El primer tomo de la Historia literaria de España consta de varias partes, entre las que destacan dos preliminares, pues en ellos subyacen los objetivos y metodología de toda la obra.
Tras los paratextos legales aparece un amplio «Prólogo», en el que los hermanos Pedro y Rafael Rodríguez Mohedano citan algunas de sus lecturas previas, las cuales influyeron en su producción. Entre ellas destacan, tanto por su relevancia como por la consideración que los propios autores tienen de él, las obras de fray Benito Jerónimo Feijoo. Asumen que asistían a un descrédito internacional de las letras españolas por parte de otras naciones europeas y por ello se veían en la obligación de situar la literatura y la cultura patrias en el lugar que consideraban que les correspondía. Es interesante la indicación que hacen a propósito de su primera intención: escribir una obra breve titulada Desagravio de la literatura española. Sin embargo, teniendo en cuenta que otros países ya contaban con sus historias literarias, se decidieron por hacer lo propio con la española. Lamentan que en nuestro país existieran pocas obras de historia civil y, aún menos, literaria, concediendo que la ignorancia pudiera estar detrás de esa parquedad. Explican los motivos que habrían facilitado la perversión de las artes en nuestro país: la ignorancia, la ausencia de un método claro de estudio y análisis, la falta de interdisciplinariedad con otras ciencias, la inexistencia de cátedras y otros establecimientos fijos para su estudio y la corrupción del gusto. Además, señalan algunas dificultades que se habían encontrado en el camino, como la carencia de libros y la imposibilidad de conseguirlos porque se encontraban en manuscritos o en manos de particulares.
Tras el «Prólogo» sitúan el «Plan, método y división de la obra», en el que señalan cuál era el objetivo general de la obra, fijan unos márgenes cronológicos, asumen un criterio de evolución histórica de la literatura y señalan que incluirían vidas de autores, extractos de obras y apologías y comentarios. La finalidad de la colección es clara y se repite a lo largo de sus páginas: servir de instrucción a la juventud española y fomentar el conocimiento del país y de su cultura.
A partir de ahí desarrollan las etapas históricas en las que se centrarán y las invasiones de pueblos extranjeros: los fenicios, los griegos, los romanos, los godos, los árabes, los cristianos (con particular interés en el siglo XIII y en el reinado de los Reyes Católicos) y el siglo XVI. Abordan el concepto de España y de españoles, entre los que incluyen a los pueblos prerromanos anteriores a la llegada de los fenicios, como los turdetanos. También nos interesa la idea de extranjeros, pues se refieren a todas las invasiones de distintos pueblos a partir de los fenicios y de los griegos. Indubitablemente son conceptos y definiciones alejadas de los márgenes que la historiografía da a la propia España. En cuanto a los límites espaciales, los autores señalan que podrían tratarse distintas zonas del Mediterráneo y posesiones asiáticas y africanas, pero que se centrarán (por cuestiones de claridad que están en la base del didactismo ilustrado) en Europa y, concretamente, en la península ibérica y en el territorio de la actual de España, advirtiendo que podrían dedicarse a Portugal (aunque los eruditos lusos lo harían mejor) y a América (con una literatura sembrada por españoles).
A continuación, los hermanos Rodríguez Mohedano se encargan de establecer cuál será su idea de la historia literaria y cuál el método que aplicarían. Creen en la existencia de relaciones entre la historia literaria y la civil y política, en una concepción holística de la historia. Advierten que incluirían críticas y juicios pretendidamente objetivos de obras, aunque parece obvio que ello estará condicionado por el punto de vista ilustrado que enmarca la colección. Discuten sobre si es conveniente ofrecer un discurso histórico desnudo o añadir interpretaciones, aceptando que en su método combinarían la narración puramente histórica con disertaciones (averiguaciones y hermenéutica), de tal manera que cada lector pudiera elegir su experiencia. Adscriben su obra al género histórico, pero lo entienden como un texto completo y, a la vez, que produce deleite en el lector, separándolo, así, de otras modalidades como los anales, los diccionarios o las memorias, por ejemplo.
Dedican mucho espacio a la Bibliotheca hispana de don Nicolás Antonio y comparan ambos proyectos, defiendo tanto su complementariedad como sus diferencias, pues su Historia literaria no sería una obra taxonómica o un catálogo de autores, obras y ediciones, sino un discurso histórico y hermenéutico. En este sentido, defienden el interés y la necesidad de su obra a pesar de que ya se contaba con la de don Nicolás Antonio.
Muy sensibilizados están los franciscanos andaluces con la veracidad de los datos y hechos que iban a narrar, situándose claramente frente a los falsos cronicones y a los materiales incompletos de historiadores griegos y romanos. Precisamente ese afán por la prolijidad y una idea errónea del concepto de España favorecerían que la obra quedara inconclusa.
Tras indicar cuál sería la estructura de la obra y su división en partes con un criterio cronológico, incluyen una «Adición». Aparece por haber tenido noticia de la publicación de la Histoire littéraire de la France por una reseña en una publicación periódica de 1738 (el primer tomo de la Histoire se publicó en 1733). No debe olvidarse que el primer volumen de la Historia de los Mohedano salió a la luz en 1766. En cualquier caso, los frailes se congratulan de que su plan sea similar al de la Histoire gala, deseando que su ejecución fuera tan apropiada como la del país vecino. Sin embargo, señalan dos diferencias entre ambos proyectos: por un lado, los autores franceses se dedicaban poco a las épocas más remotas, mientras que los españoles se centrarían decididamente en ellas; por otro, la Histoire dividía su contenido en siglos y la Historia en épocas que pudieran unificarse a partir de rasgos comunes.
Tras estos preliminares la obra incluye dos libros y seis disertaciones que reúnen los datos y hechos desde los primeros pobladores de la actual España hasta la llegada de los cartagineses. Cierran el volumen un «Índice» onomástico y de materias y una fe de erratas existentes tanto en el prólogo como en el resto de la obra.
Descripción bibliográfica
Rodríguez Mohedano, Pedro y Rodríguez Mohedano, Rafael, Historia Literaria de España, desde su primera poblacion hasta nuestros días, Origen, Progresos, Decadencia Y Restauracion de la Literatura Española; en los tiempos primitivos de los Phenicios, de los Cartagineses, de los Romanos, de los Godos, de los Arabes, y de los Reyes Catholicos. Con las vidas de los hombres sabios de esta Nacion; juicio crítico de sus obras; Extractos y Apologías de algunas de ellas: Disertaciones Históricas y Críticas sobre vários puntos dudosos, para desengaño é instruccion de la juventud Española. Por los PP. F. Pedro Rodriguez Mohedano, y F. Raphahél Rodriguez Mohedano, Lectores de Theología en los Conventos de Madre de Dios, y San Raphaél de Cordova, y San Antonio Abad de Granada, del Orden Tercero Regular de N. S. P. San Francisco, en la Provincial de San Miguél de Andalucía, Madrid: Imprenta de Antonio Pérez de Soto, 1766.
14 hs., cxii + 427 + [28] pp.; 4º. Sign.: BNE, 3/51388.
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Wulff Alonso, Fernando y Gonzalo Cruz Andreotti, «On Ancient an Enlightenment: Two Spanish Histories of the Eighteen Century», Storia della Storiografia, 23 (1993), pp. 75-94.
Muy dilatado campo ofrece a nuestra consideración la obra que emprendemos con el título de Historia literaria de España. Tiene por asunto la literatura de esta nación desde el tiempo en que pueda constar cultivó las letras hasta el presente: el origen, los varios estados, alteraciones, aumentos y decadencias que ha experimentado en tan diferentes siglos y distintas denominaciones, cual pueda haber sido su cultura e instrucción desde que fue poblada hasta la primera venida de los extranjeros a establecer en ella sus colonias o su comercio, cual después que vinieron los fenicios, cartagineses y algunos griegos, cuando fue dominada por los romanos, por los godos, por los árabes y, en fin, después que sacudido enteramente el yugo de la dominación extranjera, obedeció a los Reyes Católicos, enlazados sucesivamente con la augusta casa de Austria y nobilísima de Borbón, que hoy felizmente reina en la persona de nuestro esclarecido monarca el señor don Carlos III. Se propone, además, dar una exacta noticia de las vidas de los sabios y escritores que ha ilustrado esta nación, informar del contenido y mérito de sus obras, con extractos o compendios, juicios y apologías de las principales y, finalmente, de todo lo que pueda conducir al pleno conocimiento de nuestra literatura en todos tiempos para desengaño e instrucción de la juventud española, gloria de nuestros sabios y crédito de toda la nación.
Los primeros extranjeros que consta hayan venido a nuestra península después de los pobladores primitivos son los fenicios que habitaban en Sidón y Tiro. Estos, inducidos por la curiosidad o llevados del acaso, examinaron las costas del Mediterráneo hasta más allá del estrecho de Gibraltar y, por la comodidad del sitio o, más bien, por codicia de las riquezas, fundaron muchas poblaciones, hicieron varios establecimientos y entablaron un comercio reglado con nuestros naturales, que habitaban lo interior del país. Después, los griegos en la misma costa establecieron algunas colonias. Los mismos antiguos celtas, aunque no consta bien el tiempo de su introducción en España, se mezclaron con los españoles, primero en la provincia Tarraconense y, después, hasta la Bética, la Lusitania y la Galicia. No hay duda de que con la vecindad y continuo trato de estos huéspedes tendría considerable mudanza la cultura y policía de nuestros españoles, especialmente los más inmediatos a las costas. No menores mutaciones debieron inducir los cartagineses que, émulos y herederos de la industria de los tirios —de quienes traían su origen—, procuraron establecerse en España, ya con violencia, ya con arte, desde antes de la primera guerra púnica. Pero los que sobre todos influyeron en nuestra literatura fueron los romanos, que desde la segunda guerra púnica trabajaron en reducir la España a su dominación, hasta que, en tiempo de Augusto, por la entera conquista de la Cantabria, logró el Imperio Romano la pacífica posesión de toda la península. Esta es una época muy gloriosa para nuestra literatura pues, concluida la guerra, el natural ardor de los españoles se trasladó de las armas a las letras y compitieron con sus maestros y vencedores haciendo parecer su talento para las ciencias no inferior al que los romanos habían admirado en ellos para las acciones militares.
La decadencia y ruina del Imperio Romano y la irrupción de las naciones bárbaras septentrionales a la entrada del siglo V disminuyeron, aunque no apagaron del todo, la luz de las ciencias que ilustraban nuestra península. Dominada por los godos, supo en algún modo civilizarlos y comunicarles parte de la instrucción y costumbres españolas, pudiéndose decir que, en orden a cultura y policía, más bien se volvieron los godos españoles que los españoles godos, porque no tanto adoptamos nosotros su barbarie cuanto ellos suavizaron la ferocidad de su trato con la dulzura de nuestras costumbres. Sin embargo, bajo su dominación padeció no poca decadencia nuestra literatura. Hubiera experimentado su última ruina si el talento de los españoles para las ciencias no fuera superior a todos obstáculos cuando en el siglo VIII, sujeta en la mayor parte al dominio de los árabes y, en el resto, pensando solo en sacudir su yugo, callaron o se retiraron las musas asombradas del ruido de la guerra como tan contraria al sosiego que ellas necesitan para sus ejercicios. Verdad es que, aun en este infeliz tiempo, la Andalucía y, especialmente, nuestra patria, Córdoba, con la fertilidad de su clima hizo florecer las ciencias entre las mismas espinas de la barbaridad que las sofocaban. No solo entre los cristianos, sino aun entre los moros hallamos escuelas y maestros insignes. Decimos los moros porque, aunque los árabes fueron los que conquistaron y dominaron a España, sin embargo, la poblaron e inundaron de una inmensa multitud de mauritanos y otros pueblos bárbaros de África que componían una gran parte de sus tropas y que jamás habían cultivado las ciencias. Los mismos árabes, aunque eran políticos civilizados y no del todo ignorantes, eran más dados, sin duda, a las armas que a las letras, y con el espíritu de conquistas y expediciones militares en que ocuparon un siglo, extendiendo su dominación por África de Oriente a Poniente, habían disminuido el amor y aplicación a las ciencias. Pero, trasladados a mejor terreno y colocando la silla de su imperio en Córdoba, se hicieron sabios a pesar de todas aquellas contrarias disposiciones. La filosofía, la astronomía y la medicina les deben en Europa su primera restauración. Desde Córdoba se comunicaron estas ciencias a París y, de aquí, al resto de Europa, aunque depravadas con el mal gusto, nimia sutileza y falta de adorno, calidades propias de siglos bárbaros. Mas, en fin, a ellos se debe lo que en aquel tiempo se supo.
Al principio del siglo XIII [1], por la unión de los reinos de Castilla y León, por la conquista gloriosa de la mayor parte de Andalucía, el santo rey D. Fernando el III y su hijo Alfonso X el Sabio dieron mayor oportunidad al ejercicio de las letras, que habían estado como callando con la opresión de los bárbaros y el terror de las armas. Conservaron, no obstante, ciertos visos de rusticidad y estaban como áridas e incultas por el retiro y olvido de las fuentes hasta que, al fin del siglo XV, con la general renovación de las ciencias, comenzaron a recobrar su antiguo esplendor y nativa hermosura. Entonces, unido por el casamiento de los Reyes Católicos don Fernando V y doña Isabel el reino de Aragón al de Castilla, echados enteramente de España los moros y agregado después el de Navarra a la Corona de Castilla, se formó una monarquía no menos gloriosa por la cultura de las letras que por la extensión del dominio y el crédito de las armas. El siglo XVI fue cuando se dejó ver en España en su mayor esplendor. Entonces, compitiendo en número y calidad los hombres sabios con los grandes capitanes, se vio España una nación igualmente literata que guerrera [2]. Y, si en los dos siglos posteriores varias causas que se descubrirán en el discurso de nuestra historia no hubieran retardado sus progresos, no solo la viéramos hoy competir con las naciones [3] más cultas, sino que lograra sin contradicción el principado de la literatura.
Tales son los diferentes estados en que la historia literaria debe representar la literatura de nuestra nación, diferencia que no solo conduce para la variedad amena y agradable de la historia, sino que en todos tiempos nos descubre el carácter de una nación ingeniosa, con las mejores disposiciones naturales para el adelantamiento de las ciencias y que, a pesar de la diversidad de los tiempos, situaciones y de los mayores estorbos por la sujeción a los extranjeros, por la dominación de los bárbaros, por las continuas guerras de que casi siempre fue teatro, nunca se desmintió a sí misma ni se oscureció la superioridad de sus talentos entre las mayores infelicidades y las más espesas tinieblas. Reunir tan grandes y distintos objetos, poner en un solo punto de vista la literatura de España en toda su extensión en tiempos y dominios de suerte que forme un solo cuerpo de historia, este es el empeño de nuestro trabajo.
Y aunque pudiéramos sin violencia ampliar el asunto extendiendo nuestra Historia literaria a todos los países que han sido en algún tiempo de dominación española (como la Galia Narbonense, gran parte de Italia, alguna del África y del Asia, sobre todo el reino de Nápoles y Sicilia, los Países Bajos, la isla de Cerdeña, etc.), mas no queremos dar extensión demasiada a un asunto vasto por su naturaleza y que pudiera embarazarnos con la misma multitud de especies, poniendo confusión y turbando el orden y claridad tan necesaria en la historia. Así, en la Europa nos reduciremos casi a nuestra península, en la cual encontraremos suficiente espacio y materia abundante para una obra bien dilatada. Y, aun dentro de ella, no intentamos incluir de propósito al reino de Portugal, sin embargo de que no es inferior al resto de España y que por tantos títulos nos interesan como muy propias su glorias literarias. Pero dejamos a la sabia nación lusitana el cuidado de ilustrar esta parte de su historia (en que hallará no menos hazañas ilustres que en sus conquistas y viajes marítimos) como a quien más directamente pertenece y contiene en sí muchos sujetos doctos, más capaces que nosotros de desempeñar este asunto, no solo por sus talentos y doctrina, sino por la mayor luz y facilidad que logran para indagar sus propias noticias. Mas no por eso la miraremos como del todo extraña, no la olvidaremos en los tiempos antiguos y aun en los modernos, especialmente cuando estuvo sujeta a nuestra dominación; haremos memoria indirecta de algunos de sus más señalados autores y escritos.
Por lo que toca a la América, desde luego la incluimos en el plan de nuestra Historia literaria en atención a que, no obstante su distancia, no podemos mirar como extraños ni dejar de apreciar como grandes los progresos de literatura con que nos ha enriquecido una región no menos fecunda en ingenios que en minas. Así, no omitiremos trabajo ni diligencia para hacer más recomendable nuestra Historia con un adorno tan preciso y un ramo tan considerable de literatura que echó las primeras raíces en nuestro terreno y fructificó abundantemente trasplantado allá y cultivado por manos españolas. Esta rica flota de literatura no debe ser para nosotros menos apreciable que los tesoros de oro y plata que continuamente nos vienen de las Indias Occidentales. Para desempeñar este asunto con la exactitud posible y con la gloria que corresponde a los méritos de una nación tan literata, imploramos eficazmente el socorro de nuestros sabios americanos o de otros españoles que tengan especial instrucción o interés en la historia literaria de Indias y esperamos de su generosidad y celo que nos proveerán abundantes materiales, así de noticias y memorias manuscritas, como de libros impresos que puedan ilustrarla y tengan alguna conexión con este asunto. Tanto más necesitamos este socorro como que en España son bien raros los libros de autores americanos, ya sean de los impresos allá, ya de los que se imprimieron acá, lo que atribuimos a la suma aplicación de aquellas gentes, que transportan y retienen allá infinidad de libros, apurando y consumiendo casi las más copiosas impresiones. Si algunos —lo que no creemos de unas gentes que tanto se precian del honor y la gloria— fuesen insensibles a nuestras representaciones o escasos en prestarnos un auxilio que les interesa más que a nosotros, desde luego los hacemos responsables en el tribunal de los sabios la falta de noticias e informes diminutos que diéramos de su literatura y de la fama y esplendor que avaramente usurpan a su patria, privándola por su culpa del crédito y estimación que se merece en la república de las letras.
Aunque el título de la obra da bastantemente a entender que su objeto es solo la historia del origen y progresos de las letras en España y este sea, en realidad, su fondo y materia principal, con todo atendida la unión y enlace que hay entre la historia literaria y civil de una nación, entre las ciencias, policía, cultura, gobierno, leyes y artes, de suerte que apenas se pueden separar sin el inconveniente de que salga una historia imperfecta y confusa, contemplando, por otra parte, que no escribimos la historia literaria de una nación en abstracto, sino contraída a determinadas gentes y pueblos, y que, por tanto, no se deben atender solo las ciencias en sí mismas, sino también en sus causas y efectos qué principios las hicieron nacer, por qué medios se conservaron, cuánto influyeron en lo sabio y justo de las leyes, en lo prudente del gobierno, en lo acertado de los consejos, en la pericia militar y náutica, en la policía y cultura de los nacionales, la cual instrucción es no solo útil para el Estado, sino de la mayor amenidad e interés para la lectura; considerando nosotros todo esto no hemos podido olvidar del todo o mirar una noticia tan apreciable como episodio totalmente extraño a la historia literaria, antes, por el contrario, nos parece muy conducente y preciso añadir a aquel fondo principal esta parte a la verdad accesoria, pero de no menos utilidad y gusto. Si escribiéramos la historia literaria con aquella precisión y aridez, serviría solo para los facultativos y muy poco o casi nada interesaría a los curiosos o a los políticos, que son la mayor parte de los racionales en una nación culta. Por esta razón no hemos querido separar del todo la historia literaria de la historia civil y política. No porque intentemos tratar a fondo y extensamente esta última —que pedía por sí sola muchos volúmenes—, sino porque la contemplamos como una extensión y conveniente adorno de la historia literaria. Como no escribimos esta solo para las escuelas y gente de profesión, sino para el común de la nación española, no recelaremos que los críticos miren esta parte como una adición impertinente o como un adorno extraño.
Fuera de esto, la utilidad manifiesta que hallamos en este modo de escribir la historia literaria nos quitaría en la materia hasta el menor escrúpulo. Muchos autores han mirado como principal asunto de la historia los acontecimientos de la guerra, las campañas, los sitios, las batallas campales, las conquistas ruidosas. Otros lo extraño, lo peregrino, lo maravilloso. Pocos se detienen a reflexionar de intento la conducta general de los hombres, sus costumbres, sus leyes, su establecimiento, sus intereses, alianzas y tratados, su modo de gobierno, su cultura en artes y ciencias. Y, sin embargo de que esta es la parte más instructiva [4] de la historia, tenemos muy pocas historias no solo literarias, sino aun civiles y políticas, en comparación de las militares. El aparato de la guerra, el boato de las victorias y conquistas se llevan toda la atención y oscurecen los sucesos interiores y civiles de los pueblos, siendo estos la causa, origen y resorte de aquellos. ¿Qué diremos de la afición de algunos a la historia de naciones remotas o de noticias peregrinas que poco o nada nos interesan? Así, frecuentemente ignoramos lo que pasa entre nosotros mismos y, llenos de noticias puramente especulativas de cosas distantes, erramos en las más ordinarias acciones de la vida, semejantes a aquel filósofo [5], que cayó en un hoyo, mientras que, ignorante de la superficie de la tierra, llevaba fija profundamente su vista en la contemplación de los cielos. No ignoramos que los mejores historiadores antiguos entre los sucesos militares mezclaron oportunamente reflexiones sobre las leyes, artes, gobierno y costumbres de los pueblos, y en esto los imitan algunos modernos que, al fin de cada siglo o, a lo menos, de cada época notable, añaden consideraciones sobre la cultura, ciencias, estilos, decadencia o aumento de los estados. Pero sucede a veces en la representación histórica lo que en la dramática [6]: que la acción principal se lleva toda la atención, es la que mueve o instruye, despreciándose como inútiles o, a lo menos, mirándose con fría indiferencia los incidentes y los episodios que, por tanto, se olvidan presto, como que solo hicieron una ligera impresión en los ánimos de los espectadores. Así fuera muy útil a la república que, entre tantas historias militares, se escribieran otras civiles y políticas, las cuales mirasen como objeto propio y asunto principal lo que en las otras entra solo por incidencia.
Nuestra Historia literaria no puede ser igualmente civil y política porque entonces sería un monstruo y la diversidad de asuntos serviría más de confusión que de adorno. Sin embargo, tendremos cuidado particular de no perderla de vista sin profundizar mucho en ella ni entender demasiado los límites de nuestro objeto principal, insertaremos oportunamente lo que más pueda conducir a la ilustración de esta considerable parte de la historia. Notaremos brevemente la revolución de las costumbres, la diversidad de las leyes, las mudanzas de los establecimientos, el estado de las artes que en los tiempos correspondientes han acompañado a los sucesos de las ciencias y acciones de los literatos. Y aunque las hazañas de la guerra, miradas como simples hechos, estén fuera del plan de nuestra Historia, más contempladas como efectos del arte o ciencia militar que las dirige, sin disputa le pertenecen y realzan la grandeza de su asunto. Por esto, sin entrar en las menudencias e individualidades ni detenernos en las acciones externas de batallas y conquistas, solo consideraremos en varios siglos la diversidad, decadencia o aumento de la disciplina y arte militar, a qué medios y héroes debe España sus más gloriosos adelantamientos en esta facultad nobilísima, qué espíritu animaba sus acciones, qué máximas dirigían su conducta para llegar a conseguir los fines y acabar las empresas más arduas o con fuerzas desiguales o en circunstancias al parecer menos oportunas para el logro de sus designios. La unión de todas las ciencias entre sí y el influjo que tienen las teóricas o especulativas en las prácticas nos sirve de indulto para que se mire la breve noticia que diéremos de las artes y costumbres como una secuela natural de la historia de las ciencias y que, lejos de graduarla de extravío intempestivo, se regule, a lo menos, por una digresión oportuna que la hace más curiosa e interesante al común de los lectores.
No solo nos proponemos dar la vida de los hombres literatos de nuestra nación y noticia de que escribieron tales y tales obras, sino que, principalmente, intentamos delinear su carácter, informar del contenido y mérito de ellas, formando extractos y compendios de las mejores y más instructivas, teniendo por regla para extendernos más o menos la utilidad respectiva que puede resultar a los lectores. Insertaremos en la misma narración o daremos aparte censuras críticas de muchas de ellas o en el todo o solamente acerca de los puntos difíciles e interesantes que contengan. No solo expondremos nuestro dictamen y propias reflexiones, sino también el juicio de muchos sabios, tanto nacionales como extranjeros. Cuando lo pidiere el mérito de la causa, formaremos apologías y defensas críticas de algunos autores u obras injustamente censuradas o por falta de noticia, o por precipitación de juicio o por otras pasiones de que no están exentos los mayores literatos. En estas defensas, de tal suerte moderaremos el amor a la patria y el afecto a los hombres grandes que, fuera de toda preocupación nacional, se dé el lugar debido a una libertad ingenua, a una crítica imparcial y a una urbanidad modesta que debe reinar sobre todo en el idioma y trato de los profesores de letras, el cual ha de distar no solo de las expresiones ligeras del vulgo, sino de las lisonjas artificiosas de los cortesanos. No condenaremos una obra a bulto porque tenga defectos ni la ensalzaremos a la clase de heroica porque se halle adornada de algunas perfecciones. Nuestro aprecio y estimación, así como nuestro juicio, debe ser respectivo al mérito. Las faltas que tenga no estorbarán que celebremos sus aciertos, ni el conocimiento de las buenas calidades que ella encontraremos la pondrá a cubierto de nuestra censura en lo que halláremos reprehensible.
Nunca hemos aprobado, sino siempre visto con abominación, la conducta de algunos que, cuando hallan en una obra algo que les desagrade, inmediatamente la abandonan con desprecio, la apartan de sí con desdén y aun con todo esfuerzo disuaden a otros su lectura. Si notan alguna impropiedad en el estilo, algún descuido en la averiguación, algún error en el juicio o alguna opinión que disuene a su propio dictamen, no han menester más informe ni motivo para un perpetuo divorcio entre su estudio y la tal obra para una enemistad declarada, para una desestimación del autor como de un hombre sin gusto, sin crítica, sin exactitud ni profundo conocimiento. También nos desagrada el modo de proceder de otros que, por el contrario, se apasionan tanto [7] por un autor que le creen indefectible y se empeñan en defender sus errores como aciertos o, a lo menos, regulan el atrevimiento de impugnarle por falta de respeto o sobra de envidia. ¿Es posible que no hemos de separar lo precioso de lo vil? ¿Que no se podrán recoger piedras preciosas en el estiércol de Ennio [8]? ¿Que una obra de estilo inculto y poco aseado no podrá ser apreciable por el fondo de sus noticias? ¿Que otra, aunque trate de bagatelas y esté llena de errores, no podrá por su bello estilo y método servir en esta parte de regla para el buen gusto? ¿Ni hemos de atender a Homero cuando despierto solo porque alguna vez se duerme? Estos vigilantísimos censores y críticos fastidiosos causan en la república de las letras más daño del que parece. Perdidos con la idea de lo perfecto, ni se atreven a dar al público cosa alguna ni cesan de desacreditar las mejores obras por los más ligeros defectos. Así, con una ociosa severidad, aterran a los aplicados; ni trabajan ellos ni dejan trabajar a los demás y, no contentándose con ser inútiles, vienen a ser perniciosos. No advierte que, aunque Cicerón no halló orador perfecto, llenó de elogios las buenas calidades de sus antecesores y concurrentes y, por este modo, alentó a la juventud estudiosa para que aspirase a la perfección de la elocuencia y, lejos de amedrentar con la severidad, antes animó con la dulzura y con el ejemplo.
No menos daño que aquellos catones [9] inflexibles hacen, por el contrario extremo, los otros aduladores literarios. No llevan en paciencia que se haga crítica y se censuren los defectos de los hombres grandes. Así, llega el caso que se canonicen los vicios, que los mismos desaciertos se tomen por ejemplares y que yerren muchas veces el camino los que se fían demasiado de la bondad de la guía. Nunca es más pernicioso el error que cuando se autoriza con el mérito de la persona que le comete. Por esta razón, de ningunas obras se debe hacer más exacta y rigurosa crítica, en ningunas se deben notar con más cuidado los defectos que en las de los autores más acreditados e insignes. Ni desacredita su fama, antes realza su mérito, que entre multitud de bellezas y aciertos solo se les note uno u otro descuido. El ser hombres no puede degradarlos de ser hombres grandes. Ya se ve que esta crítica no se ha de hacer con grosería insultante, sino con urbanidad y respeto. Ni estas leves imperfecciones propias de la flaqueza humana les ha de hacer bajar un punto en nuestra estimación. No ha muchos años que un erudito (más sabio ciertamente en la realidad y opinión de los demás que en la suya) decía que en los estantes de su biblioteca jamás daría lugar a las obras del Abulense [10] porque eran de inmensa mole, mas de poco gusto y cultura. Este pseudocrítico no atendía que aquel defecto, más del siglo que del autor, no podía quitarle el mérito de una erudición prodigiosa y un ingenio grande. Pero no menos erraría el que por estas dos buenas calidades nos quisiera proponer al Abulense por ejemplar del más elegante y limado estilo. Nuestros poetas cómicos, tan reprehendidos por la falta de verisimilitud [11] y de observancia de las reglas dramáticas, son excelentes en el numen, en el talento de la invención y en la nobleza y aseo de una dicción pura y elegante. Tanta injusticia sería negarles esta perfección como alabarles y disimularles aquella falta.
De ambos extremos deseamos apartarnos en la composición de la Historia literaria. Procuraremos hacer justicia al mérito y a la culpa y que una crítica sin espíritu de partido y libre de preocupaciones sea la regla de nuestro juicio. ¡Ojalá logremos estar tan distantes de la lisonja como de la sátira y que podamos trasladar a nuestra obra la indiferencia de nuestros ánimos! Protestamos desde ahora que será voluntario cualquier patrocinio que demos al error o cualquier injusticia que cometamos contra el acierto. Bien pudiéramos contenernos en la esfera de una sencilla narración sin pronunciar nuestro juicio sobre el mérito de las obras. Entonces nos excusaríamos no solo del riesgo de aplaudir lo malo y condenar lo bueno y del peligro que algunos confundan el elogio con la adulación o la crítica con la sátira, sino también quedaremos libres de un imponderable trabajo. Pero ¿qué fruto se podría entonces esperar de nuestra obra? ¿Qué agrado desterraría el fastidio y empeñaría los estudiosos a su lección? ¿Cómo podrían los jóvenes, los preocupados o los principiantes —a cuya utilidad principalmente la dedicamos— hacer por sí solos el juicio si, informándoles únicamente de los hechos, les dejáramos toda la libertad y el trabajo de formarle? Sería poner en muchos caminos a un ciego o no experimentado sin quitarle con nuestros avisos la infeliz libertad de escoger el peor.
Verdad es que algunos historiadores demasiado severos han querido que en la historia se refieran desnudamente sus hechos y, sin reflexiones que los califiquen, se deje a los lectores sacar por sí mismos las consecuencias que naturalmente se deducen, no anticipándose el escritor o pervirtiendo tal vez con sus advertencias el juicio que pudieran formar por sí mismos. Pero esto se opone a la práctica de los más excelentes historiadores griegos y latinos, imitados de los modernos de mejor gusto. El cardenal Orsi, en su prólogo de la Historia eclesiástica, expone largamente las razones de esta conducta e impugna al abad Fleury [12], que en la suya siguió en parte el rumbo contrario. Nosotros solo decimos que la historia es maestra de la vida humana y que su artificio consiste en dar preceptos sin la sequedad de leyes, sino mezclados suavemente entre la amenidad y dulzura de la narración. Y aunque una simple y desnuda relación de los hechos pudiera tener lugar en los anales, diarios, comentarios, memorias y crónicos, semejante aridez de ningún modo conviene al genio y carácter propio de la historia, al cual no menos se opone dar preceptos sin contexto de narración que referir hechos desnudos de sentencias y reflexiones nacidas de ellos mismos. La práctica contraria supone al común de los lectores tan sabios y reflexivos como a los historiadores, y aun mucho más, pues de repente y sin meditación han de formar las reflexiones que a veces cuestan al historiador muchas fatigas y trabajos. Pero lo que nos dice la experiencia es que, aun refiriéndose los hechos con el socorro de las reflexiones, los más de los lectores, o por incapaces o por distraídos, o por ignorantes de la materia, se quedan en la superficie y corteza de los hechos, atendiendo solo al grueso de los sucesos, sin profundizar en las circunstancias y los motivos, con lo cual, aun después de haber leído mucho y cargado la mente de noticias, se quedan vacíos de instrucción y sin el fruto propio de la historia. No siendo todos los lectores capaces de hacer juicio de los hechos por sí mismos, necesitan la guía del historiador para formarlos. Y aunque algunos lectores sean de más ingenio que el historiador, no pueden estar instruidos en la materia como el que la ha versado muchos años y trabajado de intento sobre ella para ilustrarla si no es que se diga que los que leen la historia ponen un estudio tan profundo en la lectura como los escritores en la composición. En fin, las reflexiones oportunas del que escribe son comodidad y descanso para quien lee, el cual logra el fruto sin el afán y pena del cultivo, y si no las necesita para suplemento de su advertencia o dirección de su juicio, a lo menos son excitativo de su imaginación, socorro y alivio de su pereza.
Cuando proyectamos escribir la Historia literaria de España pensábamos darla principio en el siglo de Augusto, época de nuestros primeros escritores [13], a lo menos de aquellos cuya memoria y obras han llegado hasta nuestro tiempo. Nos parecía natural que una obra dedicada a ilustrar la literatura de una nación comenzase por aquel tiempo en que, después de siglos bárbaros y guerras continuas, bajo el gobierno pacífico de una dominación culta, tuvo la ocasión de aplicarse a las letras, pasando en silencio los siglos anteriores, en los cuales hay más monumentos de su poca cultura que memoria de su instrucción. Nos confirmaba en este dictamen ver nuestra historia en aquellos tiempos más antiguos llena de fábulas, forjadas primero por los griegos y adoptadas, después, casi sin examen, por nuestros historiadores, aun los más críticos. No nos podíamos reducir a entresacar de la mitología la quintaesencia de verdades históricas como han procurado hacer por ciertos análisis algunos críticos, conato acaso tan vano como el de los alquimistas sacar oro puro de la verdad entre la escoria y metal basto de las fábulas. Los historiadores latinos, más cuidadosos de escribir sus hechos y celebrar sus conq stas que de dar noticia del carácter y cultura de una nación que reputaban bárbara —como a todas las que no tenían las costumbres romanas—, nos podían administrar muy poca y escasa luz para unos tiempos tan oscuros. La ignorancia de quienes fueron nuestros primeros pobladores, en qué tiempo se establecieron en nuestra península, qué costumbres y gobierno pudieron introducir privativamente en ella, nos impedía poder tomar las cosas desde su origen. El catálogo de reyes fabulosos del falso Beroso, que publicó Juan Annio de Viterbo [14], los Osiris, los Atlantes, los Hércules, los Geriones [15], los Gárgoris y Habides [16] eran unos fantasmas y espectros que nos llenaban de terror y hacían caer las plumas de la mano. Estábamos, en fin, resueltos a dejar en su oscuridad aquel tiempo tan falto de memorias históricas como lleno de falsedades y fábulas y entrar desde luego en el claro y fértil terreno de los siglos ilustrados. Algunos sujetos de no menos gusto que erudición, a quienes dimos parte de nuestro proyecto, nos inducían a lo mismo, y su autoridad hubiera sido bastante para persuadirnos si no nos movieran a lo contrario las siguientes reflexiones.
Primeramente, antes del siglo de Augusto, en que don Nicolás Antonio da principio a su Bibliotheca Hispana [17], hallábamos algunas memorias literarias que hacen no poco honor a nuestra nación. La sabiduría de los turdetanos y otros pueblos españoles de que hace memoria Estrabón [18], la antigüedad de sus leyes, de sus poesías y de sus volúmenes, suponen que toda la España, con preferencia aquella provincia, había mucho tiempo que cultivaba las letras y que las ciencias no le eran absolutamente extrañas. Los poetas cordobeses, de quienes gustaba y que llevó consigo a Roma Metelo Pío [19], la academia que en Huéscar fundó Quinto Sertorio para la instrucción de la nobleza española, la escuela de letras griegas que tuvo en la Bética Asclepíades Mirleano [20], prueban, igualmente, lo mismo. Por otra parte, sabemos cuánto se introdujeron en España y, singularmente, en la Andalucía, los fenicios, nación sabia e industriosa; que en nuestras costas del Mediterráneo había algunas colonias griegas de los focenses, aquellos mismos que cultivaban con tanto crédito las letras en Marsella [21] que cuando estos, por no haberse internado en el centro de la península, hubieran tenido poco influjo en nuestra literatura, aquellos, nada ignorantes y demasiado introducidos, era preciso que, con el ejemplo y continuación del trato y comercio, hubiesen infundido en sus vecinos algún gusto de las artes y ciencias. Además, en las guerras de los cartagineses y romanos se descubre entre nuestros españoles alguna inteligencia del arte y disciplina militar. Y, en fin, si reflexionamos con cuánta perfección y presteza se acomodaron al gusto, lengua y costumbres romanas, es creíble no serían menos dóciles a la imitación de las fenicias. Por lo cual, no se pueden, aunque en aquellos tiempos antiguos, despreciar los españoles como absolutamente bárbaros, con especialidad los pueblos de Andalucía y los más inmediatos a la costa del Mediterráneo. Sobre todos, la isla y ciudad de Cádiz nos parece que fue desde sus principios una población culta, con sabias leyes, con inteligencia de la náutica y del comercio, como silla y corte de los fenicios en España, que, por tanto, justamente mereció la estimación del rey Juba [22], el aprecio de Julio César, los aplausos de Cicerón y que, antes del imperio de Octaviano Augusto, produjo a Roma dos hombres tan considerables como fueron los célebres Balbos [23].
La reflexión de todo esto, que no podemos mirar con indiferencia, nos persuade altamente a no dejar en la oscuridad del olvido estas preciosas, aunque escasas, memorias de nuestra literatura. Así, era menester para ilustrarlas retroceder desde el siglo de Augusto hasta la venida de los cartagineses, griegos y fenicios y, por el consiguiente, tomando las cosas desde su origen, buscar a nuestra historia un principio más alto y de más remota antigüedad. Este orden, naturalmente, nos conduce a discernir en nuestros españoles su cultura primitiva de la otra posterior que pudieron aprender los extranjeros que de tiempos bien antiguos trajeron acá sus colonias y, por este rumbo, insensiblemente, llegar hasta la época de su primera población. Tal fue, sin duda, el pensamiento de nuestro Luis Vives cuando, en sus Comentarios sobre los libros de La ciudad de Dios de san Agustín, promete ilustrar los orígenes de su patria, España, el cual no sabemos si llegó a ponerle en ejecución.
Por lo mismo que los antiguos griegos mezclaron nuestras antigüedades de fábulas, que incautamente han seguido nuestros historiadores (sin contar ahora las especies absurdas del fingido Beroso y falso Dextro [24]) y que unos a otros se van siguiendo, casi sin examen era preciso desmontar esta maleza, desengañar a la juventud para que, sin deslumbrarse y embarazarse con especies fantásticas, entienda el verdadero origen de su nación y no se acostumbre a tener por realidad las quimeras y por verdad las fábulas. Algún Edipo era menester que descifrara este enigma, algún Teseo que con el hilo de oro de la crítica desenredara este laberinto. Es verdad que la averiguación de los hechos en estos tiempos antiguos es no menos propia de la historia civil, militar, política, que de la historia literaria. Mas, por lo mismo, no debíamos nosotros omitirla mientras vemos que nadie se dedica a este trabajo, sin el cual no se puede entender el origen y progreso de nuestra literatura y que los M. SS. del célebre Marqués de Mondéjar [25], que son los que pudieran dar alguna luz y desengaño en el asunto, están sepultados en el olvido y la oscuridad. Así, creímos deber con utilidad y gloria de nuestra nación dedicar a la ilustración de sus remotas antigüedades este primer tomo y aun el segundo de su Historia literaria, si no como parte propia y esencial de ella, a lo menos como preliminar, introducción, aparto, cimiento o preparativo de tan grande obra, lo que podrá también servir para el mismo efecto de aparato a la historia general de España en toda su extensión. De este modo, sin contar ahora otras utilidades genéricas o extrañas a nuestro asunto presente, podrá correr desde su principio sin tropiezo alguno clara, desembarazada y libre la Historia literaria de España.
Mas, como la averiguación de puntos antiguos en que es menester dar mucho a la conjetura, a las disputas y citas de autoridades es asunto fastidioso para el común de los lectores y como, por otra parte, la simple narración de cosas oscuras, dudosas e inciertas, fundada en opiniones contrarias a la persuasión común, no satisface a los sabios, que quisieran ver los fundamentos en que estriba, después de una larga meditación sobre el método que debíamos observar en este primer tomo, y aun en los siguientes que traten de antigüedades controvertidas, hemos venido para satisfacer al gusto de unos y otros a tomar la resolución de escoger un justo medio entre los dos extremos de narración sencilla puramente histórica y de continuas averiguaciones. Este es abrazar uno y otro sin confusión ni mixtura de ambos. Distinguimos en la obra dos partes, una de pura narración y otra de disertaciones históricas. En la primera irá la relación de los hechos seguida, sin interrupción, de altercaciones ni disputas. En la segunda se expondrán los fundamentos de lo que se afirmare en los puntos controvertidos o nuevamente descubiertos y todo lo que pueda en algún modo conducir a la ilustración del principal asunto. La parte narrativa podrá muy bien formar un cuerpo con las demás de la Historia literaria. En ella, cuando ocurrieren puntos dudosos, exponiendo sencillamente lo que juzguemos más fundado para la satisfacción de los lectores, les pondremos remisiones y citas a las disertaciones históricas, que se colocarán regularmente al fin y, en ellas, trataremos más difusamente lo que necesite ilustrarse con la averiguación o aclararse con la disputa. El que no fuere aficionado a este género de literatura analítica y contenciosa podrá contenerse en la primera parte, narrativa, y mirar como no escrita para sí la segunda, llena de averiguaciones y contiendas. Mas esta segunda parte no será despreciable o inútil para los sabios que gustan de este género de disertaciones, donde se apura la verdad histórica y con la luz de la crítica se aclaran las más espesas tinieblas de la antigüedad. De este modo, aunque con doble trabajo, creemos satisfacer el gusto fastidioso de unos y la noble curiosidad de otros. Y este mismo método observaremos en todo el discurso de la Historia, poniendo como preliminar o añadiendo por apéndice a la narración seguida algunas disertaciones históricas o críticas (bien que no tan frecuentes como en estos primeros tomos) sobre los puntos que las necesitaren para su mayor fundamento, ilustración y claridad.
Por lo que acabamos de decir es fácil de conocer qué método pretendemos observar en la obra. No la escribimos en forma de diario, diccionario, memorias, anales, disquisiciones, biblioteca, etc.; todos estos diversos rumbos tienen sus utilidades, que excusamos decir porque constan a los sabios. Escogemos el método histórico, que es el más oportuno para que se informen los lectores sin fastidios, sin trabajo y aun con deleite. El enlace y coordinación de los sucesos, sin la monstruosa variedad de los diccionarios; la narración seguida, limpia y despejada, sin las cortaduras e interrupciones de los anales, sin el prolijo examen de las averiguaciones o el confuso caos de las memorias da al método histórico la preferencia sobre los demás. Aquella unión artificiosa de partes, cada una colocada en su situación natural, aquella cronología sabiamente ordenada que, sin perturbar el orden de los tiempos, anticipa o pospone moderadamente algunos hechos, llevándolos al mismo lugar donde el lector gusta encontrarlos, facilitando, así, la inteligencia y aliviando la memoria; en una palabra, la hermosa simetría y económica destreza de la historia, da un admirable lleno de luz que todo lo aclara, lo ilustra y persuade.
Nadie que estudie solo por diccionarios, bibliotecas y memorias se hará muy sabio ni formará concepto claro y profundo de las cosas en que desea instruirse. Aunque tenga la paciencia de leer continua y seguidamente las dichas obras, como ellas no forman un cuerpo de doctrina, sino son miembros sueltos y pedazos distribuidos como a la casualidad aquí o allí, no imprimen ideas claras y completas de los objetos, sino solamente unas confusas imágenes o ligeras nociones de las cosas, ni iluminan más que como luces pasajeras que al instante desaparecen a manera de relámpagos. Los diccionarios especialmente sirven más a la memoria que al entendimiento. Son como unos almacenes o depósitos de las noticias que provisionalmente se necesitan, un pronto recurso para un caso urgente, un remedio interino del olvido, un excitativo o despertador de las especies que ya se tienen o un índice de las que se desean tener. En los que abusan de dichas obras son un fomento de la ociosidad, un seminario de instrucciones superficiales, una armería del pedantismo, un socorro de medio sabios que suplen con la vanidad lo que les falta de conocimiento y procuran no tanto profundizar los asuntos como hacer parecer que saben de todo. No pretendemos con esto desacreditar los diccionarios, que son tan de la moda de nuestro siglo y parecen plaga según cunden, ya hemos dicho tienen sus utilidades, no siendo la menor que ahorran mucha incomodidad y tiempo a los estudiosos. Pero no dudamos repetir que el que estudiare solo por ellos jamás sacará más que una instrucción superficial y confusa.
La historia metódicamente escrita y bien meditada es un seminario de instrucción profunda y sólida y, al mismo tiempo, gustosa y agradable. Tienen cierto enlace y dependencia entre sí las verdades y, unidas, se prestan mutua luz y socorro unas a otras. El método histórico respecto de los hechos prácticos es lo mismo que el geométrico en las verdades especulativas. Pues, ¿qué si a la limpieza de la narración histórica se añaden separadamente algunas disertaciones oportunas que, con el vigor de la disputa, acrisolan y establecen la verdad de ciertos hechos, los cuales si se insertaran en el cuerpo de la historia trajeran más embarazo que utilidad? Hemos visto a hombres hábiles y estudiosos no gustar de la lectura de obras de mucho mérito solo porque en ellas la relación de los sucesos se interrumpía a cada paso con las averiguaciones. Nosotros, para quitar todo pretexto a la pereza y toda excusa al melindre, hemos procurado en lo posible acercarnos al método histórico. Es verdad que no es tan fácil observarle con rigor en la historia literaria como en la civil y eclesiástica, donde la misma naturaleza de los hechos se acomoda más con lo expedito de la narración. Pero hemos puesto el mayor esfuerzo para que desdiga muy poco del método sustancial de la historia.
A alguno podrá parecer superflua nuestra obra después de la Bibliotheca española de don Nicolás Antonio. Porque, ¿qué podremos añadir a la copiosa noticia que en ella nos da de todos los escritores de España? Pero quien así replica no está bien enterado de la diferencia que hay entre uno y otro proyecto. La Bibliotheca española en su género es obra excelente y acaso la más perfecta que haya salido a luz en esta especie de escritos. Pero nosotros no escribimos biblioteca, sino historia literaria. No tanto pretendemos informar del número de autores, libros, versiones y ediciones como del contenido de las obras, de su calidad y del mérito de los que las escribieron. ¿Cuántos sabios florecen en una nación que nada escribieron y, por consiguiente, no pueden hallar en una biblioteca el lugar que ocupan dignamente en una historia literaria? Una biblioteca no informa del origen, progresos, decadencia, causas, revoluciones y varios estados de las ciencias. La falta de enlace y orden de las noticias las priva de su mayor hermosura y claridad. En una biblioteca se hace solo una narración brevísima de las vidas de los escritores; más bien se numeran que se califican sus obras, el juicio es accesorio; el examen breve, no se comparan con las de otros sabios del mismo tiempo, de los anteriores y posteriores, ni con los de otras naciones, así antiguos como modernos; en muchos se forma un simple catálogo de sus escritores; no se hacen extractos, compendios ni de intento censuras o apologías de su contenido. Una biblioteca no forma por su naturaleza un cuerpo histórico uniforme, donde se vean coordinados los sucesos de las letras, sus adelantamientos y atrasos en diferentes siglos.
Tan lejos está la Bibliotheca de don Nicolás Antonio de ser un cuerpo coordinado de historia literaria que aun en aquella especie de composición no forma un cuerpo uniforme consigo mismo. La primera parte, que llama Bibliotheca Antigua, está escrita con orden cronológico y, dividida en siglos, sigue la serie de los tiempos. La segunda, que llama Bibliotheca Nueva, está dispuesta por orden alfabético, en forma de diccionario. En la primera, a cada paso se introducen disputas y averiguaciones sobre infinitas menudencias y puntos recónditos, muy útiles a la verdad, tratados con singular erudición y agudeza, pero que distan infinitamente de la índole y método propio de la historia literaria. Fuera de que la Bibliotheca española está escrita en idioma latino, lo cual junto con la falta de ejemplares por lo rara que ya se ha hecho esta obra la ha venido a hacer inaccesible o como si ya no existiera a la mayor parte de la nación, la que por esta causa se halla privada del mucho fruto que pudiera producir un trabajo inmenso, que hace no menos honor al autor que a la patria. Además, D. Nicolás Antonio no habla de los tiempos primitivos y remota antigüedad, que no son menos dignos de nuestra consideración y noticia, pues como no se propuso escribir la historia de las letras en España, sino solamente la biblioteca o colección de sus escritores, da principio a la Bibliotheca Antigua en el siglo de Augusto, que es la época de nuestros libros. Mas como no es todo uno cultivar una nación las ciencias o escribir y conservar libros, también es diferente la materia y objeto de una biblioteca o de una historia literaria.
En fin, desde el tiempo en que termina la Bibliotheca Nueva hasta el nuestro ha pasado casi un siglo [26], y habrá pasado más cuando nosotros lleguemos a esta parte de nuestra obra. En este intervalo han florecido en España escritores insignes, dignos de nuestra memoria, y en toda Europa han tenido las ciencias una revolución considerable, en cuya noticia se interesa mucho el gusto y utilidad de nuestra juventud y aun de todos los literatos. Don Nicolás Antonio no pudo hablar en profecía y el nuevo estado y lustre que han tomado las ciencias en nuestros tiempos obligan a mirar a nueva luz y bajo otros respectos aun aquellos mismos siglos y obras de que trató este insigne autor, de suerte que, sin embargo de su mucha erudición, crítica perspicacia y juicio exacto, hubiera hablado de distinto modo en muchas cosas si alcanzara nuestros tiempos y la diversa situación que hoy tiene la república literaria. Por esta razón su Bibliotheca no excusa, sino antes empeña nuestro trabajo.
Y, el que después de todo lo alegado mirara como superflua la Historia literaria de España, se expondrá a la risa y al desprecio de los sabios, como el que después de los Anales eclesiásticos del cardenal Baronio tuviera por superflua la Crítica de Antonio Pagi, las Memorias históricas de Tilemont, la Historia eclesiástica de Natal Alejandro [27], la del abad Fleury o la del Excelentísimo Orsi. Por lo cual, como todos los Comentarios del Abulense [28] sobre la escritura no hacen inútiles los del padre Calmet, ni la Historia pontifical de Platina o de Chacón deja ocioso al Breviario histórico de Francisco Pagi [29]. Del mismo modo, aun cuando tuviéramos una historia literaria hasta la mitad del siglo pasado, nos obligaría a ello el nuevo estado de las letras en nuestros tiempos, ilustrados con la luz de la crítica y el buen gusto que reina en toda especie de literatura. Y, ¿con qué consecuencia podrían tener por ociosa la repetición de la historia literaria los que creen hacer un servicio considerable a la Iglesia en dar cuatro siglos ha cada día a luz inmensos volúmenes de comentarios escolásticos sobre la Lógica y Física de Aristóteles, sobre la Suma de santo Tomás y los cuatro libros de las Sentencias de Pedro Lombardo [30]?
¿Será desperdicio superfluo tener dos historias literarias y grande economía un millón de cursos escolásticos? Confesemos, pues, de buena fe que, así por la diversidad de la materia como por la del método y nueva luz de nuestro siglo, no solo no es ociosa, sino precisa después de la Bibliotheca de don Nicolás Antonio una Historia literaria de España. Y es de maravillar que un proyecto tan útil y necesario no haya venido al pensamiento de alguno de los sabios de primer orden que ilustran nuestra nación y desean su mayor gloria.
Por lo que toca a la cronología, sin cuya luz la historia es un oscuro laberinto en que se pierden los lectores y se confunden los sucesos, jamás la perderemos de vista en nuestra obra. Prescindiendo de la verdad de varios sistemas, usaremos el modo de contar más común entre los eruditos y más cómodo para la claridad de la historia. Contaremos cuatro mil años desde la creación del mundo hasta el nacimiento de N. S. Jesucristo y Era Dionisiana, sin hacer caudal de los cuatro años en que, según los críticos, excede la verdadera época a la vulgar de Dionisio el Exiguo [31].
En estos tiempos antiguos emplearemos los años del mundo y antes de Jesucristo, combinándolos cuando sea conducente con las más famosas épocas del Diluvio, principio de las olimpiadas, destrucción de Troya y fundación de Roma. En el estilo huimos de la afectación, evitamos la bajeza y no solicitamos el adorno, no aspiramos a la perfección, contentos con la medianía, acaso con el mismo ejercicio de escribir le podremos perfeccionar, supliendo con la costumbre lo que nos falta de elocuencia.
Más diligencia pondremos en el examen y averiguación de los hechos. Tendremos singular cuidado de fundar las noticias en monumentos legítimos. En toda la obra reinará la crítica, la legalidad y veracidad histórica. Sacaremos los más de los hechos de las obras mismas de los autores, apoyaremos otros con el testimonio de escritores veraces, coetáneos o próximos a los sucesos o, por otra parte, propios para merecerse un prudente asenso y hacer verisímiles las noticias. El falso Beroso publicado por Annio, los fingidos cronicones de Dextro, Máximo, Luitprando, Julián Pérez, Braulio, Heleca, Hauberto [32] y otros semejantes monstruos solo merecen nuestro olvido o nuestro desprecio. Tal es el concepto en que están un siglo ha entre los verdaderos eruditos tanto extranjeros como nacionales sin que la falsa piedad de algunos críticos moderados haya podido mejorar su infeliz causa. Se puede afirmar que, así como el Beroso viterbiense y la mitología de los griegos reducida a hechos históricos han perturbado y oscurecido nuestra historia profana, del mismo modo las monstruosas especies de tantos falsos cronicones fundidas en infinitos libros han pervertido y desfigurado nuestra historia eclesiástica de tal suerte que, si no viene con poderosa mano la crítica en socorro de una y otra, nuestra historia, especialmente en los tiempos antiguos, será más un conjunto de novelas y romances que una narración de hechos verdaderos.
Sobre la falsedad de Beroso y los cronicones ya dijimos que los más están desengañados. Mas por lo que toca a los autores griegos y latinos, muchos de nuestros historiadores, aun los más críticos, están preocupados, ya adoptando sin examen cuantas especies históricas se hallan esparcidas en los escritores antiguos de algún crédito sin hacer distinción, como lo hacían los mismos griegos, según Varrón [33], entre los tres tiempos adelon, mítico e histórico, esto es, desconocido, fabuloso y verdadero, bastándoles tal vez el testimonio de un poeta para afianzar una noticia, por otra parte, repugnante, ya prestando demasiada realidad a la mitología y vendiendo por noticias históricas las que los mismos autores antiguos que las refieren gradúan de fábulas. En lo cual han procedido sin crítica o sin buena fe, engañando la simplicidad de los lectores con capa de autoridad respetable de los antiguos. Deberían considerar que estos se impugnan unos a otros y que ellos mismos no creen ni dan por verdad todo lo que refieren. Basta leer a Diodoro Sículo, Estrabón, Tito Livio y Dionisio Halicarnaseo [34]. Se verá cuánto ignoraban los griegos y romanos las antigüedades no solo de los pueblos extraños, con especialidad del Occidente, sino aun las de su misma nación. Y si las antigüedades históricas de los griegos y latinos son tan confusas, tan varias y, muchas veces, contradictorias, si los historiadores mismos traen desfigurados y mezclados con fábulas los principios y hechos antiguos de sus naciones, ¿qué diremos en lo que refieren de las extrañas? Comúnmente las noticias que dan de otros pueblos no son más que una colección de las tradiciones vulgares o de sus documentos antiguos, contradictorios entre sí, sin distinción de tiempos y llenos de superstición y vanidad. Tal es el contenido de los cinco primeros libros de la Bibliotheca de Diodoro Sículo y mucha parte de los nueve de Herodoto [35] sin embargo de que se pueden llamar los padres y fuentes principales de la historia antigua, lo que no debe perjudicar a su crédito porque pusieron bastante diligencia para encontrar la verdad y de buena fe escribieron lo que hallaron, pero nos debe hacer cautos para no prestar fácilmente el ascenso llevados solo del resplandor de su autoridad.
No por esto intentamos promover un pirronismo histórico en los tiempos antiguos. Esto no tanto será efecto de la crítica como fomento de ignorancia. Tenemos por muy útil el conocimiento de la antigüedad remota; para conseguirlo es indispensable el recurso a los autores griegos, que mezclan frecuentemente la historia con la fábula. Lo que deseamos es una prudente desconfianza y un maduro examen. Nosotros mismos nos valdremos de ellos cuando lo necesitáremos; hemos gastado mucho tiempo y puesto un inmenso trabajo en su lectura. Nuestro cuidado principalmente ha de discernir lo verisímil de lo repugnante. No tanto nos hemos dedicado a recoger y entresacar las varias noticias que tocan de nuestras antigüedades (en lo cual son bien diligentes nuestros historiadores) cuanto a examinarlas y pesar los grados de probabilidad que tienen, el ascenso que merecen por sí mismas, por el testimonio de quien las refiere o por el origen y fuente de donde las tomó. Valiéndonos de continuas reflexiones y conjeturas, combinándolo todo, hacemos, en fin, elección de las que nos parecen verdaderas y despreciamos las que tienen viso de fabulosas. Adoptamos solamente las noticias verisímiles, reprobando las que creemos falsas, imposibles o sin apariencia de verdad, aunque se hallen en autores antiguos y clásicos. Este es el camino que siguen hoy los verdaderos eruditos y famosos anticuarios; nosotros, imitándolos, aspiramos al acierto. De este modo, pretendemos dar la posible luz a nuestras antigüedades, restituir la nativa belleza de nuestra historia, librándola de las tinieblas que la oscurecen, de los falsos adornos y ridículos colores que la desfiguran.
Nuestra Historia literaria de España se dividirá en dos partes principales. La primera comprende el estado antiguo de nuestra literatura. La segunda, el moderno. Llamamos estado antiguo todo el tiempo que corre desde la primera población de España hasta la renovación de las ciencias en Europa hacia el medio del siglo XV, que coincide casi con el feliz reinado de los Reyes Católicos, don Fernando y doña Isabel. Estado moderno llamamos desde esta última época hasta el presente.
Cada parte principal de estas dos se subdivide en otras muchas. La primera parte del estado antiguo se extiende desde los primeros tiempos hasta la pacífica dominación de los romanos, que coinciden con el imperio de Augusto y a poca diferencia con el principio de la Era Española [36] y nacimiento de Cristo. La segunda, desde esta época hasta el primer rey de los godos. La tercera, desde la entrada de los godos hasta la venida de los árabes y pérdida de España. La cuarta, desde este tiempo y reinado de don Pelayo hasta san Fernando III y unión de León con Castilla. La quinta, desde el rey don Alonso X el Sabio hasta casi la mitad del siglo XV y unión de Aragón con Castilla por el casamiento de los Reyes Católicos. Y aquí termina el estado antiguo y primera parte principal de la Historia literaria de España.
La primera parte del estado moderno comprende desde la renovación de las ciencias en Europa y dominación de los Reyes Católicos, don Fernando V y doña Isabel, hasta el fin del siglo XVI y reinado de D. Felipe III, en que comenzó la decadencia del buen gusto. La segunda, desde este tiempo hasta la renovación de la crítica y buenas letras, que fue en Francia hacia la mitad del siglo pasado, en Italia hacia el fin del mismo y, en España, a principios del presente. La tercera, desde la pacífica posesión del señor D. Felipe V y creación de la Academia Española hasta nuestros días y todo lo que va corriendo del siglo XVIII. Quiera Dios veamos la feliz conclusión de tan vasta empresa y que corresponda el desempeño a los ánimos y deseos que tenemos de ilustrar la patria y servir a nuestros nacionales.
ADICIÓN
Ya teníamos formado este plan, escrito el prólogo y casi concluido este primer tomo de la obra cuando llegó a nuestras manos la Historia literaria de Francia por los padres benedictinos de san Mauro [37], tan famosos en la república de las letras. Hasta aquí solo teníamos noticia de que estos sabios religiosos habían publicado una Historia literaria de Francia, pero ignorábamos enteramente el plan, método y disposición de la obra. Poco ha leímos el anuncio de ella, que se publicó en las Memorias de Trévoux [38], año de MDCCXXXVIII [39]. Últimamente, después de varias diligencias, hemos adquirido la misma obra, excelente en su género y con la perfección que acostumbran todas las que salen de esta congregación ilustre, dedicada ya ha años a promover el adelantamiento de las ciencias.
El título entero de la obra es: Historia literaria de la Francia, en la cual se trata del origen, progreso, decadencia y restablecimiento de las ciencias entre los galos y entre los franceses, del gusto y genio de unos y otros para las letras en cada siglo, de sus antiguas escuelas, del establecimiento de las universidades en Francia, de los principales colegios, de las academias de ciencias y bellas letras, de las mejores bibliotecas antiguas y modernas, de las más célebres imprentas y de todo lo que concierte particularmente a la literatura, con elegios históricos de los galos y de los franceses, que se han adquirido en esta línea alguna reputación, catálogo y cronología de sus escritos, notas históricas y críticas sobre las principales obras, enumeración de las diferentes ediciones, todo justificado con citas de autores originales. En París. Año de MDCCXXXIII.
Quisiéramos desde el principio haber tenido a la vista tan excelente modelo y original para formar a su imitación el proyecto de nuestra obra. Pero, sin saberlo, hemos coincidido felizmente en el mismo pensamiento, en casi todo el método, plan y disposición y, lo que es más, en nuestro prólogo nos hemos objetado casi las mismas dificultades, dado las mismas respuestas y propuesto los mismos fines que estos autores expresan en su prefacio. Para conocer esta casi total uniformidad de proyecto basta leer el título de nuestra obra con la extensión en que la concebimos desde el año de MDCCLXI, en que primeramente nos vino el pensamiento de escribirla. Era este: Historia literaria de España, principios, progresos, decadencia y restauración de la literatura española en tiempo de los romanos, de los godos, de los árabes y de los Reyes Católicos, desde el siglo primero hasta la mitad del XVIII, con las vidas de los hombres sabios de esta nación, juicio crítico de sus obras, extractos y apologías de algunas de ellas, para desengaño e instrucción de la juventud española. Una conveniencia tan perfecta nos fuera de sumo honor y aun lisonjeara nuestro amor propio si, como hemos convenido con ellos en el proyecto, alcanzáramos a imitarlos en la ejecución. Sin embargo, esta uniformidad en el modo de pensar nos ha sido muy agradable, llenándonos de especial satisfacción y gusto.
Solamente notamos dos leves diferencias entre el plan y método de una y otra obra. La primera, que estos sabios benedictinos tocan con mucha brevedad los tiempos remotos y más antiguos, en que nosotros nos dilatamos algo más por los motivos que quedan insinuados. La segunda es que proceden por siglos y nosotros por épocas. Nos parece aquella mucha adstricción cronológica para la serie y amenidad de una historia pues, además de la interrupción precisa en cada siglo, es este método expuesto a repeticiones, no habiendo muchas veces diferencia notable de unos siglos a otros en el gusto y progreso de las ciencias. Por esta causa, nosotros, comenzando desde una época, seguimos la narración histórica hasta que llegue otra en que sucedió alguna revolución o mudanza considerable. Alguno pudiera notar también que estos autores controvierten varios puntos en la misma narración y nosotros, para que esta salga más despejada y sencilla, en casos de disputa nos remitimos frecuentemente a las disertaciones. Pero aun nosotros, sin embargo de aquella precaución, nos veremos muchas veces obligados a lo mismo por fuerza de la materia o por la naturaleza propia de la historia literaria, la cual, como hemos notado —y lo advierten también estos sabios religiosos—, no es tan expedita para la narración como la historia civil. Por eso, ellos no prometen observar método rigurosamente histórico y nosotros, que solo hemos ofrecido aligarnos a él en lo posible y conveniente, nos dispensaremos de sus estrechas leyes siempre que lo juzguemos oportuno. El discurso mismo de la historia nos enseñará las ocasiones de observar esta sabia y prudente economía. En lo sustancial miraremos siempre, como regla principal de nuestra conducta, la acertada práctica de estos diligentes y críticos escritores.
Recuerda el florecimiento cultural y literario que se desarrolló en esa centuria.
Cita las dos posturas que debía tener un hombre renacentista, ser versado en las armas y las letras, como recoge Baldassarre Castiglione en Il Cortegiano.
No es novedad que muchas de las obras de la Ilustración surjan como reacción frente a las provocaciones o, cuando menos, olvidos de las potencias europeas con respecto a las aportaciones españolas a la cultura y las artes.
El espíritu didáctico de la obra está en consonancia con las ideas neoclásicas. Ese interés por ilustrar a la juventud acerca de las excelencias culturales y literarias no solo está presente en otras obras, sino que ahonda en la formación del patriotismo de las generaciones futuras.
Es Tales de Mileto.
Las disputas sobre la idea y concepción del teatro, así como sus rasgos constituyentes, formaron parte del debate ilustrado y fueron integradas en obras de preceptiva tan relevantes como La Poética de Ignacio de Luzán.
Los autores critican la falta de objetividad de algunos tanto por las defensas acérrimas como por los ataques injustificados a determinadas obras.
Es sabido que el poeta romano Virgilio decía que sacaba oro del estiércol del también vate Ennio, es decir, que fue capaz de seleccionar motivos y metros de gran calidad de la general idea negativa de la producción del autor de los Annales.
Libros destinados al aprendizaje de la lectura.
Es Alonso Fernández de Madrigal, apodado el Abulense y el Tostado, obispo de la diócesis castellanoleonesa en el siglo XV.
El respeto a la verosimilitud fue prácticamente un axioma para los críticos literarios neoclásicos, por lo que los componentes espectaculares del teatro barroco y de ciertas obras del siglo XVIII fueron duramente censurados por los autores ilustrados.
En varios volúmenes escribió el cardenal Giuseppe Agostino Orsi su Della istoria ecclesiastica. En el prefacio del primer tomo cita fragmentos de la Histoire ecclésiastique de Claude Fleury y los censura, particularmente en lo referido al método que sigue, a la organización del texto y a la capacidad hermenéutica para desmarcarse de él en su proyecto.
Es temerario empezar una literatura española desde el siglo I, pues supone la apropiación de la literatura latina con fines propagandísticos y sin sustento histórico. Igualmente erróneo es hablar de España en aquellos tiempos.
Giovanni Annio de Viterbo publicó en 1498 los Commentaria super opera diversorum auctorum de antiquitatibus loquentium, una conocida falsificación histórica que intentaba rescatar textos antiguos entre los que se encontraba el texto también falso de Beroso, un historiador caldeo.
Gigante de la mitología griega.
Gárgoris y Habides o Habidis eran reyes mitológicos de los pueblos tartésicos.
La Bibliotheca hispana nova y la Bibliotheca hispana vetus, con varios volúmenes, son una destacada obra bibliográfica en latín acerca de la literatura española escrita por el erudito don Nicolás Antonio en el siglo XVII.
Las referencias a Iberia y a las costumbres de los pueblos de la península fueron recogidas por el autor en el tomo III de su Geografía, del siglo I a. C.
Quinto Cecilio Metelo Pío, procónsul y militar romano que participó en Hispania en la guerra contra Sertorio.
Asclepíades de Mirlea fue historiador y gramático en el siglo I a. C.
Massilia fue un importante asentamiento griego en la Europa occidental que se convirtió en un destacado centro para el desarrollo del comercio y del conocimiento de la cultura helena.
Monarca en Numidia y Mauritania. Su primera esposa era hija de Marco Antonio y Cleopatra.
Lucio Cornelio Balbo el Mayor, cónsul romano nacido en Gades (la actual Cádiz) y Lucio Cornelio Balbo el Menor, sobrino del anterior y procónsul, nacido en el mismo lugar.
Flavio Lucio Dextro, autor de una obra que hoy adscribimos a los falsos cronicones.
Gaspar Ibáñez de Segovia, eminente historiador y consorte de María Gregoria de Mendoza y Córdoba, IX marquesa de Mondéjar.
Los autores insisten en la necesidad de contar con una obra actualizada.
El cardenal italiano César Baronio publicó a finales del siglo XVI y principios del XVII varios volúmenes de los Annales ecclesiastici, fundamental en cuanto a su erudición y metodología; Antoine Pagi, sacerdote francés, es autor de la Critica historico-chronologica in universos Annales ecclesiasticos Eminentissimi et Reverendissimi Caesaris Cardinalis Baronii, escrita con la intención de aclarar determinados aspectos de la obra de Baroni; Louis-Sébastien Le Nain de Tillemont, historiador francés, publica, a finales del siglo XVII y comienzos del XVIII varios volúmenes de sus Mémoires pour servir à l’histoire ecclésiastique des six premiers siècles. Justifiés par les citations des auteurs originaux. Avec une chronologie où l’on fait un abrégé de l'histoire ecclésiastique et profane et des notes pour éclaircir les difficultés des faits et de la chronologie y a finales del XVII el historiador francés Noël Alexandre da a conocer su Selecta historiae ecclesiasticae capita, et in loca eiusdem insignia dissertationes historicae, chronologicae, dogmaticae en varios volúmenes.
En siglo XV fue ingente la producción del Tostado y conocidos sus comentarios a distintos libros de la Biblia.
El religioso francés Antoine Agustín Calmet escribió su Commentaire littéral sur tous les livres de l’Ancien et du Nouveau Testament en varios volúmenes a comienzos del siglo XVIII. La Historia B. Platinae de vitis Pontificum Romanorum fue publicada en varios tomos por Bartolomeo Platina para conocer las biografías de los papas de la Iglesia católica, incluyendo algunos grabados de sus retratos y Alfonso Chacón publicó las Vitae et gestae Summorum Pontificum. Finalmente, François Pagi publicó en varios volúmenes su Breviarium historico-chronologico-criticum, illustriora Pontificum Romanorum gesta, conciliorum generalium acta necnon complura cum Sacrorum Rituum tum antiquae Ecclesiae disciplinae capita complectens.
Religioso del siglo XII conocido por sus Libri Quattuor Sententiarum.
Dionisio el Exiguo fue un monje que, en el siglo VI, desarrolló una nueva forma de contar el tiempo y los siglos, la denominada Era Dionisiana o Era Cristiana, frente a la Era Diocleciana vigente hasta ese momento. El matemático calculó la fecha de nacimiento de Jesús y, a partir de ese acontecimiento, se sucedería cada Anno Domini. Dionisio consideró que Jesús había nacido en el año 753 ab Urbe condita (desde la fundación de Roma), pero los evangelios de san Mateo y san Lucas indican que fue en los años finales de la vida y reinado de Herodes I el Grande, cuyo óbito acaeció en el año 4 a. C. De ahí esa diferencia de cuatro años señalada en el texto.
Jerónimo Román de la Higuera, jesuita del siglo XVII, publicó su Fragmentum Chronici sive omnimodae historiae Flavii Lucii Dextri Barcinonensis, cum chronico Marci Maximi et additionibus Sancti Braulionis et etiam Helecae episcoporum Caesaraugustanorum en 1619, donde falsificó crónicas o supuestas crónicas escritas por religiosos o eruditos de siglos anteriores. Máximo de Zaragoza fue obispo de dicha ciudad a finales del siglo V y principios del VI y Luitprando de Cremona en el siglo X. Julián Pérez es un personaje inventado, supuesto autor de una crónica; Braulio fue prelado de Zaragoza en el siglo VII y Heleca un sacerdote hispano del siglo IX. En último lugar, Hauberto es el nombre con el que se designa al autor de una crónica medieval, aunque no pueden documentarse realmente ni su vida ni su obra.
Marco Terencio Varrón fue un destacado escritor del siglo I a. C., autor de varias obras, entre las que debe mencionarse un estudio de la lengua latina.
Diodoro Sículo sobresalió como historiador del siglo I a. C. con una destacada Bibliotheca histórica en varios tomos; Tito Livio es mencionado recordando Ab Urbe condita, que recoge la historia de la ciudad de Roma en docenas de volúmenes y Dioniso de Halicarnaso fue autor de la obra histórica Antigüedades romanas.
En el siglo V a. C. Herodoto escribió sus Historiae, divididas posteriormente en nueve libros.
Más conocida como Era Hispánica.
Congregación benedictina francesa de los siglos XVII y XVIII con una amplísima tradición en la difusión de obras culturales.
Relevante publicación periódica francesa del siglo XVIII que incluía reseñas sobre diferentes ciencias.
En el original de los hermanos Rodríguez Mohedano dice “MDCCXXVIII”, pero es un error: se refiere a MDCCXXXVIII. En primer lugar, porque la obra de los benedictinos comenzó a publicarse en 1733, por lo que no podía publicarse una reseña en 1728. En segundo lugar, porque sí hemos localizado dicha referencia en el mes de noviembre del número de 1738 de las Memorias de Trévoux: “Article CXII. Histoire littéraire de la France, etc. Tom. IV. Qui comprend le huitième siècle et parti du neuvième jusqu’a 840 inclusivement. Volume in 4.º. Pages 613 sans l’avertissement et les tables, qui en font encore plus de six-vingt”, Mémoires pour l’histoire des sciences et des beaux arts, commencés d’être imprimés l’an 1701 à Trévoux et dédiés à Son Altesse Sérénissime Monseigneur le Prince Souverain de Dombes, París: Chaubert, 1738, pp. 2133-2165.