El volumen III de las Lecciones sobre la Retórica y las Bellas Letras continúa con el estudio de la Oratoria y la elocuencia pública a la que dedica las primeras nueve lecciones. Además de la elocuencia del foro y del púlpito, explica las partes que han de componer un discurso y finaliza con un análisis comparado entre los autores antiguos y los modernos y unas reflexiones sobre los géneros en prosa y su uso por la Historia y de la Filosofía.
A continuación, se detiene en el análisis de la poesía. Comienza por la versificación, con observaciones sobre la versificación castellana y con explicaciones sobre el origen y progresos de la poesía. Prosigue con la poesía pastoril y termina con la poesía lírica o la oda a la que dedica la parte final del volumen.
De acuerdo con Blair, el principio general por el que debemos regirnos a la hora de admirar a los autores antiguos, es que su celebridad ha sido universal y su reconocimiento común a todas las naciones cultas. Ahora bien, eso no supone la veneración ciega. Su posición claramente en favor de los modernos le inclina a afirmar que el paso del tiempo implica una mejora del conocimiento, de un saber más preciso y de una sutilidad mayor en lo que a los escritos se refiere. En consecuencia, los tiempos modernos aventajan a los antiguos, aunque moderadamente. Así pues, concluye que «si en las últimas épocas se ha adelantado en ciencia y en gusto, advertimos en las primeras más vigor, más fuego, más entusiasmo en el ingenio. [...] En los primeros encontramos ideas más elevadas, mayor sencillez y un entusiasmo más original y en los segundos, mucho más arte y corrección, pero menos energía en las obras de ingenio. Mas aunque lo dicho sea bastante para formar una diferencia entre los antiguos y modernos, no deja de haber algunas excepciones porque, en cuanto a entusiasmo poético e ingenio original, Shakespeare, Milton y Cervantes no ceden a ninguno de los antiguos» (p. 206).
Un diferencia fundamental entre los tiempos antiguos y los modernos la encuentra Blair en los medios para instruirse de los que ha dispuesto unos y otros. Los modernos cuentan con escuelas y universidades, mientras que los antiguos se formaban sobre todo viajando. Así pues, deduce que «tenían menos medios y oportunidades que ahora para sobresalir entre los demás, pero el que lo conseguía estaba seguro de adquirir aquella fama y veneración que, entre todas las recompenssas, es el mayor estímulo del ingenio» (p. 207). La imprenta y el acceso a los libros hace posible que los modernos puedan adquirir la instrucción necesaria en cualquier rama del conocimiento y eso fomenta la existencia de talentos medianos:
La multitud de auxilios que tenemos para todo género de composición, lejos de favorecer los esfuerzos naturales del ingenio, los deprime (p. 208).
De acuerdo con los expuesto por William Temple (1628-1699) en su «Essay upon the ancient and modern learning», Blair considera que el acceso a los libros motiva cierto desinterés por el conocimiento pues se prefiere asumir ideas ajenas a generar conocimientos propios. De hecho, como Temple, piensa que ese comportamiento causa que existan más copias que obras originales al reducirse el esfuerzo creador en favor de la imitación(a). De ahí resulta, continúa afirmando Blair, que sean tan escasos los autores modélicos entre los modernos:
[...] Lo cierto es que, para encontrar modelos excelentes en casi todos los géneros de composición, es preciso que recurramos a algunos de los escritores antiguos y, al contrario, si queremos ideas más exactas y más completas en algunas partes de la filosofía, las hallaremos principalmente en los modernos. Estos pueden darnos excelentes muestras de escritos correctos y acabados en algunas obras de gusto. Pero en cuanto a ingenio y originalidad, a desempeño magistral, alma y elevación, tenemos que tomar de los antiguos las mejores y más felices ideas (pp. 209-210).
En este sentido, Blair, como casi todos los autores y preceptistas, recomienda la lectura de los antiguos. A través de ella se forma el gusto y se fomenta el ingenio por lo que, siendo ambos los fines principales de sus Lecciones, resulta imprescindible leer a los autores griegos y romanos:
Sin un conocimiento más que mediano de sus obras nadie podría pasar por hombre instruido y de gusto, pues se priva de muchos auxilios para escribir y hablar bien y con razón debe sospechar de sí cualquiera, y aun creer que tiene un gusto muy depravado, si siente poco o ningún placer en la lectura de aquellas obras que, en todos tiempos, han sido la admiración de todas las naciones, porque estoy firmemente persuadido de que predomina el buen o mal gusto de una nación a proporción que se aprecia o desestima el estudio de los autores antiguos y que solamente los ignorantes o superficiales son capaces de despreciarlos (pp. 211-212).
No obstante, Blair deja claro que el respeto hacia los antiguos no debe ocasionar un menosprecio de los modernos, ni cree, como asegura que hacen los pedantes, que las obras de los escritores antiguos carecen de defectos. Su lectura ha de realizarse entonces con circunspección «pues es muy compatible con las reglas de la verdadera crítica encontrar defectos en las partes, aunque sea admirable el todo».
Tras estas reflexiones generales, Blair propone una estudio más detallado en unos y otros ordenado por géneros de composición y empezando por la prosa y tratando después de los escritos en verso. Tras ocuparse de los historiadores antiguos y modernos (con el añadido de Munárriz sobre los españoles), se ocupa después de los escritos filosóficos, de los diálogos, del género epistolar y de la «historia ficticia», es decir, los romances y novelas, que «comprende una numerosísima y, en general, poco importante clase de escritos» (p. 289).
En opinión de Blair, es necesario atender a esta clase de escritos puesto que gozan de una estimación general y, en especial, por parte de los jóvenes de ambos sexos. Corresponde, pues, al preceptista ocuparse de los romances y novelas porque influyen en la moral y el gusto de la nación. El problema, a su juicio, no está en la naturaleza de tales obras sino en su defectuosa ejecución (p. 290). Repasa la historia del género en Francia, Inglaterra y España y concluye afirmando que faltan novelistas españoles y, en consecuencia, se traducen, por lo general mal, las novelas extranjeras, incluso las carentes de todo mérito.
- William Temple publicó este ensayo en la segunda parte de su Miscellanea (London: 1690).