenimiento del pueblo, como la opinión de los ingenieros de España, el interés y seguridad de los recitantes, y el ahorro del cuidado de castigarlos. Y si se diese cargo a otro o a este mismo que examinase los libros de caballerías que de nuevo se compusiesen, sin duda podrían salir algunos con la perfección que vuestra merced ha dicho enriqueciendo nuestra lengua del agradable y precioso tesoro de la elocuencia, dando ocasión a que los libros viejos se oscureciesen a la luz de los nuevos que saliesen para honesto pasatiempo, no solamente de los ociosos sino de los más ocupados. Pues no es posible que esté continuo el arco armado, ni la condición y flaqueza humana se pueda sustentar sin alguna lícita recreación.


¡Son acaso más graves, más discretos y agradables los diálogos de Platón! ¡Fueron mejores sus deseos! ¿Pudo la censura de Cervantes ser más justa y modesta? Ella fue tal en lo que toca a Lope de Vega, que este no se dio por ofendido, antes bien cuando se le ofreció decir algo de Cervantes escribió con mucha estimación.

Pero el mal continuador de Don Quijote, como desfacedor de agravios literarios, quiso enderezar el tuerto que imaginaba se había hecho a Lope de Vega y, abroquelándose de la autoridad de este, intentó con ella reparar los golpes que le dio Cervantes hiriéndole quizá en alguna de las censuras particulares a que aluden este coloquio y la Novela de los perros, que puede muy bien llamarse Sátira Lucilio-Horaciana porque, imitando a Lucilio y a Horacio, reprehende a muchísimos mordacísima, pero ocultamente. Y siendo quizá uno de los heridos el aragonés, en lugar de satisfacer con buenas razones a la censura de Cervantes, como no las hallaba ni aun aparentes se valió de su maledicencia. Pero bien se la castigó Cervantes porque a lo que se opuso de la vejez, manquedad y genio envidioso, le respondió así [63]:

Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros [64]. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira son eliminadas a lo menos en la estimación de los que saben donde se cobraron, que el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga. Y es esto en mí de manera, que si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella facción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella. Las que el soldado muestra en el rostro y en los pechos, estrellas son que guían a los demás al cielo de la honra y al de desear la justa alabanza. Y base de advertir que no se escribe con las canas, sino con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los años. He sentido también que me llame envidioso y que, como a ignorante, me describa que cosa fea es la envidia, que en realidad de verdad, de Dios que hay, yo no conozco sino a la santa, a la noble y bien intencionada [65]. Y siendo esto así, como lo es, no tengo yo de perseguir a ningún sacerdote, y más si tiene por añadidura ser familiar del Santo Oficio. Y si él lo dijo por quien parece que lo dijo, (esto es, por Lope de Vega) engañóse de todo en todo, que del tal adoro el ingenio, admiro las obras y la ocupación continua y virtuosa.

Que Miguel de Cervantes Saavedra no tuviese envidia a Lope de Vega, se ve en las alabanzas que le dio antes y después del discurso que hizo de las comedias, donde en persona del canónigo de Toledo le censuró tan moderadamente, como hemos visto. En el Libro VI de su Galatea en boca de la misma Calíope dijo:

Muestra en un ingenio la experiencia
que en años verdes y en edad temprana
hace su habitación ansí la ciencia,
como en la edad madura antigua y cana.
No entraré con alguno en competencia,
que contradiga una verdad tan llana,
y más si acaso a sus oídos llega,
que lo digo por vos, Lope de Vega.

Después, en el Viaje del Parnaso habló del mismo con la mayor estimación:

Llovió otra nube al gran Lope de Vega,
poeta insigne, a cuyo verso, a prosa,
ninguno le aventaja, ni aun le llega [66].


Y aun después de la censura del aragonés, en la continuación de la misma Historia de Don Quijote, hablando de Angélica, dijo que «un famoso poeta andaluz (Luis Barahona de Soto) lloró y cantó sus lágrimas, y otro famoso y único poeta castellano (Lope de Vega) cantó su hermosura» [67]. Y en otra parte aludió con mucha estimación a la Arcadia de Lope de Vega [68]. La censura, pues, que de él hizo Cervantes no nació de envidia, pues le alabó tanto como el que más, y sin medida alguna, sino de su gran conocimiento, pues fue muy justa. Y la que hizo de Cervantes el continuador tordesillesco, fue hija de su maledicencia, tan abominable como se ha visto.

De otra manera que Fernández de Avellaneda habló Lope de Vega de Miguel de Cervantes Saavedra cuando, después de haber sido censurado y aún después de la muerte de su censor, cantó y celebró así su gloriosa manquedad:

En la batalla donde el rayo austrino
hijo inmortal del águila famosa
ganó las hojas del laurel divino
al rey del Asia en la campaña undosa,
la fortuna envidiosa
hirió la mano de Miguel de Cervantes,
pero su ingenio en verlos de diamantes
los del plomo volvió con tanta gloria
que por dulces, sonoros y elegantes,
dieron eternidad a su memoria:
porque se diga que una mano herida
pudo dar a su dueño eterna vida [69].

También castigó Cervantes la codicia de su detractor, haciendo desprecio de sus amenazas, encomendando al lector este recado [70]:

Dile también que de la amenaza que me hace, que me ha de quitar la ganancia de su libro, no se me da un ardite que, acomodándome al entremés famoso de la Perendenga, le respondo que viva el veinticuatro mi señor y Cristo con todos. Viva el gran Conde de Lemos (cuya cristiandad y liberalidad bien conocida, contra todos los golpes de mi corta fortuna me tiene en pie). Y vívame la suma caridad del ilustrísimo de Toledo, don Bernardo de Sandoval y Rojas (sospecho que porque Cervantes halló algún consuelo en la piedad de este prelado, dijo su detractor que se había acogido a la iglesia y sagrado). Y si quiera no haya emprentas en el mundo, y si quiera se impriman contra mí más libros que tienen letras las Coplas de Mingo Revulgo. Estos dos príncipes, sin que los solicite adulación mía ni otro género de aplauso, por sola su bondad han tomado a su cargo el hacerme merced y favorecerme, en lo que me tengo por más dichoso y más rico, que si la fortuna por camino ordinario me hubiera puesto en su cumbre. La honra puédela tener el pobre, pero no el vicioso, la pobreza puede anublar a la nobleza, pero no oscurecerla del todo, pero como la virtud dé alguna luz de sí, aunque sea por los inconvenientes y resquicios de la estrecheza, viene a ser estimada de los altos y nobles espíritus, y por el consiguiente favorecida. Y no le digas más.

Puede ser que alguno eche menos la respuesta de Cervantes a lo que dijo el maldiciente satírico, que se hallaba tan falto de amigos que si quisiese adornar sus libros con sonetos no hallaría título quizás en España que no se ofendiera de que tomara su nombre en la boca. A lo cual Cervantes no respondió palabra alguna, porque ya no tenía que añadir a lo que había dicho en boca de aquel amigo suyo, introducido en su prólogo, como consejero del mismo Cervantes, satirizando las costumbres de los escritores de su tiempo con tanta discreción como esta [71]:

Lo primero en que reparáis de los sonetos, epigramas o elogios que os faltan para el principio y que sean de personajes graves y de título se pueden remediar en que vos mesmo toméis algún trabajo en hacerlos, y después los podéis bautizar y poner el nombre que quisiéredes, ahijándolos al preste Juan de las Indias o al emperador de Trapisonda, de quien yo sé que hay noticia que fueron famosos poetas, y cuando no lo hayan sido y hubiese algunos pedantes y bachilleres que por detrás os muerdan y murmuren de esta verdad, no de os de dos maravedís, porque ya que os averiguen la mentira, no os han de cortar la mano con que lo escribieses.

Había entonces en España la ridícula costumbre de prevenir el ánimo de los lectores con muchas alabanzas, la mayor parte de ellas fabricadas por sus mismos autores, como sucede hoy en los que dan muchas juntas literarias que profesan la crítica con poca seriedad, fiándose demasiadamente de juicios ajenos, tal vez ignorantes y tal apasionados. Reprehendió Lope de Vega aquel abuso cuando dijo que Apolo mandaba en un edicto varias cosas:

Y que no propusiesen alabanzas
en censuras fingidas,
con falsas esperanzas
de que serán creídas,
no sin risa escuchadas,
en su soberbia y vanidad fundadas [72].


Satirizando Cervantes a estos tales y satisfaciendo al mismo tiempo el deseo que tenía de ser alabado, puso al principio de su Historia de Don Quijote algunas composiciones poéticas en nombre, no de grandes señores (porque en la república literaria no hay más grandes señores que los que saben) sino de Urganda la desconocida al libro de Don Quijote de la Mancha, de Amadís de Gaula, de don Belianís de Grecia, de Orlando Furioso, del Caballero del Febo y de Solisdan a Don Quijote de la Mancha, de la señora Oriana a Dulcinea del Toboso, de Gandalín, escudero de Amadís de Gaula a Sancho Panza y Rocinante, y, últimamente, un diálogo entre Babieca y Rocinante, queriendo decir con esto que su libro de don Quijote de la Mancha era mejor que todos los libros de caballerías, pues Don Quijote de la Mancha hizo ventaja al célebre Amadís de Gaula, libro que según la fama común, y lo que dijo Cervantes: «Fue el primero de caballerías que se imprimió en España y todos los demás han tomado principio y origen de este […]. Dogmatizador de una secta tan mala […] bien que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto» [73].

También se aventajó Don Quijote al afamado don Belianís de Grecia: «Pues ese, replicó el cura (Pero Pérez, estando haciendo el escrutinio con el barbero Maese Nicolás) con la segunda, tercera y cuarta parte, tienen necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya, y es menester quitarles todo aquello del castillo de la fama y otras impertinencias de más importancia».

Ni son comparables con las graciosas locuras de Don Quijote de la Mancha los desafueros de Orlando Furioso, bien que de su autor dijo el cura que si hablaba en su idioma le pondría sobre su cabeza.

No dijo otro tanto del Caballero del Febo, en cuyo nombre también hizo Cervantes un soneto. Imprimióse este libro con este título: Espejo de príncipes y caballeros en el cual en tres libros se cuentan los inmortales hechos del caballero Febo y de su hermano Rosicler, hijos del grande emperador Trebacio, con las altas caballerías y muy extraños amores de la muy hermosa y extremada princesa Claridiana, y de otros altos príncipes y ccaballeros, por Diego Ortunez de Calahorra de la ciudad de Nágera. Salío el Espejo de príncipes en dos tomos en folio, que contienen la primera y segunda parte, en Zaragoza, año 1581. Su autor Pedro la Sierra. Después Marco Martínez de Alcalá continuó dichas fábulas con este título: Tercera parte del Espejo de príncipes y caballeros, hechos de las hijas y nietos del emperador Trebacio. En Alcalá año 1589. Y Feliciano de Silva escribió después La cuarta parte del Caballero del Febo. Sabidos estos títulos, se entenderá mejor el soneto del caballero del Febo a don Quijote de la Mancha, y se podrá aplicar la crítica que hizo el cura, cuando tomando el barbero un libro, dijo:

Este es espejo de caballerías. Ya conozco a su merced, dijo el cura. Ahí anda el señor Reinaldos de Montalbán con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco y los doce pares con el verdadero historiador de Turpin. Y en verdad que estoy por condenarlos no más que a destierro perpetuo, si quiera porque tienen parte de la invención del famoso Matheo Boyardo, de donde también tejió su tela el cristiano poeta Ludovico Ariosto [74].

Del estilo de Feliciano de Silva hizo gran burla Cervantes en otra parte [75].

De la misma suerte que los caballeros andantes cedieron a Don Quijote de la Mancha, fueron también inferiores sus damas a Dulcinea del Toboso. Y esto significan los versos quebrados de Urganda la desconocida y el soneto de la señora Oriana a Dulcinea del Toboso, damas que hacen mucho papel en la historia de Amadís de Gaula. Fuera de que esto también alude a que en tiempo de Cervantes dieron los escritores en la ridícula manía de hacer sonetos en nombre de mujeres, para que puestos estos al principio de sus obras fuesen aquellas tenidas por poéticas y ellos se tuviesen por favorecidos de ellas.

El soneto de Gandalín a Sancho Panza quiere decir que ningún escudero hubo como Sancho Panza. Y las décimas del poeta entreverado y el diálogo entre Babieca y Rocinante, que no hubo caballo tan célebre como Rocinante, pues «aunque tenía más cuartos que un real y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis, et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni babieca el del Cid con él se igualaban» [76].


En lo que toca, pues, al cargo que el Aragonés hizo a Cervantes de que no tenía de quien valerse para autorizar con varios sonetos la entrada de su libro, no tenía Cervantes satisfacción alguna que añadir, pues de lo mismo que el otro echaba menos, había hecho ya tanta burla, no solo en el prólogo de Don Quijote, sino también en el de sus Novelas pues, hablando de aquel abuso y del amigo en cuya cabeza introdujo los discretísimos consejos que el mismo Cervantes tan diestra y felizmente practicó, después de haberse pintado en lo exterior e interior, según el cuerpo, digo, y el ánimo, añadió:

Y cuando a la (memoria) de esta, amigo, de quien me quejo, no ocurrieran otras cosas de las dichas, que decir de mí, yo me levantará a mí mismo dos docenas de testimonios y se los dijera en secreto con que extendiera mi nombre y acreditara mi ingenio porque pensar que dicen puntualmente la verdad los tales elogios es disparate, por no tener punto preciso ni determinado de alabanzas, ni los vituperios. En fin, pues esta ocasión se pasó, y yo he quedado en blanco y sin figura, será forzoso valerme por mi pico que, aunque tartamudo, no lo será para decir verdades, que dichas por señas suelen ser entendidas.

Después prosigue, diciendo lo que sentía de sus propias novelas, sin hablar, como dicen, por boca de ganso.

A lo que dijo el maldiciente de que Cervantes había escrito su Primera parte de Don Quijote entre los hierros de la cárcel y que por eso había cometido tantos sobre su encarcelamiento no quiso responder. Quizá por no ofender a los ministros de justicia porque, ciertamente, su prisión no sería ignominiosa, pues el mismo Cervantes voluntariamente la refirió en el principio del prólogo de su primer tomo. En lo que toca a sus descuidos, yo no niego que Cervantes haya tenido algunos, los cuales tengo observados, pero como el aragonés no los especificó, no era razón que satisfaciéndole Cervantes, le atribuyese la gloria de una justa o razonable censura. Y así la confesión de los propios descuidos o defensa de los que los críticos de aquel tiempo censuraron, como tales, se reserva para la debida ocasión, y la censura fuera de otros, que se pudieran hacer reparables, se omite por la reverencia que se debe a la buena memoria de tan gran varón.

En lo que Miguel de Cervantes cargó más las mano a su injuriador fue en la reprehensión de su atrevimiento, pues lo fue, y muy grande, continuar una obra de pura invención, siendo ajena y viviendo el autor. Por esto dice al lector:

Si por ventura llegares a conocerle, dile de mi parte que no me tengo por agraviado, que bien se lo que son tentaciones del demonio, y que una de las mayores es ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer, e imprimir un libro con que gané tanta fama como dineros, y tantos dineros cuanta fama. Y para confirmación de esto, quiero que en to buen donaire y gracia le cuentes este cuento.

Prosigue Cervantes contando el cuento, y después otro, con tan satírica gracia que no cabe más.

Pareciéndole a Cervantes que el atrevimiento del aragonés pedía mayor castigo para hacerle más ridículo, en varias partes del cuerpo de su obra entremezcló algunas censuras de aquella perversa continuación, las cuales es razón que aquí se lean juntas para que otros no caigan en tentación semejante.


En el Capítulo LIX del segundo tomo, suponiendo que unos pasajeros estaban leyendo en un mesón la Continuación del aragonés, introduce a un tal Don Juan diciendo así:

Por vida de V. M. señor Don Gerónimo, que en tanto que traen la cena, leamos otro capítulo de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha. Apenas oyó su nombre Don Quijote (el cual estaba en el aposento inmediato, dividido del otro con un sutil tabique) cuando se puso en pie, y con oído alerto escuchó lo que de él trataban y oyó que el tal Don Gerónimo referido respondió:

—¿Para qué quiere V. M. señor Don Juan que leamos estos disparates si el que hubiere leído la primera parte de la historia de Don Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto en leer esta segunda?.

Con todo eso dijo el Don Juan:

—Será bien leerla, pues no hay libro tan malo que no tenga alguna cosa buena.

Lo que a mí en este más me desplace que pinta a Don Quijote ya desenamorado de Dulcinea del Toboso. Oyendo lo cual, Don Quijote, lleno de ira y de despecho, alzó la voz y dijo:

—Quienquiera que dijere que Don Quijote de la Mancha ha olvidado ni puede olvidar a Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que va muy lejos de la verdad, porque la sin par Dulcinea del Toboso ni puede ser olvidada ni en Don Quijote puede caber olvido. Su blasón es la firmeza y su profesión el guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza alguna.

—¿Quién es el que nos responde? respondieron del otro aposento.

—¿Quién ha de ser, respondió Sancho, sino el mismo Don Quijote de la Mancha que hará bueno cuanto ha dicho y aun cuanto dijere? Que al buen pagador no le duelen prendas.

Apenas hubo dicho esto Sancho cuando entraron por la puerta de su aposento dos caballeros, que tales lo parecían y uno de ellos echando los brazos al cuello de Don Quijote, le dijo:

—Ni vuestra presencia puede desmentir vuestro nombre, ni vuestro nombre puede no acreditar vuestra presencia. Sin duda vos, señor, sois el verdadero Don Quijote de la Mancha, norte y lucero de la andante caballería, a despecho y pesar del que ha querido usurpar vuestro nombre y aniquilar vuestras hazañas, como lo ha hecho el autor de este libro, que aquí os entrego.


Y poniéndole un libro en las manos que traía su compañero, le tomó Don Quijote y, sin responder palabra, comenzó a hojearle y de allí a un poco, se le volvió diciendo:

—En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de represión. La primera es algunas palabras que he leído en el prólogo. La otra, que el lenguaje es aragonés porque tal vez escribe sin artículos. Y la tercera, que más le confirma por ignorante, es que yerra y desvía de la verdad en lo más principal de la historia, porque aquí dice que la mujer de Sancho Panza, mi escudero, se llama Mari Gutiérrez, y no se llama tal, sino Teresa Panza [77]. 

Y quien en esta parte tan principal yerra, bien se podrá temer que yerra en todas las demás de la historia. A esto dijo Sancho:

—¡Donosa cosa de historiador! Por cierto, bien debe de estar en el cuento de nuestros sucesos, pues llama Teresa Panza a mi mujer, Mari Gutiérrez. Torne a tomar el libro, señor, y mire si ando yo por ahí, y si me ha mudado el nombre.

—Por lo que he oído hablar, amigo, dijo don Gerónimo, sin duda debéis de ser Sancho Panza, el escudero del señor don Quijote.

—Si soy, respondió Sancho, y me precio de ello.

—Pues a fe, dijo el caballero, que no os trata este autor moderno con la limpieza que en vuestra persona se muestra.

—Píntanos comedor y simple, y no nada gracioso, y muy otro del Sancho que en la primera parte de la historia de vuestro amo se describe. Dios se lo perdone, dijo Sancho. Dejárame en mi rincón, sin acordarse de mí porque quien las sabe, las tañe, y bien se esta San Pedro en Roma. Los dos caballeros pidieron a Don Quijote se pasase a su estancia a cenar con ellos, que bien sabían que en aquella venta no había cosas pertenecientes para su persona. Don Quijote, que siempre fue comedido, condescendió con su demanda y cenó con ellos [78]

Quedóse Sancho con la olla con mero mixto imperio. Sentóse en cabecera de mesa, y con él el ventero, que no menos que Sancho, estaba de sus manos y de sus uñas aficionado. En el discurso de la cena preguntó Don Juan a Don Quijote qué nuevas tenía de la señora Dulcinea del Toboso. Si se había casado, si estaba parida o preñada o, si estando en su entereza, se acordaba (guardando su honestidad y buen decoro) de los amorosos pensamientos del señor don Quijote de la Mancha. A lo que él respondió:

—Dulcinea se está entera y mis pensamientos más firmes, que nunca las correspondencias en su sequedad antigua, su hermosura, en la de una soez labradora transformada.


Como quiera que sea, oigamos lo que sobre el mismo libro dicen Sancho y don Quijote:

—Yo apostaré, dijo Sancho, que antes de mucho tiempo no ha de haber bodegón, venta ni mesón, o tienda de barbero, donde no ande pintada la historia de nuestras hazañas, pero querría yo que la pintasen manos de otro mejor pintor que él ha pintado a estas.

—Tienes razón, Sancho, dijo Don Quijote, porque este pintor es como Orbaneja, un pintor que estaba en Úbeda, que cuando le preguntaban qué pintaba, respondía: lo que saliese. Y. si por ventura pintaba un gallo, escribía debajo: Este es gallo porque no pensasen que era zorra. De esta manera, me parece a mí, Sancho, que debe de ser el pintor o escritor, que todo es uno, que sacó a luz la historia de este nuevo Don Quijote, que ha salido, que pintó o escribió lo que saliere, o habrá sido como un poeta, que andaba los años pasados en la corte, llamado Mauleón, el cual respondía de repente a cuanto le preguntaban. Y preguntándole uno qué quería decir, Deum de Deo, respondió «De donde era» [79].

El mismo Don Quijote, hablando en otra ocasión con Don Álvaro Tarde (que en la historia del aragonés hace mucho papel) tuvo este coloquio:

—Dígame, V. M. Señor don Álvaro, ¿parezco yo en algo a este tal Don Quijote que V. M. me dice? No por cierto, respondió el huésped, en ninguna manera. ¿Y ese Don Quijote, dijo el nuestro, traía consigo a un escudero llamado Sancho Panza? Si traía, respondió Don Álvaro, y aunque tenía fama de muy gracioso, nunca le oí decir gracia que la tuviese.

—Eso creo yo muy bien, dijo a esta sazón Sancho, porque el decir gracias no es para todos, y ese Sancho que V. M. dice, señor gentil hombre, debe de ser algún grandísimo bellaco, frión y ladrón juntamente, que el verdadero Sancho Panza soy yo, que tengo más gracias que llovidas, y si no haga V. M. la experiencia y ándese tras de mí por lo menos un año y verá que se me caen a cada paso, y tales y tantas, que sin saber yo las más veces lo que me digo, hago reír a cuantos me escuchaban, y el verdadero Don Quijote de la Mancha, el famoso, el valiente y el discreto, el enamorado, el desfacedor de agravios, el tutor de pupilos y huérfanos, el amparo de las viudas, en mantenedor de las doncellas, el que tiene por única señora a la sin par Dulcinea del Toboso, es este señor que está presente, que es mi amo.

—Todo cualquier otro Don Quijote y cualquier otro Sancho Panza es burlería y cosa de sueño, por Dios que lo creo, respondió don Álvaro, porque más gracias habéis dicho vos, amigo, en cuatro razones que habéis hablado que el otro Sancho Panza en cuantas yo le oí hablar, que fueron muchas. Más tenía de comilón que de bien hablado y más de tonto que de gracioso. Y tengo por sin duda, que los encantadores que persiguen a Don Quijote el bueno, han querido perseguirme a mi con Don Quijote el malo, pero no sé que me diga, que osaré yo jurar, que le dejó metido en la casa del nuncio en Toledo para que le curen, y ahora remanece aquí otro Don Quijote, aunque bien diferente del mío [80]


—Yo, dijo Don Quijote, no sé si soy bueno, pero sé decir que no soy el malo. Para prueba de lo cual quiero que sepa vuesa merced, mi señor don Álvaro de Tarfe, que en todos los días de mi vida no he estado en Zaragoza, antes por haberme dicho que ese don Quijote fantástico se había hallado en las justas de esta ciudad, no quise yo entrar en ella por sacar a las barbas del mundo su mentira. Y así me pasé de claro a Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y belleza única. Y aunque los sucesos que en ella me han sucedido no son de mucho gusto sino de mucha pesadumbre, los llevo sin ella solo por haberla visto. Finalmente, señor don Álvaro Tarfe, yo soy don Quijote de la Mancha, el mismo que dice la fama y no ese desventurado que ha querido usurpar mi nombre y honrarse con mis pensamientos. A vuesa merced suplico por lo que debe a ser caballero, sea servido de hacer una declaración ante el alcalde de este lugar de que vuesa merced no me ha visto en todos los días de su vida hasta ahora, y de que yo no soy el Don Quijote impreso en la segunda parte, ni ese Sancho Panza mi escudero es aquel que vuestra merced conoció [81]. Eso haré yo de muy buena gana, respondió don Álvaro, puesto que causa admiración ver dos don Quijotes y dos Sanchos a un mismo tiempo, tan conformes en los nombres, como diferentes en las acciones. Y vuelvo a decir, y me afirmo, que no he visto lo que he visto, ni ha pasado por mi lo que ha pasado…Entró acaso el alcalde del pueblo con un escribano, ante el cual alcalde pidió don Quijote por una petición de que a su derecho de que don Álvaro Tarfe, aquel caballero que allí estaba presente, declarase ante su merced como no conocía a don Quijote de la Mancha, que asimismo estaba allí presente, y que no era aquel que andaba impreso en una historia intitulada Segunda parte de Don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal Avellaneda, natural de Tordesillas. Finalmente, el alcalde proveyó jurídicamente. La declaración se hizo con todas las fuerzas que en tales casos debían hacerse, con lo que quedaron don Quijote y Sancho muy alegres, como si les importara mucho semejante declaración, y no mostrara claro la diferencia de los dos don Quijotes, y la de los dos Sanchos, sus obras y sus palabras. Muchas cortesías y ofrecimientos pasaron ante Don Álvaro y Don Quijote, en las cuales mostró el gran manchego su discreción, de modo que desengañó a don Álvaro del error en que estaba, el cual se dio a entender, que debía estar encantado, pues tocaba con la mano dos tan contrarios don Quijotes.

Últimamente, el mismo Don Quijote de la Mancha, o por mejor decir, Alonso Quijano el bueno, restituido ya a su entero juicio en una de las cláusulas de su testamento, ordenó lo siguiente: «Iten suplico a los dichos señores mis albaceas (el señor cura Pero Pérez, y el señor bachiller Sansón Carrasco, que estaban presentes) que si la buena fuerte los trujere a conocer al autor que dicen que compuso una historia que anda por ahí con el título de Segunda parte de las hazañas de Don Quijote de la Mancha. De mi parte le pidan cuan encarecidamente ser pueda, perdone la ocasión que sin yo pensarlo le di de haber escrito tantos y tan grandes disparates como en ella escribe, porque parto de esta vida con escrúpulo de haberle dado motivo para escribirlos» [82]

Mucha razón, pues, tuvo Miguel de Cervantes Saavedra para juzgar y decir que la gloria de continuar con felicidad la Historia de Don Quijote de la Mancha, solo quedaba reservada a su pluma. Y para que esto no sonase a jactancia, puso este discreto razonamiento en boca de Cide Hamete Benengeli, hablando este con su propia pluma. Dice, pues, Cervantes:

Y el prudentísimo Cide Hamete dijo a su pluma: «aquí quedarás colgada de esta espetera y de este hilo de alambra, ni sé bien cortada o mal tajada, Peñola mía, a donde vivirás luengos siglos, si presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para profanarte. Pero antes que a ti lleguen, les puedes advertir y decirles, en el mejor modo que pudieres [83]: 'Tate, tate, folloncicos, de ninguno sea tocada'¡, porque esta empresa, buen rey, para mí estaba guardada. Para mí sola nació Don Quijote y yo para él, él supo obrar y yo escribir, solos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió, o se ha de atrever, a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero, porque no es carga de sus hombros ni asunto de su resfriado ingenio. A quien advertirás (si a caso llegas a conocerle [84]) que deje reposar en la sepultura los cansados, y ya podridos, huesos de Don Quijote y no le quiera llevar contra todos los fueros de la muerte a Castilla la Vieja, haciéndole salir de la fosa donde real y verdaderamente yace, tendido de largo a largo, imposibilitado de hacer tercera jornada y salida nueva que, para hacer burla de tantas, como hicieron tantos andantes caballeros, bastan las dos que él hizo, tan a gusto y beneplácito de las gentes [85], a cuya noticia llegaron, así en estos como en los extraños reinos y con esto cumplirás con su cristiana profesión, aconsejando bien a quien mal te quiere y yo quedaré satisfecho [86] y ufano de haber sido el primero que gozó el fruto de sus escritos enteramente, como deseaba, pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por las de mi verdadero Don Quijote van ya tropezando y han de caer del todo, sin duda alguna. Vale.


En efecto, luego que salió el primer tomo de la Historia de Don Quijtoe, este caballero andante empezó a arrinconar a todos los demás, y después que salió el segundo tomo, en el año 1615 fue tan grande y tan universal el aplauso que mereció esta obra, que muy pocas han logrado en el mundo tanta, tan general y tan constante aprobación. Porque hay libros que solo se estiman porque su estilo es texto para las lenguas muertas; otros, a quienes hicieron célebres las circunstancias del tiempo, y pasadas aquellas, cesó su aplauso; otros, que siempre se aprecian por la grandeza del asunto. Y los de Cervantes, teniéndole ridículo, siendo ahora menos extendido el dominio español y, estando escritos en lengua viva reducida a ciertos límites, vive y triunfan a pesar del olvido y son hoy en el mundo tan necesarios como cuando salieran a luz la primera vez porque después que Francia, con la feliz protección de Luis XIV, llegó a la cumbre del saber, empezó a descaecer y, faltando letrados semejantes a Sirmondo, Bossuet, Huit y a otros varones como ellos, de inmortal memoria, comenzó a prevalecer el espíritu novelero y ha cundido de manera la afición a las fábulas, que sus diarios literarios están rellenos de ellas y de Francia apenas nos vienen otros libros. El daño que causaron en otro tiempo semejantes fábulas fue tan grande que se puede llamar universal. Por eso aquel juiciosísimo censor de la república literaria, Juan Luis Vives, quedándose gravísimamente de las corrompidas costumbres de su tiempo, decía:

¿Qué manera de vivir es esta que no se tenga por canción la que no sea torpe? [87] Conviene, pues, que las leyes y los magistrados den providencia contra esto y también contra los libros pestilenciales, cuales son en España, Amadís, Esplandián, Floriando, Tirante, Tristán, a cuyos despropósitos no se pone término, cada día salen de nuevo más y más, como Celestina alcahueta, madre de maldades, Cárcel de amores. En Francia, Lanzarote del lago, Perís y Viena, Punto y Sidonia, Pedro Proenzal, y Magalona, Melisendra, dueña inexorable. Aquí en Flandes (escribía Vives en Brujas, año 1523) Florián y Blanca Flor, Leonela y Canamor, Curias y Floreta, Príamo y Tisbe. Hay algunos libros traducidos de latín en lenguas vulgares, como las desgraciadísimas gracias de Poggio, Eurialo y Lucrecia, las cien novelas de Boccaccio [88]. Todos los cuales libros escribieron unos hombres ociosos, mal empleados, imperitos, entregados a los vicios y a la porquería. En los cuales me maravillo que haya cosa que deleite. Pero las cosas malas nos halagan mucho.

Medicina, pues, muy eficaz, fue la que aplicó el ingeniosísimo Cervantes, pues purgó los ánimos de toda Europa de tan envejecida afición a semejantes libros tan pegajosos. Vuelva, pues, a salir Don Quijote de la Mancha y desengañe un loco a muchos locos voluntarios, divierta a un discreto, como Cervantes, a tantos ociosos y graciosísimos libros. Sobre los cuales suele haber duda cuál de los tomos es mejor, ¿el que contiene la primera y segunda salida de Don Quijote, o la tercera?

Yo quiero que la decisión de esta cuestión tan crítica no sea mía, sino del mismo Cervantes, el cual, habiendo oído el juicio que algunos anticipadamente habían hecho, introdujo este coloquio entre Don Quijote de la Mancha, el bachiller Sansón Carrasco y Sancho Panza:

—¿Por ventura, dijo Don Quijote, promete el autor (esto es, Cide Hamete Ben-Engueli) segunda parte? Sí, promete, respondió Sansón, pero dice que no ha hallado ni sabe quién la tiene, y así estamos en duda si saldrá o no [89]. Y así, por esto, como porque algunos dicen, nunca segundas partes fueron buenas, y otros, de las cosas de Don Quijote bastan las escritas, se duda que no ha de haber segunda parte. Aunque algunos que son más joviales que saturninos, dicen: "Vengan más quijotadas. Embista Don Quijote y hable Sancho Panza, y sea lo que fuere, que con eso nos contentamos".


—¿Y a qué se atiene el autor?, dijo don Quijote.

—¿A qué? respondió Sansón, en hallando que halle la historia, que él va buscando con extraordinarias diligencias, le dará luego a la estampa, llevado más del interés que de darla se le sigue que de otra alabanza alguna.

A lo que dijo Sancho:

—¿Al dinero y al interés mira el autor? Maravilla será que acierte porque no hará sino harbar, harbar, como sastre en vísperas de pascuas, y las obras que se hacen aprisa, nunca se acaban con la perfección que requieren. Atienda ese señor moro, o lo que es, a mirar lo que hace, que yo y mi señor le daremos tanto ripio a la mano en materia de aventuras y de sucesos diferentes que pueda componer no solo segunda parte sino ciento. Debe de pensar el buen hombre sin duda que nos dormimos aquí en las pajas, pues tengamos el pie al errar y verá del que cosqueamos. Lo que yo sé decir es que si mi señor tomase mi consejo ya habíamos de estar en esas campañas deshaciendo agravios y enderezando entuertos, como es uso y costumbre de los buenos andantes caballeros.

En cuyo coloquio quiso Cervantes darnos a entender que tenía ingenio para la invención, no solo de uno, sino de cien quijotes. La del segundo tomo no es menos agradable que la del primero, y la enseñanza es mucho mayor. Fuera de esto en la narración principal no entremetió novela alguna totalmente separada del asunto, lo cual es muy contra el arte de fabular, sino que diestramente ingirió muchos episodios muy bien enlazados con el principal asunto, cosa que pide gran ingenio y singular habilidad. Oigamos otra vez al mismo Cervantes:

Dice que en el propio original de esta historia se lee que, llegando Cide Hamete a escribir este capítulo, no le tradujo su intérprete como él le había escrito, que fue un modo de queja que tuvo el moro de sí mismo por haber tomado entre manos una historia tan seca y tan limitada como esta de Don Quijote, por parecerle que siempre había de hablar de él y de Sancho, sin osar entenderse a otras digresiones y episodios más graves y más entretenidos, y decía que el ir siempre atenido el entendimiento, la mano y la pluma, a escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas, era un trabajo incomportable, cuyo fruto no redundaba en el de su autor y que, por huir de este inconveniente había usado en la primera parte, del artificio de algunas novelas, como fueron la del curioso impertinente y la del capitán cautivo, que están como separadas de la historia, puesto que las demás que allí se cuentan son casos sucedidos al mismo Don Quijote, que no podían dejar de escribirse. También pensó, como él dice, que muchos llevados de la atención que piden las hazañas de Don Quijote, no la darían a las novelas y pasarían por ellas, o con prisa o con enfado, sin advertir la gala y artificio que en sí contienen, el cual se mostrará bien al descubierto cuando por sí solas, sin arrimarse a las locuras de Don Quijote ni a las sandeces de Sancho, salieran a la luz. Y, así, en esta segunda parte no quiso ingerir novelas sueltas, ni pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, nacidos de los mismos sucesos que la verdad ofrece y aún estos limitadamente y con solas las palabras que bastan a declararlos [90]. Y pues se contiene y cierra en los estrechos límites de la narración, teniendo habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo, pide no se desprecie su trabajo y se le den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir.


Los que dicen, pues, que Cervantes en su segunda parte no se igualó a sí mismo sepan que su opinión nace o de la tradición de los que, enamorados de la primera, pensaron que no podía tener segunda, o de su poca inteligencia y, pues echan menos en esta los que el mismo Cervantes confesó, que en la otra habían sido defectos del arte o licencias del artífice para desahogo de su imaginación y divertimento de la del lector.

En medio de tantas y tan justas alabanzas, así de la admirable invención de Cervantes como de su prudente disposición y singular elocuencia, como el que escribe es uno, y los que leen muchos, y la atención del autor, ocupada en inventar, tal vez deja de transportar de la viveza de su imaginación, y siendo esta demasiadamente fecunda, la misma multitud de circunstancias suele hacer que estas no se conforman entre sí o no convengan al tiempo o al lugar en que se siguen, no es mucho que Miguel de Cervantes Saavedra tropezase algunas veces con la inverosimilitud y falsedad, en lo cual tiene Cervantes por compañeros a cuantos han escrito hasta hoy obras en que la invención haya sido dilatada, pues en todas ellas se hallan semejantes descuidos. Bien lo conoció el mismo Cervantes, pues habiéndole censurado algunas cosas de las que había escrito en su tomo primero, confesó sus descuidos en los capítulos tercero, cuarto y cuarenta y tres de su tomo segundo, donde borró muchos de sus yerros con la misma ingenuidad de tenerlos por tales y procuró dorar algunos de ellos con tan graciosos disculpas, que la misma defensa es un nuevo y glorioso género de confesión. Tan generoso, pues, era su genio que si viviese hoy y le propusieran nuevas censuras, como fuesen justas, ciertamente se daría por bien advertido.

Con la confianza, pues, que me da el ser yo uno de sus más apasionados, me atreveré a decir que en algunos casos excedió los límites de la verosimilitud y tal vez tocó en los de una manifiesta falsedad. Porque en la célebre pendencia que tuvo con el vizcaíno don Sancho de Azpeitia, en suposición de que Don Quijote le arremetió con determinación de quitarle la vida, es inverosímil que el vizcaíno, que tendría ocupada la mano siniestra con las riendas de su mula, no solo tuviese tiempo para sacar la espada con la derecha, sino también para tomar una almohada del coche, que le sirvió de escudo, pues los que iban en el coche, naturalmente estarían sentados sobre ella, y cuando así no fuese, siempre tiene su dificultad que pudiese el vizcaíno tomarla tan aprisa, dando lugar a todo esto la furia de un loco.

También me parece inverosímil que Camila que en la novela de El curioso impertinente se finge que hablaba a solas y consigo mismo, hablase tanto y de manera que Anselmo, que estaba escondido, pudiese oír un tan largo soliloquio. Pues, si los cómicos de mayor arte introdujeron en sus comedias algunos soliloquios, fue para que los mirones se instruyesen en los ocultos pensamientos de las personas de la fábula, pero no para que las personas introducidas escuchasen tan prolijas arengas.


El razonamiento que hizo Sancho Panza a su amo Don Quijote, referido en el capítulo VIII del segundo tomo, ciertamente excede la capacidad de un hombre tan sencillo como Panza. No haré cargo a Cervantes de la poca verosimilitud con que escribió lo que se sigue:

Este Ginés de Pasamonte, a quien Don Quijote llamaba Ginesillo de Parapilla, fue el que hurtó a Sancho Panza el rucio que, por no haberse puesto el cómo ni el cuándo en la primera parte, por culpa de los impresores, ha dado en que entender a muchos que atribuían a poca memoria del autor la falta de la imprenta. Pero en resolución, Ginés le hurtó estando sobre él durmiendo Sancho Panza, usando de la traza y modo que usó Brunelo cuando estando Sacripante sobre Albraca, le sacó el caballo de entre las piernas y después le cobró Sancho, como se ha contado [91].

Digo que no haré cargo a Cervantes de que esta invención tiene más de posible que de verosímil, porque se ve que Cervantes tiró en esto a reprehender a los autores que suelen disculpar sus errores en los descuidos de los impresores sin advertir que los de estos solo suelen reducirse a trocar letras o palabras y a omitir tal vez algunas cláusulas. Y, en lo que toca a la salida del modo y tiempo en que Ginesillo de Pasamonte hurtó el rucio, parece, si no conozco mal el genio de Cervantes, que su fin solo fue reírse de la invención del modo de hurtar el caballo de Sacripante.

Pero no sé yo como poder disculpar la ficción [92] de que en un lugar de Aragón de más de mil vecinos durase ocho o diez días [93] la publicidad de tener un gobernador de burlas. Si esto es verosímil, los aragoneses lo digan. Lo que yo sé es que, no habiendo en Aragón caverna alguna que tenga de largo media legua es contra toda verdad haber fingido que Sancho Panza anduvo por ella todo ese trecho, hasta parar en un lugar donde Don Quijote desde arriba oyó sus lamentos [94].

Tampoco sé como poder disculpar el que habiendo dicho Cervantes que la fama había guardado en las memorias de La Mancha que Don Quijote la tercera vez que salió de su casa fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas, que en aquella ciudad hicieron, y allí le pasaron cosas dignas de su valor y buen entendimiento, después Cervantes en su continuación dice que Don Quijote no pondría los pies en Zaragoza por sacar mentiroso al historiador moderno, siendo así que en hacerle ir a las justas de Zaragoza hubiera seguido a la fama.

Menos disculpa tiene haber llamado Cervantes Juana Gutiérrez a la mujer de Sancho Panza, o Juana Panza [95], que es lo mismo, porque se usa en La Mancha tomar las mujeres el apellido de sus maridos, y reprehender al continuador aragonés [96], porque no sin alguna razón [97], la llamó Mari-Gutiérrez [98], y llamarla después el mismo Cervantes en todo su segundo tomo Teresa Panza. Aunque yo creo que esto picó en historia verdadera [99].

Fuera de todo esto, cualquiera que se entretenga en formar un diario de las salidas de Don Quijote, hallará la cuenta de Cervantes muy errada y nada conforme a los sucesos referidos.

En una cosa debe ser tratado Cervantes con algún rigor y es en los anacronismos o retrocedimientos de tiempo, porque, habiéndolos reprehendido tan justamente en sus contemporáneos cómicos, también en él deben ser censurados [100]. Señalaré algunos de estos defectos.


Pero para que se entienda mejor lo que voy a decir, es menester suponer que ha sido costumbre de muchos que han publicado libros de caballerías querer autorizarlos, diciendo que se habían hallado en alguna parte, escritos con letras muy antiguas difíciles de leer. Así, Garci-Ordóñez de Montalbo, regidor de Medina del Campo, después de haber dicho que había corregido los Tres libros de Amadís, que por falta de los malos escritores o componedores se leían muy corruptos y viciosos, inmediatamente añadió que publicaba aquellos libros:

trasladando y enmendando El libro cuarto con las sergas de Esplandián, su hijo, que hasta aquí no es en memoria de ninguno ser visto que, por gran dicha, pareció en una tumba de piedra que debajo de la tierra en una ermita cerca de Constantinopla fue hallado, y traído por un Húngaro mercader a estas partes de España en la letra y pergamino tan antiguo, que con mucho trabajo se pudo leer por aquellos que la lengua sabían.

Imitando en esto Cervantes a Garci-Ordóñez de Montalvo, dijo:

Que la buena suerte le deparó un antiguo médico que tenía en su poder una caja de plomo, que según él dijo se había hallado en los cimientos derribados de una antigua ermita que se renovara, en la cual caja se habían hallado unos pergaminos escritos con letras góticas, pero en versos castellanos, que contenían muchas de sus hazañas (esto es, Don Quijote), y daban noticia de la hermosura de Dulcinea del Toboso, de la figura de Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza, y de la sepultura del mismo Don Quijote con diferentes epitafios y elogios de su vida y costumbres [101].

Escribía esto Cervantes en el año mil seiscientos y cuatro y lo imprimió en el siguiente. Dejo al arbitrio del juicioso lector determinar la edad en que según las referidas circunstancias se finge que vivió Don Quijote de la Mancha. Referir un antiguo médico el hallazgo de los pergaminos donde estaban los epitafios de Don Quijote, haberse hallado en los cimientos derribados de una antigua ermita y estar escritos en letras góticas, cuyo uso se prohibió en España en tiempo del rey don Alonso el Sexto, todas son circunstancias que arguyen el pasaje de algunos siglos [102]. Y esto mismo supone un discurso de Don Quijote, tan ocultamente erudito como graciosamente disparatado [103]:

¿No han vuestras mercedes leído, respondió Don Quijote, los anales e historias de Inglaterra, donde se tratan las famosas hazañas del rey Arturo, que continuamente en nuestro romance castellano llamamos el rey Artús, de quien es tradición antigua y común en todo aquel reino de la Gran Bretaña, que este rey no murió, sino que por arte de encantamiento se convirtió en cuervo y que, andando los tiempos, ha de volver a reinar y cobrar su reino y cetro? A cuya causa no se probará que desde aquel tiempo a este haya ningún inglés muerto cuervo alguno. Pues en tiempo de este buen rey fue instituida aquella famosa orden de caballerías de los caballeros de la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar un punto, los amores que allí se cuentan de don Lanzarote del lago con la reina Ginebra, siendo medianera de ellos y sabidora, aquella tan honrada dueña Quintañona, de donde nació aquel tan sabido romance y tan decantado en nuestra España, de

Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera Lanzarote
quedando de Bretaña vino.


Con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos y fuertes hechos. Pues desde entonces de mano en mano fue aquella orden de caballería extendiéndose y dilatándose por muchas y diversas partes del mundo. Y en ella fueron famosos y conocidos por sus hechos, el valiente Amadís de Gaula, con todos sus hijos y nietos hasta la quinta generación y el valeroso Félix Marte de Hicarnia, y él nunca como se debe alabado Tirante el Blanco. Y casi que en nuestros días vimos y comunicamos y oímos al invencible y valeroso caballero don Belianís de Grecia [104]. Esto, pues, señores, es ser caballero andante y la que he dicho es la orden de su caballería.

Si Don Quijote, pues, fue tan vecino al tiempo en que se fingió haber vivido don Belianís de Grecia y la demás caterva de caballeros andantes, habiéndose referido estos a los siglos inmediatos al origen del cristianismo, como lo observó y censuró el erudito autor del Diálogo de las lenguas, es consiguiente que Don Quijote de La Mancha se finja haber vivido muchos siglos ha [105]. ¿Cómo, pues, Cervantes supone introducido ya en tiempo de Don Quijote el uso de los coches? Siendo así que Gonzalo Fernández de Oviedo en su Adición, o segunda parte a los oficios de la Casa Real, título del caballerizo de las Andas, dice que la princesa Margarita cuando vino a casar con el príncipe don Juan, trajo el uso de los carros de cuatro ruedas y que, habiéndose vuelto viuda a Flandes, cesaron tales carros y quedaron las literas que antes se usaban. Aun en Francia, de donde nos vino esta moda, como casi todas las demás, no es muy antiguo el uso de los coches porque Juan de Laval Boisdausin, de la casa de Memoransi, fue el primero que a lo último del reinado de Francisco Primero se sirvió de un coche por causa de su corpulencia, que era tal que no le permitía ir a caballo. Debajo del reinado de Enrique II  solo había en la corte de Francia dos coches, uno para la reina, su mujer, y otro para Diana, hija natural del rey. En la ciudad de París, habiendo sido nombrado primer presidente Christobal de Thou, fue el primero que tuvo coche, pero nunca se sirvió de él para ir a la casa real. Estos ejemplos que introdujo la grandeza o necesidad fueron luego tan perniciosos que llegó la vanidad al último grado. Por lo que toca a España, escribiendo de esto don Lorenzo Vander Hamen y León en el Libro primero de la vida de don Juan de Austria, dijo estás bien sentidas palabras:

Venía (Charles Pubest, criado del rey emperador Carlos V) en un coche o carrocilla de las que en aquellas provincias se usaban. Cosa raras veces vista en estos reinos. Salían las ciudades enteras a verla con admiración. Tan corta noticia se tenía por entonces de este género de deleite. Solo lo que usaban eran carretas de bueyes y en ellas andaban las personas más graves tal vez. Don Juan (porque no traigamos ejemplos de fuera de casa) fue muchos a visitar el templo de nuestra señora de Regla (Loreto de Andalucía) en una de estas en compañía de la Duquesa de Medina. Esto se usaba en aquel tiempo. Pero dentro de pocos años (el del setenta y siete) fue necesario prohibir los coches por pragmática. Tan introducido se hallaba ya este vicio infernal, que tanto daño ha causado a Castilla.

Para pintar este abuso Miguel de Cervantes hizo que Teresa Panza, mujer de un pobre labrador, manifestase deseos de servirse de coche, solo por imaginar que su marido era gobernador de la Ínsula Barataria, así como para reírse de algunos grados de doctor que se daban en su tiempo y que debían suponer, pero no hacían a los hombres doctos, hizo mención de algunos licenciados graduados en las universidades de Siguenza y Osuna [106], en tiempo de Don Quijote [107], siendo así que por consejo del cardenal Jiménez de Cisneros erigió la de Siguenza don Juan López de Medina, consejero de Enrique Cuarto y su enviado en Roma, arcediano de Almazán, dignidad de la Catedral de Siguenza y canónigo de Toledo y más adelante en el año 1548 fundó la de Osuna, con aprobación de Carlos V y Paulo III, don Juan Tellez Girón, conde de Ureña. Si Cervantes viviese hoy sobre este punto de los grados diría algo más. Pero sea su comentador don Diego de Saavedra en su República literaria.


Fue también falta de atención aludir en el supuesto tiempo de Don Quijote al Concilio de Trento, que empezó a celebrarse año 1544, siendo pontífice Paulo III y se acabó en tiempo de Pío IV [108]

También Cervantes hizo mención de la América en boca del cura antes que Américo Vespercio, Florentín, el año 1497 hubiese puesto los pies en ella dándole su nombre, siendo en esto más feliz que Christobal Colón, genovés, que fue su primer descubridor, año 1592 [109].

Ni debía haber hecho mención de Hernán Cortés [110], ni de la destreza de los jinetes mexicanos antes que en el mundo hubiese Cortés [111], conquistador de México y que en tal ciudad hubiese habido caballos. Nombró también la famosa Cerro del Potosí [112] antes que descubriese sus prodigiosas venas de plata aquel bárbaro cazador [113]. Y la voz cacique [114] venida de la Isla Española [115] no debía ponerse en boca de Sancho Panza [116].

Fuera de esto, siendo tan reciente la impresión no había de suponer su uso en tiempo de Don Quijote [117], ni hacer mención de tantos autores modernos, así extranjeros como españoles. Extranjeros como Ariosto [118], Miguel Verino [119], Jacobo Sannazaro [120], Antonio de Lofraso, poeta sardo [121], Polidoro Virgilio y otros [122]. Españoles, como Garcilaso de la Vega, a quien unas veces alaba expresamente [123], otras alega sus versos sin nombrarle [124], y otras alude a él claramente [125]. De Juan Boscán, poeta contemporáneo y muy antiguo de Garcilaso, dice Don Quijote [126]. El antiguo Boscán se llamó Nemoroso, en lo cual erró de muchas maneras, llamando Antigua a Boscán, y aludiendo a la Primera Égloga de Garcilaso de la Vega.

El mismo Don Quijote hablando muy directamente de la común gracia de las traducciones dice:

Fuera de esta cuenta van los dos famosos traductores, el uno el doctor Cristóbal de Figueroa en su pastor Fido, y el otro don Juan de Jáuregui en su Aminta, donde felizmente ponen en duda cuál es la traducción o cual el original [127]

Y se ha de advertir que el doctor Suárez de Figueroa publicó El pastor Fido, tragicomedia pastoral de Bautista Guarino, en Valencia, año 1609, en la oficina de Pedro Ptricio Mey, y don Juan de Jáuregui El aminta, comedia pastoril de Torquato Tasso, en Sevilla, por Francisco Lira, año 1618 en 4º.


También una pastora, hablando con Don Quijote, nombró con anticipación de tiempo a Camoes, celebrándole como poeta excelentísimo en su misma lengua portuguesa. Que fue lo mismo que reprehender las traducciones castellanas de Luis Gómez de Tapia, de Benito Caldera y de Enrique Garcez, para que se vea la dificultad que tienen las traducciones, pues dos tan semejantes dialectos de una misma lengua no son iguales en la expresión y armonía [128]

En el celebrado Capítulo sexto del tomo primero, suponiéndose el escrutinio en tiempo de Don Quijote, se hacen críticas de las obras de Jorge de Montemayor, Gil Polo, López Maldonado, don Alfonso de Ercilla, Juan Rufo, Cristóbal de Virués, y aún de La Galatea del mismo Cervantes.

También hace este mención de las obras del obispo de Ávila [129], don Alonso Tostado, natural de Madrigal [130], de donde quiso llamarse, el cual nació cerca de los años del señor mil cuatrocientos, y murió en Bonilla de la Sierra a tres de septiembre de 1455 [131]. Cita el Dioscórides ilustrado por el doctor Laguna, impreso en Salamanca año 1586, y los refranes del comendador griego [132], publicados e la misma ciudad año 1555. También las Súmulas de Villalpando [133], siendo así que el doctor Gaspar Cardillo de Villalpando las imprimió en Alcalá año 1599.

Las obras que censuró Cervantes sin nombrar sus autores, casi todos coetáneos suyos, son muchísimas. Me contentaré con apuntar algunos ejemplos.

Hablando de la traducción que hizo de Ludovico Ariosto, don Gerónimo de Urrea, la cual salió a luz en León de Francia, impresa en 4º por Guillermo Roville, año 1556 dice en nombre del cura:

Le perdonáramos al señor capitán, que no le hubiera traído a España, y hecho castellano, que le quitó mucho de su natural valor. Y lo mismo harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua, que por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento [134].


De donde puede inferirse cuanto más insípidas serán las dos traducciones que hicieron en prosa y publicaron dos toledanos, el uno Fernando de Alcocer, año 1510, el otro Diego Vázquez de Contreras, año 1585. Entrambos tan malos como fieles intérpretes de la letra de Ariosto. Más adelante, hablando el cura de las tres Dianas, es, a saber, de la de Jorge de Montemayor, que tiene primera y segunda parte, publicada en Madrid por Luis Sánchez, año 1545 en 12 de la de Alfonso Pérez, doctor en Medicina, conocido por el nombre de Salmantino, la cual salió a luz en Alcalá año 1564 en 8, y de la de Gaspar Gil Polo, impresa en Valencia año 1564 hablando, digo, el cura de las tres Dianas, dice así:

—Y pues comenzamos por la Diana de Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y del agua encantada y casi todos versos mayores y quédele en hora buena la prosa y la honra de ser primero en semejantes libros. Esta que se sigue, dijo el barbero, es La Diana, llamada Segunda del Salmantino, y este otro que tiene el mismo nombre, cuyo autor es Gil Polo.

—Pues la del salmantino, respondió el cura, acompañe y acreciente el número de los condenados al corral, y la de Gil Polo se guarde como si fuera del mismo Apolo.

Poco más adelante prosiguió el barbero, diciendo:

—Estos que se siguen, son El pastor de Iberia, ninfas de Henares y desengaños de celos.

—Pues no hay más que hacer, dijo el cura, sino entregarlos al brazo seglar del ama y no se me pregunte el por qué, que sería nunca acabar.

El autor Desengaños de celos, no sé quien fue. De El pastor de Iberia lo fue Bernardo de la Vega, natural de Madrid, canónigo de Tucumán en la América meridional, y le imprimió año 1591 en 8º; Bernardo Pérez de Bobadilla fue el que escribió la novela Ninfas y pastores de Henares y la publicó año 1587 en 8º. Aludiendo Cervantes a estas dos censuras y, queriendo dar a entender que en el Viaje del Parnaso (en el cual fingió que concurrieron casi todos los poetas de España) había alabado a muchos según la fama popular, introdujo un poeta descontento, haciéndole cargo por la omisión de estos dos poetas, y la censura que les hizo. Reprehende dicho poeta a Cervantes de este modo [135]:


Yo te confieso, o bárbaro, y no niego,
que algunos de los muchos que escogiste,
(sin que el respeto te forzase, o ruego)
en el debido punto los pusiste.
Pero con los demás, sin duda alguna,
pródigo de alabanzas anduviste.
Has alzado a los cielos la Fortuna
de muchos que en el cuerno del olvido
(sin ver la luz del sol, ni de la luna)
yacían. Ni llamado, ni escogido
fue el gran pastor de Iberia, el gran Bernardo,
que de la Vega tiene el apellido.
Fuiste envidioso, descuidado y tardo,
y a las Ninfas de Henares, y pastores,
como a enemigos les tirase un dardo.

Más adelante puso Cervantes entre los poetas del Viaje del Parnaso a Bernardo de la Vega, pero entre los malos poetas, diciendo así:

Llegó el pastor de Iberia, aunque algo tarde,
y derribó catorce de los nuestros,
haciendo de su ingenio fuerza y alarde.

Continuándose el escrutinio de los libros de Don Quijote, dijo el barbero:

—Este que viene es El pastor de Filida.

—No es ese pastor, dijo el cura, sino muy discreto cortesano (habla de Luis Gálvez de Montalvo, que publicó su Pastor de Filida en Madrid, año 1582). Guárdese como joya preciosa. Este grande que aquí viene se intitula, dijo el barbero, Tesoro de varias poesías. Como ellas no fueran tantas, dijo el cura, fueran más estimadas. Menester es que este libro se escarde, y limpie de algunas vaguezas que entre sus grandezas tiene. Guárdese, porque su autor es amigo mío y por respeto de otras más heroicas y levantadas obras que ha escrito.

Este es fray Pedro Padilla, natural de Linares, religioso carmelita, y antes, según dicen, caballero de la orden de Santiago. Entre otras muchas obras poéticas, publicó un Cancionero, en el cual se contienen algunos sucesos de los españoles en la jornada de Flandes. Imprimióse en Madrid en casa de Francisco Sánchez, año 1583 en 8º. Y Miguel de Cervantes escribió un soneto en alabanza del autor.


Últimamente, por acabar su escrutinio, dice Cervantes: 

Cansóse se cura de ver más libros, y así a carga cerrada, quiso que todos los demás se quemasen, pero ya tenía abierto uno el barbero que se llamaba Las lágrimas de Angélica. Lloráralas yo, dijo el cura en oyendo el nombre, si tal libro hubiera mandado quemar, porque su autor fue uno de los famosos poetas del mundo, no solo de España, y fue felicísimo en la traducción de algunas fábulas de Ovidio.

Entiendo yo que habla aquí del capitán Francisco de Aldana, alcaide de San Sebastián, que murió gloriosamente en África, peleando con los moros, cuya gloriosa muerte celebró en octavas rimas su hermano Cosme de Aldana, gentil hombre de Felipe II, al principio de sus sonetos y octavas que se imprimieron en Milán año 1587 en 8º. Este Cosme de Aldana imprimió todas las obras que pudo hallar de su hermano Francisco, en Madrid en la imprenta de Luis Sánchez, año 1593 en 8º y, habiendo recogido después otras muchas, publicó Segunda parte en Madrid en la Imprenta de P. Madrigal, año 1591 en 8º. De Francisco de Aldana dice su hermano Cosme que tradujo en verso suelto las Epístolas de Ovidio, y que compuso una obra De Angélica y Medoro, de innumerables octavas, y si bien no se imprimieron, porque no se hallaron, por estas dos obras venimos en conocimiento de que Cervantes habló de Francisco de Aldana y no de Luis Barahona de Soto, de quien tenemos doce cantos de La Angélica, prosiguiendo la Invención de Ariosto. De cuyo poema dijo don Diego de Saavedra Fajardo en su admirable República literaria:

Ya con más luz nació Luis de Barahona, varón docto, y de levantado espíritu. Pero sucedióle lo que a Ausonio, que no halló con quien consultarse. Y así dejó correr libre su vena, sin tiento ni arte.

Juicio que también arguye ser otro el poeta a quien alabó sin medida Miguel de Cervantes Saavedra, el cual añade en el capítulo siguiente:

Se cree que fueron al fuego sin ser vistos ni oídos, La Carolea y León de España, con Los hechos del emperador, compuestos por don Luis de Ávila, que sin duda debían de estar entre los que quedaban. Y quizá, si el cura los viera, no pasaran por tan rigurosa sentencia.

La Carolea de que Cervantes hace mención puede ser la que Jerónimo Sempere imprimió en Valencia, año 1560 en 8º. Pero más me inclino a que sea la que publicó en Lisboa, año 1585, Juan Ochoa de Lafalde, porque hablando Cervantes en su Viaje del Parnaso de la lista de poetas que le dio Mercurio, dice así:

Miré la lista y vi que era el primero
el licenciado Juan de Ochoa, amigo,
por poeta y cristiano verdadero.


El autor de El león de España fue Pedro de la Vecilla Castellanos, natural de León, el cual publicó su poema y otras obras en Salamanca, año 1586 en 8º. Los comentarios de la guerra de Alemania, hecha por Carlos V, los escribió don Luis de Ávila y Zúñiga, comendador mayor de Alcántara, persona a quien el César estimó muchísimo y a quien dieron grandes elogios los primeros escritores de aquella edad.

Estos anacronismos basten en orden a las personas de letras. Otros muchos cometió Cervantes hablando de las que fueron ilustres en las armas, pues ya supone escrita en tiempo de Don Quijote [136] la historia del Gran Capitán Gonzalo Hernández de Córdova, con la vida de Diego García de Paredes, siendo así que a cual murió en Granada día dos de diciembre del año 1515 agravado de una cuartana (para él infausta) de edad de 62 años y este murió de 64 años en el de 1533, y las crónicas de ambos se imprimieron en Alcalá de Henares por Hernán Ramírez, año 1584 en folio.

También introduce a un cautivo refiriendo [137] que el Gran Duque de Alba, don Fernando de Toledo, pasaba a Flandes.

El mismo cautivo dice que le sirvió, en las jornadas que hizo, que se halló en la muerte de los Condes de Eghemon y de Hornos, que alcanzó a ser alférez de un famoso capitán de Guadalajara, llamado Diego de Urbina. Habla de la pérdida de la famosa Isla de Chipre, que ganó Selim II, año 1571 de la liga del Santo Pontífice Pío V con España, contra el enemigo común del general de aquella sagrada liga, don Juan de Austria, hermano natural del rey don Felipe II. Dice que se halló en aquella felicísima jornada ya hecho capitán de infantería, que se halló en la memorable batalla de Lepanto, la cual dieron y ganaron los cristiano día siete de octubre del año 1572. Allí mismo refiere como yendo en la capitana de Juan Andrea de Oria por haber querido faltar en la galera de Uchali, rey de Argel, desviándose esta quedó cautivo. Pondera su desgracia según se ha referido en otra parte. Algo más adelante celebra a don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, y al invistísimo Carlos V. Cuenta muy despacio la pérdida de la Goleta y de un pequeño fuerte o torre que estaba en mitad del estaño, a cargo de don Juan de Zanoguera, caballero valenciano y famoso soldado. Dice que cautivaron a don Pedro Puerto Carrero, general de la Goleta y a Gabrio Cervellón, general del fuerte, que murieron en estas dos fuerzas muchas personas de cuenta, como Pagán de Oria, hermano del famoso Juan  de Andrea de Oria, y don Pedro de Aguilar, caballero andaluz, el cual había sido alférez en el fuerte, soldado de mucha cuenta y de raro entendimiento, y que especialmente tenía mucha gracia en la poesía.


En otra parte celebra los puñales de Ramón de Hoces el sevillano [138]. Acuerda el ciento del licenciado Torralva [139]. Hace también mención del fullero Andradilla [140]. Y a este tenor, de otros muchos cuya memoria era muy reciente. ¡Hay igual ensarte de anacronismos!

Pues no paran aquí. Dice Cervantes, que encontró Don Quijote unos recitantes de la compañía de Angulo el Malo, los cuales habían hecho aquella mañana, que era la octava del corpus, el auto De las cortes de la muerte y le habían de repetir aquella tarde en otro lugar, donde es digno de censura que suponga introducidos en España en tiempo de Don Quijote los autos sacramentales, siendo así que la gente de farsa no se conocía antes en España, ni era conforme a la gravedad de las antiguas costumbres [141].

También supone el uso de enfriar el agua con nieve, siendo cierto que Pablo Jarquíes fue el primero que en tiempo de Felipe III fue el inventor del tributo de los pozos de la nieve, habiendo introducido antes en España el modo de guardarla y de usar de ella, don Luis de Castelví, gentil-hombre de la boca del emperador Carlos V, de quien Gaspar Escolano, explicándole de la manera que suele, escribió así [142]:

A este caballero le debe España el uso de guardar la nieve en casas (por casas entiende los pozos) en las sierras donde cae, y el modo de enfriar el agua con ella. Porque no conociendo generalmente otro medio para eso que el del salmitre, fue el primero que puso en plática en la ciudad de Valencia el manejo de la nieve, que ha sido (demás de único regalo) singular ahorro de modorrias, tabardillos, calenturas pestilentes, y de otras gravísimas dolencias, que nos daban en los calores del verano, y como tal se comunicó poco a poco a lo restante de España el uso de ella, de donde nos quedó a los valencianos llamarle a ese caballero «don Luis de la Nieve» [143].

San Diego de Alcalá y san Salvador de Orta se beatificaron en tiempo de Felipe Tercero, y aludiendo a eso dice Sancho a Don Quijote:

Advierta, señor, que ayer o antes de ayer, que según ha poco se puede decir de esta manera, canonizaron o beatificaron dos frailecitos descalzos, cuyas cadenas de hierro con que ceñían y atormentaban sus cuerpos se tiene ahora a gran ventura el besarlas y tocarlas, y están en más veneración que está, según dije, la espada de Roldán en la armería del rey nuestro señor [144].


En el reinado de Felipe III fue general de las galeras de la carrera de indias don Pedro Vich, caballero valenciano, a quien alabó Cervantes en la novela de Las dos doncellas y, señalando a este, con ocasión de referir que Don Quijote entró en una galera, dice:

Dióle la mano el general, que con este nombre le llamaremos, que era un principal caballero valenciano, abrazó a Don Quijote [145]

El edicto último de la expulsión de los moriscos de España se publicó en el año 1611 y Cervantes introduce a un morisco llamado Riconete, alabando a don Bernardino de Velasco, conde de Salazar, a quien dio Felipe III cargo de expulsión de los moriscos [146].

Pero, ¿qué me detengo yo en amontonar anacronismos cuando toda la historia de Don Quijote está llena de ellos? Baste decir que Sancho Panza puso la fecha de su carta escrita a Teresa Panza su mujer a veinte de julio de 1614 que quizá sería el mismo día en que Cervantes la escribió [147].

Mas con todo esto quiero disculpar cuanto pueda a Miguel de Cervantes Saavedra diciendo que, como al principio de su historia dijo que Don Quijote no había mucho tiempo que vivía en un lugar de La Mancha, siguió después el hilo de esta primera ficción y, olvidado de ella en el fin de su historia, se propuso imitar a Garci Ordóñez de Montalvo en el lugar citado, y anticipó el tiempo de Don Quijote. Y así solo incurrió en este descuido. O, para decirlo mejor, Don Quijote es hombre de todos tiempos y verdadera idea de los que ha habido, hay y habrá, y así se acomoda bien a todos tiempos y lugares. Y cuando los más severos críticos no admitan esta disculpa, a lo menos no me negarán que estos descuidos y los demás que fuera fácil añadir de falsas alusiones y equivocaciones, que suelen ser muy frecuentes en una mente algo abstraída por la demasiada atención al principal asunto, por otra parte se recompensan por mil perfecciones, pudiéndose decir con verdad que toda la obra es una sátira la más feliz que hasta hoy se ha escrito contra todo género de gentes.


Porque, si atendemos al asunto, ¿quién había de pensar que por medio de unos libros de caballerías se habían de desterrar a los demás? El caso fue que, escribiendo la invención y estilo de todas maneras agradables, se hizo único en este género de escritos como quien tenía bien conocido en que habían pecado los demás escritores y, como podían evitarse aquellos desaciertos, cumpliendo al mismo tiempo con el gusto de los lectores y nunca manifestó mejor su gran idea que cuando en boca del canónigo de Toledo, habló de esta manera:

Verdaderamente, señor cura, yo hallo por mi cuenta que son perjudiciales en la república, estos que llaman libros de caballerías. Y aunque he leído llevado de un ocioso y falso gusto, casi el principio de todos los más que hayu impresos, jamás me he podido acomodar a leer ninguno del principio al cabo. Porque me parece que cual más, cual menos, todos ellos son una misma cosa, y no tiene más este que aquel, ni estotro que el otro. Y según a mí me parece, este género de escritura y composición cae debajo de aquel de las fábulas que llaman «milesias que son cuentos disparatados, que atienden solamente a deleitar y no a enseñar. Al contrario de lo que hacen las fábulas apólogas, que deleitan y enseñan juntamente. Y, puesto que el principal intento de semejantes libros sea el deleitar, no sé yo como puedan conseguirle, yendo llenos de tantos y tan desaforados disparates. Que el deleite que en el alma se concibe ha de ser el de la hermosura y concordancia que ve o contempla en las cosas que la vista o la imaginación le ponen delante y toda cosa que tiene en si fealdad y descompostura no nos puede causar contento alguno. Pues, ¿qué hermosura puede haber o qué proporción de partes con el todo y del todo con las partes en un libro o fábula donde un mozo de dieciséis años da una cuchillada a un gigante como una torre y le divide en dos mitades como si fuera un alfeñique? ¿Y qué, cuando nos quieren pintar una batalla, después de haber dicho que hay de la parte de los enemigos un millón de combatientes, como sea contra ellos el señor del libro, forzosamente, mal que nos pese, habemos de entender, que tal caballero alcanzó la victoria por solo el valor de su fuerte brazo? ¿Pues qué diremos de la facilidad con que una reina o emperatriz heredera se conduce en los brazos de un andante y no conocido caballero? ¿Qué ingenio, si no es del todo bárbaro e inculto, podrá contentarse leyendo que una gran torre llena de caballeros va por la mar adelante como nave con próspero viento, y hoy anochece en Lombardía, y mañana amanezca en tierras del preste Juan de las Indias, o en otras que ni las descubrió Tolomeo ni las vio Marco Polo? Y si a esto se me respondiese que los que tales libros componen los escriben como cosas de mentira, y que así no están obligados a mirar en delicadezas ni verdades, responderles había yo que tanto la mentira es mejor (habla de la mentira parabólica, que por el fin del que la dice, no lo es) cuanto tiene más de lo dudoso y posible. Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren escribiéndose de fuerte que facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y entretengan, de modo que anden a un mismo paso la admiración y la alegría juntas, y todas estas cosas no podrá hacer el que huyere de la verosimilitud y de la imitación, en quien consiste la perfección de lo que se escribe. No he visto ningún libro de caballerías que haga un cuerpo de fábula entero con todos sus miembros, de manera que el medio corresponda al principio, y el fin al principio y al medio, sino que los componen con tantos miembros que más parece que llevan intención a formar una quimera o un monstruo, que hacer una figura proporcionada. Fuera de esto son en el estilo duros, en las hazañas increíbles, en los amores lascivos, en las cortesías mal mirados, largos en las batallas, necios en las razones, disparatados en los viajes y, finalmente, ajenos de todo discreto artificio, y por esto dignos de ser desterrados de la república cristiana [148].

¿Se podía hacer sátira más fuerte y discreta contra los escritores caballerescos?


Pues las críticas particulares que hizo de las obras de ellos fueron exactísimas y graciosísimas, como se puede ver en el capítulo VI de su primero tomo y en otros muchos [149]. Con cuanto disimulo reprehendió el estilo de los que le habían precedido en este género de composición diciendo en persona de Don Quijote que el sabio escribiese sus hechos, llegando a contar su primera salida tan de mañana pondría de esta manera:

Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus harpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero Don Quijote de La Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel [150].

También nos pintó Cervantes tan al vivo los vicios, así de los ánimos como de las obras de los demás escritores, que no hay mas que desear. En el «Prólogo» Primera parte, que, leído muchas veces, siempre causa novedad, con gran disimulo reprehende aquellos que faltos de doctrina afectan erudición en las márgenes de sus libros, reventando por parecer eruditos, como si la variedad de citas arguyese otra cosa, que una tumultuaria lección o manejo de alguna poliantea. Otros muy fuera de propósito encajan las citas dentro de la obra, pareciéndoles que si alegan a Platón o Aristóteles, serán tan simples los lectores que se persuadan que los han leído. Otros, habiendo apenas saludado la lengua latina, se precian mucho de afectar su culta latiniparla. A estos reprehendió Don Quijote, pues en una ocasión en que, hablando Sancho Panza, le dijo [151]:

Que no tuviese pena del desamparo de aquellos animales, que el que los llevaría a ellos por tan longinquos caminos y regiones, tendría cuenta de sustentarlos. No entiendo esto de longinquos, dijo Sancho, ni he oído tal vocablo en todos los días de mi vida. Longinquos, respondió Don Quijote, quiere decir apartados. Y no es maravilla que no lo entiendas, que no estás tú obligado a saber latín, como algunos que presumen que lo saben y lo ignoran.


Por eso, Cervantes, que se preciaba de saber la lengua castellana pero no la latina, (que esto pide una aplicación y ejercicio de muchos años) introdujo a Urganda la desconocida, hablando con su libro de esta suerte:

Pues al cielo no le plu-
que salieses tan ladi-
como el negro Juan Lati-
hablar latines rehu-

Este Juan Latino fue un etíope, primeramente esclavo y condiscípulo en la gramática, de Gonzalo Fernández de Córdova, duque de Sesa, nieto del Gran Capitán, y después liberto suyo y maestro de lengua latina en la escuela de la iglesia de Granada.

También reprehendió Cervantes las frioleras de los intérpretes, cuando escribió así [152]:

Entra Cide Amete, cronista de esta grande historia, con estas palabras en este capítulo. Juro como católico cristiano. A lo que su traductor dice que el jurar Cide Hamete como católico cristiano, siendo él moro, como sin duda lo era, no quiso decir otra cosa sino que, así como el católico cristiano cuando jura, jura, o debe jurar la verdad, y decirla en lo que dijere, así él la decía, como si jurara como cristiano católico, en lo que quería escribir de Don Quijote.

En otra parte, tratando de Don Quijote dice:

Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que de este caso escriben, aunque por conjeturas verosímiles se deja entender, que se llamaba Quejana [153]

En lo cual, en mi juicio, quiso Cervantes reprehender la ociosidad de muchos vanamente solícitos en amontonar varias lecciones, a fin de manifestarse ingeniosos con frívolas conjeturas.

Estos, pues, y semejantes escritores, son aquellos de quienes hace burla Cervantes, diciendo en su prólogo que solicitan aprobaciones hachas por sus amigos, o por ellos mismos para satisfacer mejor a la propia ambición de granjear aplausos. Bien que algunos escritores cuerdos que saben lo que puede con los necios la autoridad extrínseca, tal vez se dejan llevar o del apetito de gloria o condescendiendo en los ruegos y cortesanía de sus amigos, son los propios fabricadores de sus alabanzas, como sospecho yo que lo practicó el padre Juan de Mariana en casi todas sus obras, y el mismo Cervantes en su tomo segundo de Don Quijote de la Mancha.


Los lectores no se libraron de la censura de nuestro autor. Entre otras muchas me parece muy graciosa aquella que hizo de los que a las márgenes de los libros ponen notas muy ridículas, cual era la que dice que tenía la historia arábiga de Don Quijote, que traducida en castellano dice así:

Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos, que otra mujer de toda La Mancha [154].

No solamente los que escriben y leen tuvieron sus justas reprehensiones, sino también los que hablan con poca enmienda. Y a esto me parece que alude lo que dijo el vizcaíno:

—Anda, caballero, que mal andes, por el Dios que crióme, que si no dejas coche, así te matas como estás, ahí, vizcaíno.

Entiendióle muy bien Don Quijote, y con mucho sosiego le respondió:

—Si fueras caballero, como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu sandez y atrevimiento, cautiva criatura.

A lo cual replicó el vizcaíno:

—¡Yo no, caballero! Juro a Dios tan mientes como cristiano. Si lanza arrojas y espada sacas, el agua cuan presto verás que al gato llevas. Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo, y mientes, que mira si otra dices cosa [155].

Aquí se ve claramente cuanto desfigura el lenguaje y trastorna el sentido, la colocación perturbada, vicio de los libros antiguos escritos en romance, como más inmediatos al origen latino y vicio también del mismo Cervantes en su Galatea, el cual se evita siguiendo la costumbre de hablar, pero como esta no está fundada en una perfecta analogía, sino que tiene por reglas muchas irregularidades, de aquí nace que no se puede hablar ni escribir con enmienda, sin haber estudiado bien la gramática de la propia lengua, como lo practicaron los griegos y romanos, naciones las que mejor han hablado en todo el mundo. Y porque en España no se usa esto han sido poquísimos los que han escrito con enmienda.

Omito que Cervantes también nos quiso enseñar en boca de Don Quijote que puede muy bien una provincia ser privilegiada, y exenta de tributos sin distinción de personas, pero que la verdadera nobleza, en opinión de todas las gentes, siempre será aquella en que los hombres se hagan ilustres por sus hazañas y empleos, y sean honrados de sus repúblicas o príncipes. Sobre lo cual hizo Don Quijote en otra parte un excelente razonamiento, explicando la diferencia de caballeros y de linajes [156]. Y Cide Hamete se ríe de la hidalguía de Maritornes, moza de una venta, diciendo [157]:

—Cuéntase de esta buena moza, que jamás dio semejantes palabras, (como la que había dado a un arriero de Arévalo) que no las cumpliese, aunque las diese en un monte, y sin testigo alguno. Porque presumía muy de hidalga y no tenía por afrenta estar en aquel ejercicio de servir en la venta. Porque decía ella que desgracias y malos sucesos la habían traído a aquel estado.


También tuvieron su oculta pero fuerte reprehensión los señores del tiempo de Cervantes por no apreciar como debían las obras de ingenio. Esta sátira fue agudísima y pide muy particular atención. Pintó Cervantes admirablemente a un falso humanista, al cual solemos llamar pedante y después de habernos dejado dos graciosísimos retratos suyos [158] en que manifestó la ridícula idea de sus obras, hizo que Don Quijote, prosiguiendo su discretísima conversación, le dijese esto:

Quería yo saber, ya que Dios le haga merced de que se le de licencia para imprimir esos sus libros (que lo dudo) a quien piensa dirigir los señores, y grandes hay en España, a quien puedan dirigirse, dijo el primo. No muchos, respondió Don Quijote. Y no porque no lo merezcan, sino que no quieren admitirlos, por no obligarse a la satisfacción, que parece se debe al trabajo y cortesía de sus autores. Un príncipe conozco yo (discreta lisonja a don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos) que puede suplir la falta de los demás, con tantas ventajas que si me atreviera a decirlas, quizá despertara la envidia en más de cuatro generosos pechos.

Antigua, pues, y como heredada, es en España esta falta de conocimiento y aprecio de los grandes escritores. Por eso ha habido quien fuera de ella ha buscado mecenas. Y preguntado otro, por qué se mostraba arrepentido de haber honrado la memoria de tantos, respondió:

Porque piensan ellos que el celebrarlos es deuda, y así no hacen mérito del obsequio. Creen que procede de justicia, cuando no es sino muy de gracia. Por lo tanto, anduvo discretamente donoso aquel autor, que en la segunda impresión de sus obras puso entre las erratas la dedicatoria primera [159]

No anduvo Cervantes menos discreto en las cosas que pertenecen al trato civil y político. En la persona de Sancho Panza nos pintó los habladores muy al vivo, haciéndole contar un cuento sumamente apropiado para representar la idea de un importuno hablista semejante a los que tratamos cada día. Y porque en el trato civil no hay mayor impertinencia que la de un ceremonioso, remató el cuento contra la mal fundada presunción de los que ponen el ser en la rigurosa observancia de las leyes de la etiqueta muy fuera del caso [160].

No le pareció bien a Cervantes que algunos frailes mandasen a algunos señores y contra esto hizo un fuerte sermón [161].

Reprehendió el favor de los farsantes, que entonces iban tomando cuerpo y llegó a ser escándalo [162].

No se libró de su censura la distribución de los premios de justicia. Y así en boca de Don Quijote (que tales cosas solamente los locos o simples suelen atreverse a decirlos) habló de esta manera:

Ya por muchas experiencias sabemos que no es menester ni mucha habilidad ni muchas letras para ser uno gobernador, pues hay por ahí ciento que apenas saben leer y gobiernan como unos gerifaltes. El toque está en que tengan buena intención y deseen acertar en todo, que nunca les faltará quien les aconseje y encamine en lo que han de hacer, como los gobernadores caballeros y no letrados, que sentencian con asesor. Aconsejaríale yo que ni tome cohecho ni pierda derecho y otras cosillas que me quedan en el estómago, que saldrán a su tiempo para utilidad de Sancho y provecho de la ínsula que gobernare [163].


Aludió en esto Don Quijote a las dos instrucciones que pensaba dar y dio después a Sancho Panza, una política para el buen gobierno de su ínsula, y otra, económica [164], entrambas dignísimas de ser leídas y practicadas de todo buen gobernador, dijo Sancho Panza, cuando trataba de ir a su gobierno y de llevar a su Rucio:

Yo he visto ir más de dos asnos a los gobiernos, y que llevase yo el mío, no sería cosa nueva [165]

El mismo Sancho anduvo sumamente discreto cuando hablando del uso de la caza, respecto de los que tienen por oficio gobernar fue de contrario dictamen que su amo Don Quijote, alegando su refrancico y confirmándolo con la razón natural, que fue la que movió a decir al sabio rey don Alonso: «Que no debe (el rey) meter tanta costa, que mengue en lo que ha de cumplir, no use tanto de ello (esto es de la caza) que le embargue los otros hechos» [166].

Sería menester hacer un libro muy crecido si en otro se hubiese de manifestar el alma verdadera de esta fingida historia, y más si hubiésemos de hablar de algunas personas que se creen caracterizadas en las de esta misteriosa historia. Pero, pues Cervantes anduvo tan cauto, que encubrió su idea con el velo de la ficción, dejemos estas interpretaciones a la curiosa observación de los lectores, y sigamos el consejo de Urganda la desconocida:

No te metas en dihu-
ni en saber vidas age-
que en lo que no va, ni vie-
pasar de largo es cordu-

Solamente en lo que toca a Don Quijote, no quiero pasar en silencio que se engañan mucho los que piensan que Don Quijote de la Mancha, es una representación de Carlos V, sin más fundamento que antojárseles así. Cervantes apreciaba como debía la memoria de un príncipe y señor suyo de tanto valor y de tan heroicas virtudes, y muchas veces le nombró con la mayor veneración. También se engañan los que piensan que pintó en Don Quijote a don Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, entonces Duque de Lerma, después cardenal presbítero con el título de san Sixto, por elección de Paulo V en 26 de marzo de 1618. Pero este pensamiento de ningún modo es creíble, porque mandando a España el Duque de Lerma, no se atrevería Cervantes a hacerle una burla tan infame que le podía salir muy cara, ni dedicaría la continuación de dicha obra al Conde de Lemos, íntimo amigo del Duque.

Querer hablar de las traducciones que se han hecho de la historia de Don Quijote sería alargarnos demasiado. Solamente diré para satisfacer de algún modo la curiosidad de los lectores que Lorenzo Franciosini, florentín, hombre muy amante y benemérito de la lengua española, dentro de muy pocos años la tradujo en italiano y la publicó en Venecia año 1622 omitiendo los versos, pero habiéndoselos traducido después Alejandro Adimaro, también florentín, publicó segunda vez la misma traducción en Venecia año 1625 en 8º siendo el impresor Andrés Baba. Debo esta noticia a don Nicolás Antonio, y la he leído en sus Apuntamientos manuscritos, donde dice que así se lo había escrito desde Florencia su amigo Antonio Magliabequi. La misma historia se tradujo en francés y se publicó en Paris año 1678 en 2º, vol. Nen 12. Después en inglés y en otras lenguas. Pero hay tanta diferencia del original a las traducciones como de lo vivo a lo pintado. Decía Don Quijote, y no decía mal:

Que el traducir de una lengua a otra, como no sea de las reinas de las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos por el revés que, aunque se ven las figuras, son llenas de hilos, que las escurecen y no se ven con la lisura y tez de la haz y el traducir de lenguas fáciles ni arguye ingenio ni elocución, como no le arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro papel [167].


Pero esto debe entenderse de aquellos libros, cuya gran parte de perfección no consiste en el estilo, porque donde tanto reina la gracia de decir, como en este de Don Quijote, la traducción no es posible que corresponda al original. No será fuera de su propósito un cuento. Bien notorio es cuán ingenioso fue Monsieur Rovv, célebre poeta inglés. ¿Procuraba este obsequiar al Conde de Oxford, gran tesorero de Inglaterra, el cual un día le preguntó si entendía bien la lengua española? Respondióle que no y persuadiéndose a qué pensaría embiarle a España con alguna honrosa comisión, añadió que dentro de poco tiempo esperaba entenderla y hablarla. Aprobó el Conde, retiróse Monsieur Rovv a una quinta, y, como era tan hábil, dentro de pocos meses aprendió la lengua española y fue a dar cuenta de su buena diligencia. El Conde exclamó:

¡Dichoso vuesa merced, que puede tener el gusto de lee y entender el original de la historia de Don Quijote!

Quedó el poeta tan frío como honrada la memoria de Miguel de Cervantes Saavedra.

  1. (Nota del autor) En la Oración en alabanza de las obras de Don Diego de Saavedra Fajardo; la cual precede a su República literaria, reimpresa en Madrid, año 1736. 
  2. (Nota del autor) El Excmo. Señor Milord Carteret.
  3. (Nota del autor)  Don Quijote, I, 3, 8 y 13. 
  4. (Nota del autor) Véase la Ley 22. Tit. 21. Partida 2. 
  5. (Nota del autor) Véase Aldrete, Orígenes de la lengua castellana, lib. I, cap. 22. 
  6. (Nota del autor) Véase el fin de su Galatea y la dedicatoria de sus Novelas.
  7. (Nota del autor) En la dedicatoria de sus Novelas.
  8. (Nota del autorLettre de l´origine des romans.
  9. (Nota del autor) Origen de la lengua castellana, II, 6.
  10. (Nota del autorDe Christiana Foemina, II, cap. «Qui non legendi scriptores, qui legendi causis corruptarum artium».
  11. (Nota del autor) «Historia imperial y cesárea», en la Vida de Constantino.
  12. (Nota del autor) En la Exposición del momo, conclusión 2.
  13. (Nota del autor) En el prólogo de su tomo I.
  14. (Nota del autor) En el prólogo a la primera parte.
  15. (Nota del autor) Don Quijote, I, 6, 18, 32 y 49. Don Quijote, II, 1 y 26. 
  16. (Nota del autor) Don Quijote, I, 2.
  17. (Nota del autor) Don Quijote, I, 38.
  18. (Nota del autor) Don Quijote, II, 6.
  19. (Nota del autor) Don Quijote, II, 16.
  20. (Nota del autor) Don Quijote, II, 42.
  21. (Nota del autor) Don Quijote, II, 43.
  22. (Nota del autor) Don Quijote, II, 30.
  23. (Nota del autor) Don Quijote, II, 27.
  24. (Nota del autor) Don Quijote, II, 44.
  25. (Nota del autor) Don Quijote, II, 58.
  26. (Nota del autor) Don Quijote, I, 28.
  27. (Nota del autor) Don Quijote, I, 9.
  28. (Nota del autor) Don Quijote, I, 15.
  29. (Nota del autor) Don Quijote, I, 16.
  30. (Nota del autor) Don Quijote, II, 18.
  31. (Nota del autor) Don Quijote, II, 40. 
  32. (Nota del autor) Don Quijote, I, 9.
  33. (Nota del autor) In rethoricis.
  34. (Nota del autor) De deorum.
  35. (Nota del autor) In praexercitamentis.
  36. (Nota del autor) In Macrobiis
  37. (Nota del autor) Libr. II.
  38. (Nota del autor) En la dedicatoria de su primera novela.
  39. (Nota del autor) Don Quijote, I, 9. 
  40. (Nota del autor) Miguel de Cervantes Saavedra.
  41. (Nota del autor) Don Quijote, II, 3. 
  42. (Nota del autor) Don Quijote, II, 5.
  43. (Nota del autor) Don Quijote, II, 16.
  44. (Nota del autor) Don Quijote, I, 9.
  45. (Nota del autor) Don Quijote, II, 3.
  46. (Nota del autor) Don Quijote, II, 16.
  47. (Nota del autor) Don Quijote, II, 32.
  48. (Nota del autor) Don Quijote, II, 3.
  49. (Nota del autor) Don Quijote, II, 71.
  50. (Nota del autor) Véase el prólogo del segundo tomo de Don Quijote.
  51. (Nota del autor) En la adjunta al Viaje del Parnaso.
  52. (Nota del autorDon Quijote, II, 31.
  53. (Nota del autorDon Quijote, II, 61.
  54. (Nota del autorDon Quijote, II, 70.
  55. (Nota del autorDon Quijote, II, 30.
  56. (Nota del autor) D. Nic. Antonius in Biblioth. Hisp. 
  57. (Nota del autor) Montalbán en los Elogios a Lope de Vega Carpio, o Fama Póstuma, dice que Lope compuso mil ochocientas comedias.
  58. (Nota del autorDon Quijote, I, 48. 
  59. (Nota del autor) Comedias de Miguel de Cervantes Saavedra. Véase la Adjunta al Parnaso.
  60. (Nota del autor) Uno de ellos era Lope de Vega.
  61. (Nota del autor) El mismo Lope en su Arte.
  62. (Nota del autor) Lope de Vega, de quien dicen Juan Pérez de Montalván que compuso mil ochocientas.
  63. (Nota del autor) En el prólogo del segundo tomo.
  64. (Nota del autor) En la batalla de Lepanto.
  65. (Nota del autor) Esto es, a la emulación.
  66. (Nota del autor) Capítulo 2.
  67. (Nota del autorDon Quijote, II, 1. 
  68. (Nota del autorDon Quijote, II, 58. 
  69. (Nota del autor) Laurel de Apolo, selva 8.
  70. (Nota del autor) En el prólogo del segundo tomo de Don Quijote.
  71. (Nota del autor) En el prólogo del primer tomo de Don Quijote.
  72. (Nota del autor) Laurel de Apolo, selva 9.
  73. (Nota del autorDon Quijote, I, 6. 
  74. (Nota del autorDon Quijote, I, 6. 
  75. (Nota del autorDon Quijote, I, 1. 
  76. (Nota del autorDon Quijote, I, 1.
  77. (Nota del autorDon Quijote, II, 8; y en otros muchos. 
  78. (Nota del autor) No le pinta así el aragonés.
  79. (Nota del autorDon Quijote, II, 71.
  80. (Nota del autor) Véase la continuación de Fernández de Avellaneda, capítulo 36.
  81. (Nota del autor) Habla de la de Fernández de Avellaneda.
  82. (Nota del autorDon Quijote, II, 74.
  83. (Nota del autor) Lo que se sigue está sacado de un romance antiguo, no me acuerdo cual.
  84. (Nota del autor) Indicio de cuan oculto era el autor tordesillesco.
  85. (Nota del autor) Si se contase la del tomo segundo, serían tres las salidas de don Quijote. Pero Cervantes habla suponiendo no estar publicado sino el primero.
  86. (Nota del autor) Esto es, Miguel de Cervantes Saavedra.
  87. (Nota del autorDe Christiana Faemina, lib. I. capítulo «Qui non legendi Scriptores, qui legendi».
  88. (Nota del autor) Novela de Eneas Silva, siendo mero beneficiado, retratada después en su epístola 395.
  89. (Nota del autor) Véase el fin del tomo I.
  90. (Nota del autor) Esto es, que pareciesen novelas, como verdaderamente lo son.
  91. (Nota del autorDon Quijote, II, 27.
  92. (Nota del autorDon Quijote, II, 50.
  93. (Nota del autorDon Quijote, II, 55.
  94. (Nota del autorDon Quijote, II, 55.
  95. (Nota del autorDon Quijote, I, 7.
  96. (Nota del autorDon Quijote, I, 52.
  97. (Nota del autorDon Quijote, II, 5 y 52.
  98. (Nota del autorDon Quijote, I, 7.
  99. (Nota del autor) Obsérvese el fin del tomo I. 
  100. (Nota del autorDon Quijote, I, 47.
  101. (Nota del autorDon Quijote, I, 52.
  102. (Nota del autorRoderic. Toletanus, VI, 30.
  103. (Nota del autorDon Quijote, I, 13.
  104. (Nota del autor) El mismo Cervantes la alaba mucho en Don Quijote, I, 6 pero Vives le vitupera con todos sus semejantes.
  105. (Nota del autor) Don Quijote, I, 8 y 9; II, 36, 48, 50. 
  106. (Nota del autorDon Quijote, I, 1.
  107. (Nota del autorDon Quijote, II, 1 y 47.
  108. (Nota del autorDon Quijote, I, 19; II, 56.
  109. (Nota del autorDon Quijote, I, 48.
  110. (Nota del autorDon Quijote, II, 8.
  111. (Nota del autorDon Quijote, II, 10.
  112. (Nota del autorDon Quijote, II, 40 y 71.
  113. (Nota del autorMiniana de Reb. Hisp., IV, 8. 
  114. (Nota del autorDon Quijote, II, 35.
  115. (Nota del autor) Inca Garcilaso de la Vega, Historia de la Florida, II, 10. 
  116. (Nota del autorDon Quijote, II, 35.
  117. (Nota del autorDon Quijote, I, 6; y en otros muchísimos.
  118. (Nota del autorDon Quijote, I, 6; II, 1 y 62.
  119. (Nota del autorDon Quijote, II, 33.
  120. (Nota del autorDon Quijote, II, 67.
  121. (Nota del autorDon Quijote, I, 6.
  122. (Nota del autorDon Quijote, II, 22.
  123. (Nota del autorDon Quijote, II, 22.
  124. (Nota del autorDon Quijote, II, 6, 58 y 70.
  125. (Nota del autorDon Quijote, II, 8 y 18.
  126. (Nota del autorDon Quijote, II, 67.
  127. (Nota del autorDon Quijote, II, 58.
  128. (Nota del autorDon Quijote, II, 58.
  129. (Nota del autorDon Quijote, I, 18.
  130. (Nota del autorDon Quijote, I, 3.
  131. (Nota del autorHistoria del rey don Juan el segundo.
  132. (Nota del autorDon Quijote, II, 34.
  133. (Nota del autorDon Quijote, I, 47.
  134. (Nota del autorDon Quijote, I, 6.
  135. (Nota del autor) Viaje del Parnaso, capítulo 4. 
  136. (Nota del autorDon Quijote, I, 32 y 35.
  137. (Nota del autorDon Quijote, I, 39.
  138. (Nota del autorDon Quijote, II, 23.
  139. (Nota del autorDon Quijote, II, 41.
  140. (Nota del autorDon Quijote, II, 49.
  141. (Nota del autorDon Quijote, II, 11.
  142. (Nota del autorDon Quijote, II, 58.
  143. (Nota del autor) Historia de Valencia, VIII, 28.
  144. (Nota del autorDon Quijote, II, 8.
  145. (Nota del autorDon Quijote, II, 63.
  146. (Nota del autorDon Quijote, II, 65.
  147. (Nota del autorDon Quijote, II, 36.
  148. (Nota del autorDon Quijote, I, 47.
  149. (Nota del autorDon Quijote, I, 32 y 47.
  150. (Nota del autorDon Quijote, I, 2.
  151. (Nota del autorDon Quijote, II, 29.
  152. (Nota del autorDon Quijote, II, 27.
  153. (Nota del autorDon Quijote, I, 1.
  154. (Nota del autorDon Quijote, I, 9.
  155. (Nota del autorDon Quijote, I, 8.
  156. (Nota del autorDon Quijote, II, 6.
  157. (Nota del autorDon Quijote, I, 16.
  158. (Nota del autorDon Quijote, I, 22; II, 24.
  159. (Nota del autor) Gracián, El criticón, II, 6.
  160. (Nota del autorDon Quijote, I, 31.
  161. (Nota del autorDon Quijote, I, 31.
  162. (Nota del autorDon Quijote, I, 11.
  163. (Nota del autorDon Quijote, II, 32.
  164. (Nota del autorDon Quijote, II, 42.
  165. (Nota del autorDon Quijote, II, 33.
  166. (Nota del autor) Ley 2, título 5, pate 2.
  167. (Nota del autorDon Quijote, II, 62.