El tomo II de la parte primera contiene cuatro disertaciones de Lampillas, las cuales continúan la numeración del volumen precedente. La disertación quinta (primera de este tomo) trata la influencia que ejerció España sobre Roma. Los primeros capítulos son más históricos que literarios y recurren a las antiguas civilizaciones que llegaron a Iberia (como los griegos o los fenicios) para argüir que ya estas iniciaron las ciencias y las artes en el territorio español antes que la civilización etrusca en el italiano. Se observan algunas exageraciones e imprecisiones, como la identificación de Tartessos con la actual Tarifa que hace la traductora en nota al pie. Además, el jesuita catalán destaca las virtudes militares de Hispania antes y después de la llegada de los cartagineses y romanos, citando especialmente el asedio y resistencia de Numancia, entre otros episodios. Tras valorar la presencia española en Roma y en Italia durante siglos, señala las aportaciones a las letras romanas que se produjeron bajo los auspicios de los tres emperadores de origen hispano: Trajano, Adriano y Teodosio.
La sexta disertación aporta varios personajes que nacieron en el actual territorio español y que influyeron notablemente en las ciencias y las letras romanas, y aun en las italianas. Así, se cita al obispo Osio de Córdoba, Aurelio Clemente Prudencio, Flavio Lucio Dextro, el papa san Dámaso I y otros personajes; de todos ellos ofrece datos sobre su filiación nacional y sobre su influjo en las letras romanas. Lampillas también señala la influencia española en la filosofía, la ciencia y la medicina (a partir de la permanencia de los árabes en la península con Avicena y Averroes, de varios sabios y rabinos o del rey Alfonso X el Sabio), en la poesía italiana vulgar (que procede de la provenzal —promovida por los condes de Barcelona—, según el catalán) o en los estudios bíblicos a propósito de santo Domingo de Guzmán y de san Raimundo de Peñafort.
El clima de España y su facultad para afectar o no a los ingenios de nuestros ilustres sabios y literatos son los contenidos de la séptima disertación. Lampillas explica que el clima no influye en el gusto de los escritores, ni en un sentido ni en otro. El jesuita se pregunta por qué el clima afectaría a unos españoles —Séneca, Lucano, Marcial— y no a otros. Además, considera que el clima romano sería peor, pues estos autores se criaron y desarrollaron sus carreras en la ciudad eterna y no en territorio hispano.
La última disertación de esta primera parte referida a la literatura antigua, la octava, recoge numerosos nombres de sabios de origen español que destacaron en muy diversas disciplinas.
El volumen se cierra con una conclusión a los dos tomos de la primera parte de la obra que sintetiza las ideas expresadas por Lampillas en su obra hasta este momento. También censura a Tiraboschi por incurrir en contradicciones, anacronismos y omisiones con el fin de malear la historia interesadamente para fomentar su ánimo antiespañol. Dirige sus esfuerzos, por fin, a que los italianos valoren la veracidad de las afirmaciones de Tiraboschi y Bettinelli sobre la literatura española. Tras esta conclusión aparecen las erratas y el índice.
Descripción bibliográfica
Lampillas, Francisco Javier, Ensayo histórico-apologético de la literatura Española contra las opiniones preocupadas de algunos Escritores modernos italianos. Disertaciones del señor abate don Xavier Lampillas. Parte primera de la literatura antigua. Tomo segundo. Traducido del italiano al español por doña Josefa Amar y Borbón, residente de la ciudad de Zaragoza, Socia de merito de la Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País, Zaragoza: Oficina de Blas Miedes, 1783.
1 h., 288 pp.; 4º. Sign.: BNE 3/64550.
Finalicemos esta primera parte del Ensayo de la literatura antigua española reduciendo a un punto de vista las primeras líneas dibujadas en él de suerte que, volviendo los ojos a los méritos literarios de la antigua España hacia Italia y considerándolos todos juntos, como un cuadro, se pueda juzgar más fácilmente si la resplandeciente figura que hizo nuestra nación en la antigua Italia es conforme al retrato que se nos ha presentado por el autor de la Historia literaria [1].
Volviendo, pues, la vista, en primer lugar, a los siglos más remotos, hallamos cultivada la España por las naciones más civiles y literatas; es, a saber, por los fenicios, hebreos y griegos y aprender de estos el comercio, la industria, las artes y ciencias, adelantándose en estos a todas las naciones del Occidente.
Hasta la soberbia Roma parece en sus primeros siglos una nación bárbara y grosera en comparación de la culta España. Se asombraron los más valientes generales romanos al ver disputadas de pocos españoles la preeminencia en el valor y arte militar y que, cuando todo el mundo postrado a los pies de Roma temblaba de solo oír el nombre de las legiones romanas, sus águilas vencedoras humillaban el vuelo a los pies de los esforzados ejércitos españoles [2].
Sometida, por fin, España al Imperio romano después de varios y continuos daños, nuestra nación fue la primera de las extranjeras que entró a la parte con los romanos en el dominio y gobierno del mundo. Los primeros cónsules extranjeros que vio Roma fueron españoles [3], cónsules nada inferiores en valor, prudencia y magnificencia a los más ilustres romanos y que hermosearon a Roma con monumentos iguales a los de los Pompeyos y de los Augustos. Los primeros extranjeros que obtuvieron en aquella capital el honor del triunfo fueron los españoles. Por último, estos fueron los primeros que empuñaron el cetro del Imperio romano [4], excediendo[5] con sus hechos la gloria de los antiguos césares.
No tuvieron los españoles menor parte en la gloria literaria de Roma que en la política y arte militar. El Siglo de Oro de las letras romanas admiró, en Balbo, un historiador que no debe ceder en elegancia a los más cultos romanos; en Higinio [6], un bibliotecario imperial insigne por la crítica y erudición; en Latrón [7], el más famoso de los retóricos. En el siglo posterior a Augusto mantuvieron los españoles la gloria de las letras romanas, siendo los escritores más elegantes, los filósofos más amenos y profundos, los maestros de oratoria que hicieron más esfuerzos por volver a los romanos al camino recto de la elocuencia y los mejores poetas entre una inmensa turba de versificadores romanos, haciéndose notable que, después de la época de estos españoles, quedaron sepultadas entre los romanos, por espacio de tres siglos, la filosofía, la oratoria y la poesía.
Este es el retrato de España en tiempo de Roma pagana. No hicieron menos célebre su nombre en Italia los literatos cristianos. Desde los primeros siglos de la Iglesia ilustraron y promovieron los sagrados estudios en Italia —así con el ejemplo como con obras apreciabilísimas— los grandes hombres que produjo por entonces España. Hasta la cátedra romana se vio ilustrada 18 años por un pontífice español [8], igualmente bienhechor de la religión que de la literatura sagrada [9]. Después del siglo VII, y en ocasión que la «suma universal ignorancia había fijado su residencia en toda Italia y que aun los eclesiásticos sabían mal el latín» [10], no faltaron españoles doctos que fueran a instruir a los pueblos italianos en las sagradas letras.
Los estudios de filosofía, medicina y matemática estuvieron olvidados en Italia por muchos siglos. Su restauración en el siglo XI la debió este país al comercio con los españoles, que cultivaban con extremado ardor este género de literatura. La lengua y poesía vulgar empezó a tener en Italia alguna cultura en el siglo XII, pero ¡cuánta parte no tuvieron en ello los príncipes y poetas españoles!
Si miramos a la Universidad de Bolonia en el siglo XIII veremos al gran santo Domingo promover el estudio de la Sagrada Escritura. Hallaremos que nueve españoles [11], insignes profesores de los Sagrados Cánones, los ilustraron con un portentoso número de obras, y entre ellas reconoceremos que la de Peñafort forma gloriosa época en la ciencia del derecho canónico.
Si se advierte promovido en el mismo siglo el estudio de la astronomía en Italia se debe a las famosas Tablas [12] alfonsinas, obra de los españoles, las que apenas se publicaron fueron inmediatamente llevadas a Italia para acalorar más aquel estudio.
Un hombre eminente bastó para hacer inmortal en Italia el nombre de España en el siglo XIV. Este fue el gran Gil de Albornoz [13].
Él la libertó de la opresión de los tiranos y aseguró la felicidad pública con leyes muy sabias. Hizo renacer en Bolonia los estudios que yacían despreciados bajo la ferocidad de los tiranos y de las guerras civiles. Hermoseó aquella madre de las ciencias y la enriqueció introduciendo la navegación, el comercio y las fábricas.
Este bello retrato de España en la antigua Italia es tanto más digno de fe cuanto no me he valido en todo este Ensayo para pintarle de colores preparados por algún autor español, sino por extranjeros y, con especialidad, por los mismos italianos. Cotejemos ahora el de la nación española en Italia según sale de las manos del abate Tiraboschi y se descubrirá al mismo tiempo el artificio singular de que usa este autor para desfigurar verdaderos bosquejos originales.
La justicia, la gratitud y legalidad de la historia requerían del docto historiador que fuera representada por él España como nación bienhechora a las antiguas letras romanas. Pero, sin embargo de esto, ni una sola vez confiesa este mérito extraordinario; bien al contrario, pues cualquiera que quisiere formar juicio de nuestra nación sobre la fe de este insigne escritor la juzgará tan perjudicial a la literatura italiana como lo fueron las naciones más bárbaras que en los siglos antiguos inundaron a Italia. Según este autor, los españoles convirtieron en Roma la lengua latina en rústica y bárbara, los importunos declamadores españoles estragaron la elocuencia tuliana, los españoles versificadores hinchados fueron los primeros que se desviaron de la buena senda señalada por los mejores poetas y, con su ejemplo, corrompieron el buen gusto de la poesía en Roma y, para decirlo de una vez, los españoles echaron a perder enteramente el estado de la literatura romana.
Este es el hermoso retrato que hace de nuestra España el imparcial historiador. Pero ¿cómo podía conseguir desfigurar tan extrañamente la brillante figura que hizo aquella en la antigua Italia? Véase el modo gracioso que ha escogido para lograrlo.
A fin de desarraigar todo vestigio de erudición española en el Siglo de Oro, pasa en silencio algunos célebres españoles y traslada otros al siglo posterior a Augusto, con lo cual falta al justo orden de la historia.
En el siglo después de Augusto, ¡qué desorden y trastorno de cosas no se advierte para oscurecer la fama de los españoles, que mantuvieron las letras romanas! Se exagera con exceso la decadencia de la literatura de aquel tiempo. Los retóricos corrompedores de la elocuencia en la era de aquel emperador se colocan en la época de Séneca. Se establece permanente en Roma a Marco Séneca desde el principio del imperio de Augusto y, al mismo tiempo, se suponen nacidos muchos años después todos sus hijos en España. Para denigrar más y más la gloria del filósofo Séneca se censura fuera de lugar y sazón su carácter moral, formando un largo proceso contra sus costumbres sin otro apoyo que las más infames calumnias de sus enemigos y unas debilísimas conjeturas, haciendo estudio de pintarle como el hombre más malvado del mundo.
Con un salto de casi un siglo se pasa desde Virgilio a Lucano, desde Catulo a Marcial, para hacer que aparezcan estos españoles primeros corrompedores de la poesía, omitiendo una turba inmensa de poetas italianos que en aquel intermedio viciaron a lo sumo el gusto de los poetas del Siglo de Oro. ¿De qué negros coloridos no se vale el historiador para darnos el retrato de Lucano y de Marcial? En ellos nada se excusa, nada se perdona, nada se calla sino solo lo que tienen de bueno, se producen los testimonios de sus más declarados enemigos y se olvidan los de sus justos apreciadores.
No pudiendo menos de alabar a Quintiliano se ve en la precisión de confesar que empleó todos sus esfuerzos por volver a los romanos al camino recto de la elocuencia pero, no queriendo dar esta gloria a España, suscita dudas sobre la patria de este hombre famoso, promueve unas razones muy ligeras contra la autoridad de escritores antiguos clásicos y, faltando a las reglas de crítica que él mismo establece, supone nacido en Roma al expresado Quintiliano.
Debía confesar el sincero historiador que Italia fue deudora a España de las grandes ventajas que consiguieron las artes y ciencias en tiempo de los tres famosos emperadores españoles —Trajano, Adriano y Teodosio— pero, con no decir que estos príncipes fueron españoles, se exime de una conexión tan justa y priva de este lustre a España.
Habiendo llegado a los siglos cristianos, para que no se vea cuánto ilustraron los españoles los estudios sagrados en Italia, omite darles lugar en su historia con el pretexto de haber sido españoles, siendo así que concede lugares distinguidos en ella a varios franceses y africanos de muy inferior mérito. Le incomoda hallar en la silla romana un pontífice español benéfico a los estudios sagrados y, por esto, pretende se tenga por demostración clara la débil conjetura con que un autor hace natural de Roma a san Dámaso.
Le desazona ver que en los siglos siguientes van los españoles a instruir a Italia —que se hallaba bastante ignorante en toda clase de ciencias— y estudia con fino artificio en hacerlos italianos, ocultando de este modo la pobreza de Italia y despojando de esta gloria a España.
Era preciso disimular que la restauración de la filosofía, matemática y medicina y de la primera cultura de la lengua y poesía vulgar la debía Italia a España y, por consiguiente, ni aun por sombra se ven los españoles en aquellas épocas; antes se representan los italianos como primeros restauradores de tales estudios.
Admire en hora buena toda Europa los singulares méritos hacia Italia del cardenal Albornoz, que nuestro historiador, con la guía de otro escritor moderno, primero faltará a la gratitud debida a tan insigne bienhechor que confesar que un español libertó a Italia de la opresión de los tiranos italianos, le afianzó la felicidad con leyes sabias e hizo renacer en ella los abandonados estudios.
Esta conducta observada por Tiraboschi, que descubrimos e impugnamos en este Ensayo, manifiesta claramente cuán preocupado está contra la literatura española. No lo acredita menos cuando, imputando al clima de España una influencia fatal hacia el mal gusto, condena la España antigua y moderna a la inevitable necesidad de no producir escritores de buen gusto, concediéndole tan solamente escolásticos llenos de sutilezas. En el mismo sistema conviene el abate Bettinelli, añadiendo las chanzas para hermosear el retrato del carácter de los españoles.
A fin de desengañar a estos escritores y a muchos italianos mal informados contra los literatos de España sobre la fe de los referidos autores, hemos antepuesto una noticia sucinta de algunos escritores españoles, famosos en todo género de estudios sólidos y amenos. En ella hemos convencido que el clima de España no solo es fecundo de insignes escolásticos, sino también de célebres dogmáticos, ascéticos, moralistas, expositores sagrados, de doctísimos en el derecho canónico y civil, de filósofos, matemáticos, físicos, maestros de lenguas eruditas, de traductores y comentadores de los antiguos griegos y latinos, de ilustradores de las antigüedades romanas, historiadores, romancistas y críticos. Por lo perteneciente a la oratoria y poesía —que son creídas de los italianos modernos como poco favorecidas del clima de España—, hemos demostrado que a más de los príncipes de una y otra ha producido siempre España oradores y poetas, no tan solamente de igual mérito a los de otras naciones, sino muchos de ellos superiores a todos los demás (comprendidos los italianos), con la ventaja de que en todas las épocas en que florecieron en Italia los estudios de elocuencia fueron en ella los españoles los maestros más ilustres de oratoria.
A vista de esto, dejo al juicio de los italianos menos preocupados decidir si es conforme a la verdad la idea que de la literatura española manifiestan tener estos escritores modernos y que han introducido en el ánimo de sus lectores. Como también, si tienen sobrada razón los españoles, para quejarse de que se imprima a su presencia en Italia esta injusta censura que hace de España un ingente escritor: «esta tierra no produce sino monstruos, tierra inhabitable, país inútil; los habitadores de este país son filosofastros». Y mucho más de que se halle en Italia un hombre que tenga valor de publicar, entre un cúmulo de despropósitos y ridículas injurias contra la nación española: «los italianos de juicio creen que nunca Italia fue auxiliada ni perjudicada por la literatura española porque se hizo siempre tan poco caso de ella que jamás pudo tener influjo sobre nuestra nación culta e inventora. […] Los españoles no valen gran cosa en la literatura. […] La despreciable filosofía de los autores españoles es una infeliz composición de bachilleres» [14].
Es la Storia della letteratura italiana de Girolamo Tiraboschi, con una primera edición publicada en varios tomos entre 1772 y 1782.
Recuerda el valor que algunos pueblos prerromanos de la península ibérica demostraron ante la conquista, como las guerrillas de Viriato y la resistencia de Numancia.
El primer cónsul no itálico de la República romana fue el hispano Lucio Cornelio Balbo.
Trajano y su sucesor, Adriano, fueron dos de los tres emperadores romanos de origen hispano (junto con Teodosio) y, además, los dos primeros césares no itálicos.
Quizás Lampillas se refiera a que durante el gobierno de Trajano el Imperio romano alcanzó su máxima expansión.
Cayo Julio Higinio fue un escritor hispano y bibliotecario del emperador Augusto.
Marco Porcio Latrón destacó como un importante rétor en el siglo I.
Se refiere a san Dámaso I, papa de la Iglesia católica de 366 a 384.
Cultivó el género de la epístola y creó algunas oraciones e himnos.
Es una cita no literal de Saverio Bettinelli. El original reza: «somma e universale ignoranza che prese piede in ogni parte talchè la gente ancor di Chiesa mal sapea di latino» (Bettinelli, Saverio, Del risorgimento d’Italia negli studi, negli arti e ne’ costumi dopo il mille, parte I, Bassano: Remondini de Venecia, 1775, p. xl).
Como señala el propio Lampillas en la página 189 de este tomo, se refiere a «Lorenzo, los dos Bernardos Compostelanos, Peñafort, Vincencio, Juan de Dios, los dos Garcías y Martino».
Las Tablas alfonsíes, de mediados del siglo XIII, son una de las principales obras del rey Alfonso X el Sabio. Su contenido es geográfico y astronómico, fundamentalmente.
Gil Álvarez de Albornoz fue un cardenal de la Iglesia católica, arzobispo de Toledo de 1338 a 1350.
(Nota del autor) No me es desconocido el autor de esta necia y grosera anécdota, pero justos respetos me obligan a perdonarle la vergüenza de ver publicado su nombre. Nota del editor: Blecua recuerda que «eran básicamente las críticas de Bettinelli» (Blecua, Alberto, «El concepto de Siglo de Oro», en Romero Tobar, Leonardo, ed., Historia literaria/Historia de la literatura, Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza, 2004, p. 119). No hemos podido localizar el origen de las citas del texto de Lampillas.