Las Lecciones sobre la Retórica y las Bellas Letras del clérigo escocés Hugh Blair constituyen, junto con los Principios filosóficos de la literatura de Charles Batteux, que tradujera al español Agustín García de Arrieta, los dos textos de teórica poética más representativos de las últimas décadas del siglo XVIII en España. La versión española del texto inglés la realizó José Luis Munárriz (1762-1830) que estudió en la Universidad de Salamanca, donde vivió hasta 1796.
La obra de Blair (1718-1800) se editó en la lengua original en 1783 bajo el título de Lectures on Rethoric and Belles Letres con el propósito, declarado por el autor, de ofrecer de forma ordenada las ideas fundamentales de Retórica y Poética que durante años había transmitido a sus discípulos. No obstante, el texto constituye mucho más que una sistematización de los principios fundamentales de las dos disciplinas referidas en el título. Blair explica que el estudio de la Retórica guarda una estrecha conexión con la mejora de las facultades intelectuales y, en particular, con la razón. Por su parte, considera que la Poética nos enseña a mejorar nuestro gusto y a saber críticar con acierto. Rechaza, en consecuencia, los sistemas propios de la Retórica escolástica, recomendando la aplicación de los principios de la razón y del gusto a toda clase de discurso.
Tanto el texto de Batteux como el de Blair coinciden en destacar la transcendencia pública derivada del conocimiento de las Bellas Letras y en defender que su estudio y la imitación de buenos modelos constituyen los únicos medios de instaurar en España el defendido buen gusto. Ahora bien, entre los planteamiento de Blair, adscrito al creacionismo británico, y la posición clasicista de Batteux existe una diferencia fundamental. Mientras Blair, y con él José Luis Munárriz, defienden que el ejercicio de la crítica ha de transcender la admiración y la mera emulación de los autores antiguos, Batteux y García de Arrieta representan una posición nacionalista y afrancesada, lo que se traduce en convertir a los autores nacionales más representativos de la historia de nuestras letras en referentes del ideal poético a imitar, reimplantable en la España dieciochista. Al contrario, Munárriz entiende que las letras españolas necesitan progresar y si bien los autores más admirados deben ser el referente de los poetas del presente, no por ello habían de disimularse sus defectos, sino más bien de reconocerse como único medio de lograr el adelantamiento de las letras españolas.
Por otra parte, el tratado de Blair, seguidor de Addison y de su obra Los placeres de la imaginación y de Alexander Gerard y su An essay on taste, se organiza a partir de la consideración de cuáles son las fuentes de los placeres del gusto que cifra en la sublimidad, la belleza y la imitación. En consecuencia, considera que la poesía no es tanto imitación de la naturaleza como imitación mediante el lenguaje del objeto que se alberga en la mente del poeta.
Tales diferencias provocaron disputas entre ambos preceptistas y entre sus partidarios y detractores: Leandro Fernández de Moratín del lado de García de Arrieta, mientras que Manuel José Quintana, el poeta Cienfuegos y Francisco Sánchez Barbero se manifestaron simpatizantes de Blair y Munárriz.
El primer tomo comienza con el relato de la vida y obra de Blair, a la que se adjunta una relación de los autores que consultó en cada una de las secciones que lo componen, esto es, sobre el gusto, la belleza y el origen y progresos del lenguaje. Con ello enmarca su teoría poética en un esquema creacionista donde, a diferencia del clasicismo que representa Batteux, el concepto de imitación de la naturaleza no se convierte en principio organizador de las Bellas Letras.
Descripción bibliográfica
Blair, Hugo, Lecciones sobre la Retórica y las Bellas Letras, por Hugo Blair. Las tradujo del inglés Don José Luis Munárriz. Tercera edición. Tomo I, Madrid: Ibarra, 1816.
xxxvi, 357 pp.; 4º. Sign: BMV BH FLL 38284.
Abbot, Don Paul, «The Influence of Blair's Lectures in Spain», Rethorica, 7/3 (1989), pp. 275-289.
Abbot, Don Paul, (1998), «Blair ‘Abroad’: The European Reception of the Lectures on Rethoric and Belles Lettres», en L. Lynee Gaillet, Schottish Rhetoric and its Influences, Mahwah: Lawrence Eribaum Associates, 1998, pp. 67-78.
Agnew, Lois, «The Civic Funtion of Taste: a Reassessment of Hugh Blair’s Rhetorical Theory», Rhetoric Society Quarterly, 28.2 (1998), pp. 25-36.
Gaillet, Lynée Lewis, Scottish Rhetoric and its Influences, New Jersey: Lawrence Eribaum Associates, 1998.
Golden, James L. y Edward P. J. Corbertt, The Rhetoric of Blair, Campbell and Whately, Carbondale: Southern Illinois University Press, 1990.
Rodríguez Sánchez de León, María José, «Batteux y Blair en la vida literaria española a comienzos del siglo XIX», EntreSiglos, 2 (1993), pp. 227-235.
Rodríguez Sánchez de León, María José, La crítica dramática en España (1789-1833), Madrid: CSIC, 2000.
Rodríguez Sánchez de León, María José, «Humanismo, Ilustración y los estudios literarios», en Aullón de Haro, Pedro (ed.), Teoría del Humanismo, Madrid: Verbum, 2010, VI, pp. 329-370.
Terol Plá, Gracia, «Quintiliano y Hugh Blair. La teoría retórica del siglo XIX en España», Ágora. Estudios Classicos em Debate, 23 (2021), pp. 281-304.
Uno de los más calificados privilegios que la Providencia concedió al género humano fue el poder comunicarse sus pensamientos unos a otros. Sin este poder, la razón sería un principio aislado y, en algun modo, inútil. La palabra es el instrumento con que más nos favorecemos unos a otros y al comercio y transmisión del pensamiento por medio de la palabra debemos principalmente la mejora del pensamiento mismo. Cortos son los adelantamientos que pudiera hacer un individuo solo y sin ayuda de otro en la perfección de cualquiera de sus facultades. Lo que llamamos razon humana no tanto es el esfuerzo o habilidad de uno, cuanto el resultado de la razón de muchos, formando las luces que se comunican mutuamente por el discurso y los escritos [1].
Es claro que los escritos y el discurso merecen la mayor atención. Ora se consulte la influencia del orador o el entretenimiento del oyente, ora se mire principalmente a la utilidad o el placer, nos vemos impelidos, por los motivos más fuertes, a comunicarnos nuestros pensamientos del modo más ventajoso. Por esto vemos que en casi todas las naciones, luego que el lenguaje ha salido de los límites de aquella escasa comunicación necesaria para acudir a las necesidades de los hombres, se ha llevado todo el aprecio la mejora del discurso. Aun las tribus salvajes, vemos que atienden a la gracia y a la fuerza de las expresiones y que se valen de ellas para persuadir o mover. Formaron desde luego alguna idea de la belleza del discurso y se esforzaron a darle ciertos adornos que les enseñó la experiencia mucho tiempo antes que el estudio de aquellos adornos formase un arte regular.
Pero entre las naciones civilizadas, ningún arte se ha cultivado con más esmero que el del lenguaje, el estilo y la composición. El aprecio que se ha hecho de él puede tomarse, a la verdad, como una señal de los progresos de la sociedad porque, según adelanta y florece esta, los hombres adquieren mayor influencia unos sobre otros por el raciocinio y el discurso y, según se extiende esta influencia, ponen por precisión mayor cuidado en los métodos de expresar sus conceptos con propiedad y elegancia. De aquí vemos que, entre todas las naciones civilizadas de Europa, este estudio se ha tenido por importantísimo y ha ocupado un lugar distinguido en todos los planes de educación [2].
A la verdad conozco que al mentar el arte de hablar y de escribir, se preocuparán muchos contra él, creyéndolo arte ostentoso y engañoso, estudio menudo y pueril de palabras solamente, de la pompa de la expresión, de las falacias estudiadas de la Retórica y de los adornos sustituidos a lo sólido y a lo útil [3]. No debemos admirarnos de que, con tales cargos, el estudio del discurso como arte haya padecido en la opinión de hombres de talento. Y estoy lejos de negar que algunas veces la Retórica y la Crítica han contribuido a la corrupción, más bien que a la mejora del gusto y de la verdadera elocuencia. Pero seguramente es tan posible aplicar los principios de la razón y del juicio a este arte como a cualquiera de los otros que se cultivan entre los hombres. Si las siguientes lecciones tienen algún mérito consistirá en el esfuerzo a sustituir la aplicación de estos principios a una Retórica artificial y escolástica, a desechar los adornos futiles, a atender más a la sustancia que a la ostentación y a recomendar el sentido común como el cimiento de toda buena composición y la sencillez como esencial a todo adorno verdadero [4].
Antes de entrar en materia, se me permitirá que, con este motivo, insinúe algunas ideas relativas a la importancia y ventajas de estos estudios y a la clase que merecen ocupar en la educación literaria. No pienso por eso enlazar su importancia a costa de otros conocimientos científicos. Por el contrario, el estudio de la Retórica y el conocimiento de las Bellas Letras supone y requiere un conocimiento de las demás artes liberales: abraza a todas y las recomienda sobremanera.
El primer cuidado de todos los que aspiren a escribir con reputación o a hablar en público con superioridad, debe ser el de extender sus conocimientos y juntar un rico caudal de ideas sobre todos los objetos de que pueden tener que hablar o escribir en las diversas ocurrencias de la vida. De aquí es que entre los antiguos era máxima fundamental, inculcada frecuentemente: Quod omnibus disciplinis et arribus debet esse instructus orator (que el orador debe ser un literato completo y familiarizado con toda clase de conocimientos). A la verdad, sería desgracia que se pidiera imaginar un arte que diese sello del mérito de una composición rica y espléndida en la expresión, pero pobre y errónea en los pensamientos. Mas, por fortuna, es imposible y las infelices tentativas hechas para inventarlo son las que han degradado tanto a la oratoria y la han sacado de sus quicios. Se han empleado las gracias de la composición para disimular y llenar el vacío de la materia y se ha solicitado el aplauso momentáneo del ignorante en lugar de la aprobación duradera del discreto. Pero tales imposturas no pueden alucinar por mucho tiempo. Los conocimientos y las ciencias son el cuerpo y el alma de toda composición apreciable. La Retórica sirve para pulimentar y se sabe que solo admiten pulimento los cuerpos sólidos y macizos.
Algunos que lean las siguientes Lecciones aspirarán acaso a emplearse en la composición o en la elocuencia pública por su profesión o por inclinación. Otros sin este objeto apetecerán solo mejorar su gusto en los relativo a los escritos y al discurso y adquirir principios de aquella parte de la literatura llamada Bellas Letras.
Por lo que hace a los que pueden tener ocasión de comunicar al público sus sentimientos, es bien claro que necesitan de algún estudio preparatorio para el objeto que se proponen. Hablar o escribir clara y agradablemente, con pureza, con gracia, con fuerza, son ventajas de la mayor importancia para todos los que se dirigen al público de palabra o por escrito, porque, sin poseer estas ventajas, no encontrarán quien pueda hacer justicia a su modo de pensar y, por rico que sea cualquiera en conocimientos y buen sentido, no podrán aprovecharse de ellos tanto como aquel que, con la mitad de caudal, puede hacerlo valer todo entero. Ni estas ventajas son de aquellas que solo se deben al ingenio [5]. La naturaleza, a la verdad, ha favorecido a unos más que a otros en esta parte, pero en estos, como en los demás talentos, ha dejado mucho que perfeccionar a la industria de cada uno. Tan evidente son los frutos del estudio y perfección en todas las partes de la elocuencia, tan notables son los ejemplos de personas que, por su diligencia, han sobrepujado todos los disfavores de la naturaleza más ingrata, que entre los eruditos se ha contestado mucho tiempo, y aún está indeciso, si para sobresalir por escrito o de palabra contribuye más la naturaleza o el arte [6].
En cuanto al modo en que el arte puede ayudar más eficazmente a este objeto habrá acaso variedad de opiniones. No es mi ánimo decir que las reglas retóricas, por buenas que sean, basten para formar un orador. Un ingenio feliz adelantará con la aplicación y el estudio privado más que con cualquier sistema de instrucción pública [7]. Pero, al mismo tiempo, aunque las reglas e instrucciones no puedan suplir por todo, pueden, como quieran, ayudar en muchas cosas útiles. A la verdad, no darán ingenio pero pueden dirigirlo y ayudarlo. No remediarán la pobreza, pero pueden corregir la redundancia, pues ellas señalan los modelos dignos de imitarse, presentan las bellezas principales que se deben estudiar y los defectos que deben evitarse y, de esta suerte, sirven para ilustrar el gusto y llevar el ingenio de los senderos torcidos al camino recto y natural. Si no aprovechan para producir grandes bellezas, sirven, a lo menos, para evitar errores considerables.
Merece la mayor atención sin duda todo lo que se refiere al estudio de la elocuencia y de la composición, por la conexión íntima que tienen estas con la mejora de nuestras facultades intelectuales, pues puede asegurar que, cuando nos empleamos por buen método en el estudio de la composición, cultivamos la razón misma. La verdadera Retórica y la sana Lógica están estrechamente enlazadas. El estudio de coordinar y de espresar nuestros pensamientos nos enseña a pensar con la misma exactitud con que procuramos hablar. Poniendo en palabras nuestros sentimientos, los concebimos siempre con mayor distinción. Los que están familiarizados con la composición saben que, cuando uno se expresa mal sobre un asunto, cuando su coordinación de ideas, es vaga y sus sentencias aparecen débiles, es efecto por lo común de la confusa comprensión del asunto. ¡Tan estrecha es la conexión entre los pensamientos y las palabras con que están vestidos!
El estudio de la composición, importante de suyo en todos tiempos, ha adquirido mayor importancia por el gusto y maneras de la edad presente, edad de oro, en que se siguen con ardor los adelantamientos en todos los conocimientos científicos. Han merecido la mayor atención las artes liberales y ninguna más que la belleza del lenguaje y la gracia y elegancia de todo género de escritos. Se ha refinado el oído del público, tanto que, con dificultad, aguantará expresión alguna desaliñada e incorrecta y todo autor que no quiera exponerse al olvido y al desprecio, debe esforzarse a merecer iguales elogios por la expresión que por los pensamientos.
No negaré que ha prestado acaso el público mucha atención al amor a una elegancia prolija y al empeño en los adornos más frívolos de la composición. Yo creo, a la verdad, que nos inclinamos algo a este extremo y que cuidamos más de pulir el estilo que de hacer causa de pensamientos, pero esto mismo es una razón más en favor del estudio de la buena y exacta composición. Si no debemos ser defectuosos en punto de elegancia y adorno, en un tiempo en que estas prendas están en la mayor estimación, es aún más necesario aprender a distinguir los adornos falsos de los verdaderos, para no dejarnos arrastrar del torrente de un gusto frívolo y depravado que, en llegando a prevalecer, jamás deja de llevar en pos de sí a los novicios e ignorantes. Los que no han estudiado la elocuencia por principios, ni han sido alicionados en las bellezas genuinas y varoniles de un buen escrito, están siempre expuestos a dejarse deslumbrrar del brillo del lenguaje y, cuando llegan a hablar en público o a componer, no buscan otros modelos que los de moda y favoritos, por corrompidos o equivocados que sean.
Pero como hay muchos que no tratan de componer ni de hablar en público, consideremos qué ventajas pueden sacar de los estudios que son el objeto de estas lecciones. Para estos la Retórica no es tanto un arte práctico como una ciencia especulativa y las mismas instrucciones que sirvan a otros para componer, servirán a estos para juzgar de las bellezas de la composición y saborearlas. Todo lo que ayuda al ingenio para ejecutar bien, ayudará al gusto para criticar con exactitud [8].
Al mentar la Crítica, se suscitarán acaso las mismas preocupaciones que las mencionadas por lo que toca a la Retórica. Como se ha creído algunas veces que la Retórica solo significaba el estudio escolástico de las palabras, frases y tropos, se ha creído también que la Crítica era solo el arte de hallar defectos y la fría aplicación de ciertos términos técnicos, con los cuales se aprende a cavilar y a censurar de un modo erudito [9]. Pero esta es la crítica de los pedantes y la verdadera crítica es un arte humano y liberal, es hija del juicio y del gusto más acendrado, aspira a adquirir un exacto discernimiento del verdadero mérito de los autores y promueve un vivo sabor de sus bellezas, al paso que nos preserva de aquella ciega e implícita veneración que confundiría en nuestra estimación sus bellezas y sus defectos. En una palabra, nos enseña a admirar y reprender con juicio y a no seguir ciegamente al vulgo.
En un siglo en que las obras de ingenio y de la literatura son asunto frecuente de la conversación y cuando apenas podemos mezclarnos entre gentes cultas sin tomar parte en semejantes discusiones, estos estudios adquieren sin duda nueva importancia por el uso a que pueden aplicarse, suministrándonos materiales para estas conversaciones de moda y disponiéndonos de este modo a ocupar un buen lugar en la vida social.
Pero yo sintiera no poder apoyar el mérito de estos estudios en alguna cosa sólida y de utilidad intrínseca, independiente del aparato y ostentación. El ejercicio del gusto y de la crítica es, a la verdad, una de las ocupaciones que más perfeccionan el entendimiento. Aplicar los principios del buen sentido a la composición y al discurso, examinar lo que es bello y por qué es bello, emplearnos en distinguir lo especioso de lo sólido y los adornos afectados de los naturales, contribuye no poco a adelantar en la parte más apreciable de la filosofía, a saber, la filosofía de la naturaleza humana, porque semejantes investigaciones están estrechamente enlazadas con el conocimiento de nosotros mismos, nos guían necesariamente a reflexionar sobre las operaciones de la fantasía y los movimientos del corazón y nos familiarizan más y más con algunos de los más refinados sentimientos del corazón humano.
Las investigaciones lógicas y éticas pertenecen a la más alta esfera y tratan de objetos más serios, a saber, los progresos del entendimiento en la pesquisa de los conocimientos y la dirección de la voluntad en el seguimiento del bien. Aquellas señalan al hombre la mejora de su naturaleza como ser inteligentes y sus deberes como sujeto a la obligación moral. Mas las Bellas Letras y la Crítica le consideran principalmente como un ser dotado de imaginación y facultades dirigidas a hermosear su ánimo y a darle una ocupación útil y racional. Le abren un campo de investigación peculiar a sí mismas, pues a ellas pertenece todo lo relativo a la belleza, a la armonía, a la grandeza, a la elegancia y todo lo que puede ablandar el ánimo, lisonjear la fantasía y mover los afectos. Presentan la naturaleza humana bajo diferente aspecto del que toma en otras ciencias y abren varias fuentes de acción que, sin su ayuda, habrían dejado de observarse y que, aunque fútiles en sí, tienen poderosa influencia en varios negocios de la vida humana.
Estos estudios tienen también la particular ventaja de poner en ejercicio nuestra razón sin fatigarla, guían a investigaciones sutiles pero no penosas, profundas, pero no áridas ni abstractas. Derraman flores en el camino de las ciencias y, al paso que conservan el ánimo en tensión, por decirlo así, y actividad, le alivian de aquel trabajo fatigoso que es consiguiente a la adquisición de la erudición necesaria y a la investigación de las verdades abstractas.
Mas la principal recomendación del cultivo del gusto está en los buenos efectos que produce naturalmente en la vida humana. Los hombres más activos, más ocupados y de mayores negocios no pueden estar siempre embebidos en ellos. Los hombres de las profesiones más serias no pueden estar siempre esforzando pensamientos serios. Ni las más risueñas y florecientes situaciones de la fortuna pueden llenar de placer todas las horas de la vida. Esta se hace siempre cansada en manos de la ociosidad y, aun a los ocupados, llega a ser molesta, si no tienen otro empleo subsidiario del que llama su principal atención. ¿Cómo llenar estos vacíos que, más o menos, encuentran todos en su vida de un modo más agradable en sí y más conforme a la dignidad del hombre que por medio de los entretenimientos del gusto y del estudio de la culta literatura? El que tiene la fortuna de haber tomado afición a estos estudios halla siempre a mano una diversión inocente para los ratos ociosos y que le libre del peligro de muchas pasiones perniciosas. No está a riesgo de hacerse molesto a sí mismo, ni se ve tentado a juntarse con malas compañías o de entregarse al libertinaje para verse libre de una existencia empalagosa.
Parece que la Providencia señaló este útil objeto por blanco de los placeres del gusto presentándolo en una estación media entre los placeres de los sentidos y los puramente intelectuales. Ni nacimos para dejarnos arrastrar siempre de objetos tan bajos como los primeros, ni somos capaces de mantenernos constantemente en región tan alta como la de los segundos. Los placeres del gusto rehacen el ánimo de las fatigas del entendimiento y del trabajo de un estudio abstracto, le arrancan por grados del apego a los placeres de los sentidos y le preparan para complacerse en la virtud.
Tan conforme es esto a la experiencia que en todos tiempos el objeto más importante a los ojos de los sabios en la educación de los jóvenes ha sido dar desde luego algún sabor a los entretenimientos del gusto [10]. Por lo común, se pasa con mucha facilidad de estas diversiones al desempeño de los más grandes y más importantes deberes de la vida y se pueden fundar muy buenas esperanzas de los que han dado a su ánimo este giro elegante y liberal, que puede ser cimiento de muchas virtudes, mientras que la falta de gusto en la Elocuencia, Poesía y Bellas Artes es un síntoma desconsolado en un joven y da sospechas de que es inclinado a los gustos más ruines y nacido para correr en pos de los apetitos más groseros y soeces de la vida.
Hay, a la verdad, pocas buenas disposiciones con que no esté más o menos conexa la mejora del gusto. Un gusto cultivado acrecienta la sensibilidad a todas las pasiones tiernas y humanas, poniéndolas frecuentemente en ejercicio, al paso que debilita las conmociones feroces y violentas:
Ingenuas didicisse fideliter artes
emollit mores; nec sinit esse feros.
Suaviza las costumbres
el estudio del gusto y de las artes.
Los sentimientos elevados y los grandes ejemplos que a cada paso nos presentan a la vista la Poesía, la Elocuencia y la Historia alimentan en nuestras almas el patriotismo, el amor a la gloria, el desprecio de la fortuna externa y la admiración de las acciones verdaderamente grandes e ilustres.
No diré que la mejora del gusto y de la virtud sean una misma cosa o que lleven siempre unos mismos pasos. Para reformar las malas inclinaciones, que prevalecen demasiado entre los hombres, son necesarios correctivos más fuertes que los que puede aplicar el gusto. A veces nadan en la superficie del ánimo las especulaciones más elegantes y las pasiones más viles ocupan las regiones internas del corazón. Pero es innegable al mismo tiempo que el ejercicio del gusto se encamina naturalmente a rectificarlo porque de la lectura de las producciones más admiradas, sea en prosa o en poesía, quedan siempre en el ánimo algunas buenas impresiones y si estas no son siempre duraderas, a lo menos son uno de los medios de disponer el corazón a la verdad. Lo cierto es que sin estar bien poseído de las afecciones virtuosas, ninguno puede sobresalir en las partes sublimes de la elocuencia, como después tendré ocasión de ilustrarlo más completamente. Es preciso sentir lo que siente un hombre de bien si se ha de mover e interesar al género humano. Los sentimientos fogosos de honor, virtud, magnanimidad y patriotismo son los únicos que pueden inflamar el fuego del ingenio y excitar en el ánimo aquellas ideas que atraen la admiración de las edades y si este espíritu es necesario para producir los esfuerzos más distinguidos de la elocuencia, no lo es menos para gustar de ellos con acierto y delicadeza.
LECCIÓN III
CRÍTICA
[...] La verdadera crítica es la aplicación del gusto y del buen sentido a las Bellas Artes. El objeto que se propone es distinguir en cualquiera obra lo bello de lo defectuoso, ascender de casos particulares a principios generales y, de este modo, formar reglas para juzgar las diversas especies de bellezas en las obras de ingenio.
Las reglas de la Crítica no se forman, como suele decirse, por una inducción a priori, esto es, por una serie de raciocinios abstractos e independientes de los hechos y observaciones. La Crítica es un arte que se funda enteramente en la experiencia, es decir, en la observación de aquellas bellezas que más se acercan al modelo establecido, de aquellas bellezas que agradan más generalmente al linaje humano. Por ejemplo, las reglas de Aristóteles acerca de la unidad de acción en las composiciones épica y dramática, no son reglas que se descubrieron al principios por un raciocinio lógico y se aplicaron después a la poesía, sino que se tomaron de la práctica de Homero y de Sófocles y se fundaron en las observaciones del placer que recibimos de la relación de una acción única y entera, superior al que recibimos de la relación de los hechos sueltos o inconexos. Tales observaciones, teniendo su origen en el sentimiento y en la experiencia, después de examinadas, se hallaron tan conformes a la razón y a los principios de la naturaleza humana que llegaron a pasar por reglas fijas para juzgar de la excelencia de una composición [11].
Esta es la descripción más natural del origen de la Crítica. Es verdad que un genio extraordinario por sí mismo y sin enseñanza alguna, compondrá del modo más conforme a las más importantes reglas de crítica porque, como estas reglas se fundan en la naturaleza, esta se las sugerirá muchas veces en la práctica. Es muy problable que Homero no conociera sistema alguno de arte poética: guiado solo de su genio compuso en verso una historia regular que ha admirado a la posteridad. Pero esto nada prueba contra la utilidad del arte de la Crítica porque, como el ingenio del hombre no es perfecto, no hay escritor que no pueda recibir socorro de las observaciones críticas sobre las bellezas y defectos de los que le han precedido. Ningunas observaciones o reglas pueden, a la verdad, suplir la falta de genio o inspirarlo a quien carezca de él, pero pueden muchas veces dirigirlo por el buen sendero y señalarle la imitación más propia y exacta de la naturaleza. Las reglas críticas se dirigen principalmente a mostrar las faltas que deben evitarse y solo a la naturaleza podemos deber la producción de las bellezas sobresalientes.
Por lo dicho podemos formar juicio acerca de aquellas quejas de moda entre algunos autorcillos contra los críticos y la Crítica. Suponen estos que los críticos han apocado la nativa libertad del ingenio y han echado lazos y cadenas a los escritores, los cuales deben apelar de esta cruel persecución al público, implorando su apoyo. Pero el autor que en el prefacio de su obra hiciese semejante súplica, no daría idea muy favorable de su ingenio, porque todo escritor debe apetecer que sus obras se examinen por los principios de la razón y del verdadero gusto. Las declamaciones contra la Crítica caminan regularmente en la suposición de que los críticos juzgan por reglas y no por sentimiento, lo cual está lejos de ser así que, por el contrario, los que juzgan de este modo no son críticos, sino pedantes, pues ya he hecho ver que todas las reglas de la genuina crítica se fundan últimamente en el sentimiento y que son necesarios gusto y sentimiento para aplicarlas a cada caso particular [12]. Como no hay cosa más apetecida de todos que juzgar de las obras de gusto, no hay duda que será siempre grande el número de los jueces incompetentes. Pero esto no es motivo para hacer una invectiva general contra la Crítica, así como el gran número de malos filósofos o razonadores no lo es para hacerla contra la razón y la filosofía.
Una objeción más disculpable contra la crítica es el aplauso que han recibido del público algunas obras que, examinadas después con cuidado, se han hallado en contradicción a las reglas que ella ha establecido y, según los principios asentados, el público es el juez supremo a quien por último se ha de apelar en las obras de gusto, por fundarse el modelo de este en los sentimientos naturales y comunes a todos los hombres.
Pero es preciso observar que muchas veces se juzga del público con demasiada ligereza. El verdadero gusto público no aparce siempre en el primer aplauso dado a una obra nueva en su publicación. Tanto el gran vulgo como el pequeño se deja deslumbrar a veces de bellezas superficiales, cuya admiración se desvanece con el tiempo y, algunas veces, un escritor puede adquirir una reputación momentánea solo por condescender con las pasiones, las preocupaciones y las nociones corrientes o supersticiosas que pueden sojuzgar por algún tiempo casi toda una nación. En tales casos, aunque se vea que el público alaba una obra, la Crítica puede condenarla con razón y, andando el tiempo, llegará a prevalecer su dictamen, porque el juicio de la verdadera crítica y la voz del público llegan por último a coincidir en una misma cosa, desnudándose de las preocupaciones y pasiones.
Convengo en que hay obras que contienen transgresiones palpables de las leyes de la Crítica y que se han granjeado, sin embargo, una admiración general que aún dura. Tales son los dramas de Shakespeare y Calderón, los cuales, considerados como composiciones dramáticas, son sumamente irregulares. Pero debemos advertir que estas obras se han granjeado la admiración pública, no por las transgresiones de las reglas del arte, sino a despecho de tales transgresiones: que poseen otras bellezas conformes a las reglas más exactas y que la fuerza de estas bellezas es tal que ha sofocado todas las censuras y da al público un grado de complacencia superior al disgusto que le ocasionan sus defectos. Shakespeare agrada no por amontonar en un drama sucesos de muchos años, no por sus mescolanzas grotescas de tragedia y comedia en una misma pieza, no por los pensamientos violentos y afectados goticismos que emplea algunas veces y que, al paso que miramos como lunares, los achacamos a la edad en que vivió, sino por sus animadas y clásicas representaciones de caracteres, por la viveza de sus descripciones, la energía de sus sentimientos y por poseer en grado superior el verdadero lenguaje de la pasión, bellezas que la sana crítica nos enseña a apreciar en el mismo grado que la naturaleza a sentirlas [13].
Aunque se trata de una definición muy sencilla del concepto de razón, adelanta una idea que preside el planteamiento de Blair y que consiste en considerar que esta se transforma mediante el desarrollo histórico del conocimiento y, en consecuencia, está compuesta por el saber de muchos y su transmisión a lo largo del tiempo.
Durante el siglo XVIII, el estudio de la Gramática y de la Retórica siguen estando integradas en la mayoría de los planes de estudio de las principales universidades y escuelas europeas. El conocimiento en general del discurso, sea de naturaleza sagrada o profana, comienza con el estudio gramatical, al que debe seguir el conocimiento de las partes del discurso y de su forma, para lo cual el reconocimiento de las figuras que conforman el estilo se convierte en objeto de atención por parte tanto de retóricos como de preceptistas.
Es un lugar común repetido en contra de la Retórica decir que favorece la creación de un discurso carente de ideas pero persuasivo y, por tanto, engañoso. En el caso de Blair, la influencia del también escocés David Locke y de Hume es patente. El Essai concerning human understanding (1690) de Locke realiza una crítica a la Retórica entendida como un uso artificioso del lenguaje. En el mismo sentido se manifiesta Hume. En Of Eloquence (1743) expresa la necesidad de replantear el estudio retórico a partir de la relación entre Retórica y Lógica, entre los contenidos sublimes y la expresión bella. A su vez, Blair también siguió los dictados de George Campbell y su Philosophy of Rethoric (1776), donde defiende que el fundamento de las artes oratorias debe hallarse en el conocimiento de la naturaleza humana. Recuérdese como el planteamiento de Antonio de Capmany en su Filosofía de la elocuencia consiste precisamente en una «retórica filosófica». Véase Campbell, George, Rethoric in the age of Enlightenment, ed. Arthur E. Walzer, Albany: State University of New York Press, 2003.
La idea del «sentido común» aplicada a la Retórica procede de Campell.
La idea de ingenio está tomada en sentido peyorativo como facilidad innata de inventar y de usar artificios para convencer.
Alude a la polémica entre ars/ingenium en la que el clasicismo dieciochista más ortodoxo se posicionó a favor del arte. Blair y, por extensión, José Luis Munárriz adoptan una postura intermedia según la cual las dotes naturales se potencian y dominan mediante el conocimiento del arte alcanzando así un uso consciente de los recursos de la lengua y de la elocuencia en favor de un discurso bien argumentado y bien expresado.
No se trata de que Blair ni tampoco Munárriz abominen de la instrucción pública. Lo que se propone es que sea el estudio particular a través de la lectura de obras de referencia y autores modélicos el que consolide lo que la teoría retórica hace explícita.
El tratado de Blair hace explícita la relación entre el conocimiento de los estudios literarios (Gramática, Retórica y Poética) y la aplicación de estos en el enjuiciamiento de las obras literarias. Se plantea la relación entre estas disciplinas como formativas tanto para la producción de obras literarias como para su valoración privada o pública.
Este planteamiento antiescolástico deriva de la idea cartesiana que solo ofrece silogismos. Con Descartes se introduce una nueva epistemología y, unido a ella, una nueva hermenéutica no necesariamente teológica en su fundamentación.
El tratado de Blair concede un lugar preponderante al gusto «como facultad que siempre se apela cuando se trata del mérito del discurso y de los escritos» (p. 17). De hecho, los asuntos que en relación a este señala son la naturaleza del gusto como facultad del entendimiento, su perfectibilidad, las fuentes de su mejora y qué conduce a su perfección, sus vicisitudes y posibles modelos para distinguir el buen gusto del corrompido (p. 18). La comprensión del gusto como facultad del entendimiento hace posible su educación. Véase Rodríguez Sánchez de León, María José, «Humanismo, Ilustración y los estudios literarios», Humanismo. Historia cultural de Europa, dir. y ed. Aullón de Haro, Pedro, Madrid: Verbum, 2010, VI, pp. 320-370.
La tarea del crítico dista de la función desempeñado por el erudito. No se trata de comprobrar el grado de reglamentación del arte según un concepto inmovilista del arte poética, sino en percibir las bellas de un escrito y advertir su uso y relación particular con las reglas que se reconocen como esenciales de la poesía. Véase Rodríguez Sánchez de León, María José, La crítica dramática en España (1789-1833), Madrid: CSIC, 2000, pp. 227-241.
Todo ello justifica la configuración de la teoría poética de Blair a partir del gusto y de la belleza en tanto que reconocidos los caracteres de cada uno de ellos, las obras poéticas sean apreciadas no tanto por el seguimiento formal de las reglas del arte, sino en función de los efectos que causan en el lector cualificado, es decir, que está en posesión de un buen gusto y que conoce los modelos que la historia literaria ha proporcionado.
El advertir las irregularidades de las obras literarias no resta, a priori, el reconocimiento de su mérito literario. No obstante, se acepta que tales defectos, justificados, por lo demás, por el tiempo en que fueron escritas, deberían observarse para promover el progreso de las Bellas Letras.