Biblioteca de la Lectura en la Ilustración
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Identificación

Vidas de españoles célebres

Manuel José Quintana
1807

Resumen

Manuel José Quintana (1772-1857) comienza a publicar en 1807 sus Vidas de españoles célebres. La obra, muy reeditada lo largo del siglo XIX y aun después, respondía o, al menos así lo señala el autor, a su deseo de transmitir a los lectores, sobre todo a los más jóvenes, el interés por la historia nacional y por sus figuras más sobresalientes. Rehuye el planteamiento propio de los tratados históricos, fidedignos por definición con los hechos y la cronología, para aportar una serie de retratos amables e interesantes de las figuras españolas más emblemáticas y de los episodios que protagonizaron. 

Pretende así inculcar el amor a la patria, pero por medio del relato biográfico fingido de los episodios que relata. Reconoce así su deuda con la poesía y con la transmisión a la sociedad de una serie de valores y virtudes ligados al heroísmo por las que la nación se hizo célebre. 

Asegura, pues, seguir el modelo de Plutarco en sus Vidas paralelas donde los pormenores relatados no son una pintura fiel de los personajes y hechos referidos. De ahí que entienda que el propósito de sus Vidas es de índole moral y no de naturaleza histórica o política.

Descripción bibliográfica

Quintana, Manuel José, Vidas de españoles célebres por Don Manuel Josef Quintana. Comprehende este tomo las de el Cid Campeador, Gusmán [sic] el Bueno, Roger de Lauria, el Príncipe de Viana, el Gran Capitán, Madrid: Imprenta Real, 1807.
2 hs. en blanco, 7 hs., 272 pp.; 8º. Sign.: BNE 2/56375 V. 1.
 

Ejemplares

Biblioteca Nacional de España

PID bdh0000280744

Bibliografía

González Troyano, Alberto, «Más heroicos que patriotas, más patriotas que liberales: los españoles célebres de las Vidas escritas por Quintana», en La patria poética: estudios sobre literatura y política en la obra de Manuel José Quintana, ed. Durán López, Fernando, Alberto Romero Ferrer, Marieta Cantos Casenave, Madrid: Iberoamericana, 2009, pp. 257-266

 

Cita

Manuel José Quintana (1807). Vidas de españoles célebres, en Biblioteca de la Lectura en la Ilustración [<https://bibliotecalectura18.net/d/vidas-de-espanoles-celebres> Consulta: 07/02/2025].

Edición

PRÓLOGO

Las vidas de los hombres célebres son de todos los géneros de historia el más agradable de leerse. La curiosidad excitada por el ruido que aquellos personajes han hecho quiere ver más de cerca y contemplar más despacio a los que con sus talentos, virtudes o vicios extraordinarios han contribuido a la formación, progresos y atraso de las naciones. Las particularidades y pormenores en que a veces es preciso entrar para pintar fielmente los caracteres y las costumbres llaman tanto más la atención cuanto en ellas se encuentra a los héroes más desnudos del aparato teatral con que se presentan en la escena del mundo, y convertirse en hombres semejantes a los otros por sus flaquezas y sus errores como para consolarlos de su superioridad.

Así es que nada iguala al placer que se experimenta leyendo cuando niño las vidas de Cornelio Nepote y las de Plutarco cuando joven: lectura propia de los primeros años de la vida en que el corazón, más propenso a la virtud, cree con facilidad en la virtud de los otros, y en que, apasionándose naturalmente por todo lo que es grande y heroico, se anima y exalta para imitarlo. Entonces es cuando elegimos por amigos o por testigos de nuestras acciones a Arístides, Cimón [1], Dion [2], Epaminondas [3], y estos amigos son tal vez de los que se escogen en aquella edad, los únicos que al fin no hacen traición a los sentimientos que nos han inspirado. Modélase uno entonces a su ejemplo y quisiera ansiosamente sembrar como ellos la carrera de la vida con las mismas flores de gloria y de virtud, y, aunque después el curso de los años, el choque de los intereses, la experiencia fatal que se hace de los hombres resfríen este ardor generoso, no se borran enteramente sus huellas y siempre queda algo de su fuerza para recurso en las situaciones arduas y para consuelo en las adversidades. Se puede ciertamente dar la preferencia a los otros modos de escribir historia en su parte económica y política, pero en la moral las vidas les llevan una ventaja conocida y su efecto es infinitamente más seguro.

El mayor escollo que tal vez tiene este género es la perfección que Plutarco ha dado a las suyas. Este gran modelo está siempre presente para acusar de temeridad a todos los que se atrevan a seguir el mismo camino. En vano se le tacha de difuso e importuno en sus digresiones, de creer como una vieja en sueños, oráculos y prodigios, de dar a genealogías, las más veces inciertas o fabulosas, un valor impropio en la pluma de un filósofo. ¿Qué importa todo esto comparado con la animación que tienen sus pinturas y la importancia de los sucesos que refiere? Es preciso desengañarse: Plutarco no ha sido igualado hasta ahora y es de creer que no lo será jamás.


Su libro manifesta ser de un sabio acostumbrado al espectáculo de las cosas humanas, que no se admira de nada y, por lo mismo, aplaude y condena sin exaltación, que cuenta y dice de buena fe todo lo que su memoria le sugiere y va esparciendo en su camino máximas profundas y consejos excelentes. Se le compara a un caudaloso río que se lleva sin ruido y sin esfuerzo por una dilatada campiña y la fertiliza toda con sus aguas. Pero esto no bastaría a dar a su obra el grande interés que tiene sin la naturaleza de su argumento, único en su especie.

Vense desde luego luchar en talentos, en virtudes y en gloria las dos naciones más célebres de la antigüedad, una por las artes y el impenio, otra por su fuerza y grandeza. Se fija después la vista en los retratos que ofrece aquella vasta galería y cada uno sorprende por el movimiento que imprime en su nación. Este la da leyes, el otro costumbres; el uno la defiende de la invasión, el otro la arrebata a las conquistas; este quiere salvarla de la corrupción que la contagia y aquel enciende la antocha que ha de ponerla en combustión. Todos ostentando caracteres eminentemente dispuestos ya a la virtud, ya a los talentos, ya a los vicios, ya a los crímenes, y casi todos en esta continua agitación pereciendo violentamente porque el movimiento y la reacción de que son causa producen al fin el vértigo que los devora de ellos mismos. No: la historia moderna no puede presentar un espectáculo tan enérgico y tan sublime y, a pesar de cuantos medios se puedan apurar, ninguno de nuestros personajes, por grandes que se los suponga, se ha encontrado en la situación de Solón terminando la anarquía de Atenas por unas leyes sabias y moderadas, pedidas por todo un pueblo y obedecidas por él; de Licurgo, arrancando de un golpe a la molicie los ciudadanos de Esparta y sujetándolos a un régimen de hierro para que no fuesen sujetados de nadie; de Temístocles, burlando en el estrecho de Salamina la arrogante ambición de Jerjes; de Mario, en fin, vencedor de los Cimbros, que iban a tragarse la Italia.

Pero aunque el talento no sea igual, ni la materia tan rica, no por eso deben desmayar los escritores y abandonar un género tan agradable y tan útil. Es un oprobio a cualquiera que pretende tener alguna ilustración ignorar la historia de su país y si la pintura de los personajes más ilustres es una parte tan principal de ella, fuerza es intentarla para utilidad común, aunque se esté muy lejos del talento de Plutarco, y aun cuando los sujetos que hay que retratar no presenten la fisonomía fiera y proporciones colosales que los antiguos.

¿Y cuál es la nación que no tiene sus héroes propios a quienes admirar y seguir? ¿Cuál la que no ha sufrido vicisitudes del bien al mal y del mal al bien que es cuando se crían estos hombres extraordinarios? No lo será ciertamente aquel pueblo que alzó en las montañas septentrionales de España el estandarte de la independencia contra el ímpetu fanático de los árabes. Allí no solo se mantiene libre de la opresión en que gime el resto de la Península, sino que, adquiriendo fuerzas y osadía, baja a derrotar a sus enemigos de la larga posesión en que estaban. Ningún auxilio, ningún apopo en príncipe o gente alguna, dividido entre sí ya por las particiones de los estados imprudentemente establecidas por sus reyes, ya por las guerras que estos estados se hacían verdaderamente civiles. Al mismo tiempo, nuestros diluvios de bárbaros que el África de cuando en cuando envía para reforzar a los antiguos, y todo esto junto mantiene la lucha por siete siglos enteros y forma una serie terrible de combates, de peligros y de victorias. Salen, en fin, los musulmanes de España y entonces, a manera de fuego que comprimido violentamente rompe y se dilata a lo lejos en luz y en estallidos, se ve al español enseñorearse de la mitad de Europa, agitarla toda con su actividad ambiciosa, arrojarse a mares desconocidos e inmensos y dar un nuevo mundo a los hombres. Para hacer correr a una nación por un teatro tan vasto y desigual, son necesarios sin duda caracteres enérgicos y osados, constancia a toda prueba, talentos extraordinarios, pechos capaces de la virtud y el vicio, pero en un grado heroico y sublime.


La pintura de estos caracteres sobresalientes es la materia y objeto del libro que ahora se publica, excluyéndose de él las vidas de los reyes que, como parte principal de nuestras historias generales, son por lo mismo más conocidas. Se engañaría cualquiera que buscase aquí la solución de las cuestiones oscuras que a cada paso ofrece nuestra historia por falta de documentos auténticos. En tal caso, en vez de ser una obra de agradable lectura y de utilidad moral, que es lo que el autor se ha propuesto, se convertiría en un libro de indagaciones y controversias propias solamente de un erudito o de un anticuario.

Para sentar la probabilidad histórica de los hechos se han consultado los autores más acreditados y, estando indicados al frente de cada vida los que se han tenido presentes para su formación, los lectores que quieran asegurarse de la exactitud y elección de las noticias, podrán buscarlas en las mismas fuentes donde se han bebido. Cuando salgan a luz las infinitas preciosidades que o por nuestra incuria, o por una mala estrella, se encierran todavía en los archivos públicos y particulares, se corregirán muchos errores o se sabrán mil datos que ahora se ignoran y son necesarios para escribir nuestra historia económica y política, que, en concepto de muchos, está aún por hacer. También entonces nuestros héroes, conocidos quizá mejor, podrán ser retratados por un pincel más diestro y más bien guiado. Pero entre tanto la juventud, a quien se destina este ensayo, tendrá lo que hasta ahora nadie ha ejecutado bajo este mismo plan, a lo menos que yo sepa.

Los retratos de nuestros varones ilustres, publicados con tanta magnificencia por la Imprenta Real, han sido dirigidos a diferente fin. En aquella obra la estampa es lo principal y el breve sumario que la acompaña es lo accesorio. Nadie se forma la idea de un gigante por un rasguño en miniatura, y si se indican por mayor allí los hechos principales en que está afianzada la fama de los sujetos, no están igualmente determinados la educación, los progresos, las dficultades y los medios de superarlas, circunstancias que son las que constituyen grande un personaje y le hacen sobresalir entre los demás.

El celo mismo que emprendió la obra fue causa de dos inconvenientes que hay en ella. Uno es la multiplicación excesiva de hombres retratados y que se dan por ilustres, efecto necesario de no haberse antes de todo fijado los verdaderos límites de la empresa. No se dan la inmortalidad y la gloria con tanta facilidad como se piensa y hay hombre realmente grande que se avergonzaría de los compañeros que le han puesto en aquella colección. El otro inconveniente es el tono de elogio que reina generalmente en los sumarios. Nada más contrario a la dignidad y objeto de un historiador: cuando se exagera el bien y se disculpa o se omite el mal, o no se consigue crédito, o se inspiran ideas equivocadas y falsas.

El autor de la presente obra ha procurado evitar estos escollos. Los héroes en quienes ha empleado su trabajo son aquellos cuya celebridad está atestiguada por la voz de la historia y de la tradición, y no cree que ninguna de las vidas que ofrece ahora al público pueda ser tachada de contradecir al título del libro. El Cid Campeador, nombre que entre nosotros es sinónimo del esfuerzo incansable del heroísmo y la fortuna; Guzmán el Bueno, igual a cualquiera de los personajes antiguos en magnanimidad y en patriotismo; Roger de Lauria, el marino más grande que ha tenido la Europa desde Cartago hasta Colón; el Príncipe de Viana, tan interesante por su carácter, su instrucción y sus talentos, tan digno de compasión por sus desgracias, y que reúne en su destino a la majestad y esperanzas de un nacimiento real ejemplo y la lástima de un particular injustamente perseguido y bárbarmente sacrificado; Gonzalo de Córdoba, en fin, el más ilustre general del siglo XV, aquel que con sus hazañas y disciplina dio a nuestra milicia la superioridad que tuvo en Europa por cerca de dos siglos, y que en su carácter y sus costumbres presenta un espejo donde deben mirarse los militares que no confundan la ferocidad con el heroísmo.


Tales son los hombres cuyas vidas comprende este tomo, escritas sin odio y sin favor, según que los historiadores más fidedignos las han presentado a mis ojos. Si por acaso se extrañase la severidad con que se condenan ciertas acciones y ciertas personas, se debe considerar primeramente que sin esta severidad no puede ser útil la historia, la cual quedaría en tal caso reducida a una mera y fría relación de gaceta. A las personas vivas se les deben en ausencia y presencia aquella contemplación y atenciones que el mundo y las relaciones sociales prescriben, pero a los muertos no se les debe otra cosa que verdad y justicia. Por otra parte, si se leen con atención nuestros buenos libros, se verán en ellos las mismas censuras aunque ahogadas en el cúmulo de noticias que contienen. Cada siglo que se añade a un hecho aumenta la acción y la autoridad para juzgarle imparcialmente, y no sé yo por qué hemos de carecer en el siglo XIX de la facultad y derecho que Zurita, Mariana y Mendoza tuvieron ya en el XVI.

No creo que debo permitirme añadir nada sobre el sistema particular de composición que he seguido, formas de narración, estilo y lenguaje de que he usado. Toda recomendación o disculpa en esta parte sería absolutamente superfua. El público, como juez único y supremo, aprobará, condenará sin apelación, o tal vez disimulará los yerros y descuidos del autor en gracia del deseo de ser útil, que es lo que le ha puesto la pluma en la mano para escribir estas vidas.

  1. Cimón de Atenas, general ateniense del que hablan tanto Cornelio Nepote como Plutarco.
  2.  Dion de Siracusa, famoso tirano.
  3. General y político del siglo IV a.C., que convirtió a Tebas en la ciudad más importante de Grecia.